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Foto de Triunfo Arciniegas |
Marian Engel
OSO
Pescaderas y viudas de pescadores. Y todas empezamos queriendo ser sirenas.
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Para los lapones, el oso es el rey de los animales. Los cazadores que lo matan deben vivir tres días solos, de lo contrario se los considera impuros
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Puso agua a hervir, arañando nerviosamente el cazo con el cucharón. Se vistió, consciente del chasquido de sus ropas. Se calzó los zapatos y oyó el roce de los cordones al atárselos. El cuchillo de la mantequilla rascó la tostada. Removió el café con una tintineante cuchara. No todo el mundo, pensó, está hecho para convivir con el silencio.
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Ella pensó: «Podría llevármelo a la cama y mandarlo de vuelta al amanecer, entre los juncos y los martines pescadores. Me gusta. Es fuerte, es duro, lo hará bien. Podría abrazarlo. Quizá hasta él podría abrazarme. Sería humano. Y, quién sabe, a lo mejor estos pueblerinos saben cosas que yo desconozco». Pero aquello iba en contra de sus principios
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Se sentó un rato junto al oso y leyó. La noche anterior había temido que el olor a sangre lo incitara a atacarla, pero hoy él era algo distinto: amante, dios o amigo. O quizá perro, porque, cuando tendió la mano, el oso se la lamió y restregó el hocico
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Movió las caderas: se lo puso fácil.
—Oso, oso —susurró, acariciándole las orejas. La lengua, no solo musculosa sino también capaz de alargarse como una anguila, encontró todos sus rincones secretos.
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El oso se sentó delante de ella, frotándose el hocico con la pata: parecía confuso. Luego bajó la vista para mirarse. Lou también miró. Despacio, mágicamente: la enorme polla se erguía despacio.
No tenía forma de tulipán, como la de los hombres. Era roja, puntiaguda e impresionante. Lou lo miró. El oso no se movió. Ella se quitó el jersey y se le puso delante a cuatro patas, en la postura animal
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Me ha desgarrado, pensó. ¿No es eso lo que querías, decadente putilla de ciudad?
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Envuelta en el pelaje del oso se sentía arropada en una cesta, acariciada por diminutas olas, protegida por el aliento de bestias amables. Sentía dolor, pero era un dolor dulce y agradable que no pertenecía al sufrimiento mental, sino a la tierra.
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Oso, llévame al fondo del océano. Oso, nada a mi lado. Oso, abrázame, envuélveme, nada conmigo
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Soy frágil. Para ti es fácil. Escarba y arráncame el corazón, una larva bajo un tronco. Arráncame la cabeza, oso mío
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Lou sentía que los había vencido, se sentía su heredera: una mujer que se frotaba los pies en el espeso pelaje negro de un oso era más de lo que ellos habrían llegado a imaginar. Más, incluso, que una victoria militar: esplendor.
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Amaba al oso. Había en él unas profundidades que Lou no podía sondear, que no podía palpar ni destruir con los dedos del intelecto. Se acostaba sobre su panza y él le daba golpecitos con las zarpas. Tocaba la lengua del oso con la suya y notaba su grosor. Exploraba sus encías, los dientes que eran casi colmillos. Le levantaba los negros labios con los dedos y le pasaba la lengua por el borde de las encías
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Se sentía perezosa y sucia. Tenía las uñas rotas. El oso y ella se pasaban el día sentados en el césped con pomposa ociosidad. Por la noche, holgazaneaban ante el fuego de arriba.
Oso y mujer junto al fuego. Los dos en cueros. El espeso pelaje lamiéndola de nuevo, las manos de ella en su pelo. Ahora Lou se bebía aquel olor
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Ahora sabía que lo amaba. Un amor tan extravagante que el resto del mundo se había convertido en un estrecho nudo sin sentido, salvo por el paisaje que, neutral y ajeno a ellos, gozaba de sus propios orgasmos de verano
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Acunó en las manos los huevos grandes, peludos y asimétricos, jugó con ellos, los deslizó suavemente en el escroto mientras él la lamía. La polla no salió de su funda larga y cartilaginosa. Me da lo mismo, pensó, no pido nada. No tengo que complacer a nadie. Qué más da si no te excito, te quiero y basta
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Era propensa a las crisis de fe
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Marian Engel
OSO
Impedimenta, Madrid, 2021
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