Marco García Falcón
LEILA GUERRIERO
Me gusta Leila Guerriero. Me gusta ese ascetismo sin religión que la lleva a encerrarse por semanas, si no por meses, cuando prepara un texto. Me gusta su carraspera. Me gusta su look repetido (siempre bluejeans oscuros y una blusa ploma o negra) porque sabe que los espectáculos se dan en otra parte. Me gusta su belleza antigua y altiva, que luce cuando ríe con escándalo y cuando se yergue como una cobra frente a un tema que considera importante. Me gusta su mirada de escalpelo, su disciplina terca, salvaje. Me gusta que no se conforme con dominar el caballo del lenguaje, sino que aspire a ser, al mismo tiempo (como Ursula K. Le Guin), el jinete y el caballo: un centauro. Me gusta su desesperación reposada, su vértigo amable.
Cada vez que puedo (por lo general cuando dicto) la menciono y varios de sus textos me sirven de ejemplo para lo que enseño. Muchos no la conocen; algunos cuantos, sí. Y con aquellos que se refieren a ella con admiración –cuando no con fervor- de inmediato establezco un vínculo de familiaridad y complicidad. Así ha sido durante un buen tiempo -durante años, diría-, pero algo diferente ha ocurrido en las últimas semanas.
En una clase, luego de ver un video donde lee su hermoso texto “Escribir”, hablé con verdadera emoción de ella, quizá porque hacía un tiempo que no ponía ese video y me había conmovido como la primera vez. Una participante, bastante joven, esperó a que terminara mi elogio y dijo: “Yo también amo a Leila. Tengo todos sus libros, la leo siempre, y si existieran muñequitos de ella, tipo Funko o articulables, me los compraría todos.”
Lo que dijo me provocó, naturalmente, gracia y ternura. Y terminada la sesión, nos quedamos conversando. Tenía más. En algún momento, confesó lo siguiente: “Por las noches veo sus entrevistas en Youtube, y me duermo escuchando su voz. Me he visto todos sus videos, y no sabes la alegría que me da cuando encuentro uno nuevo.”
¿Qué era eso? ¿Era posible? Tuve que confesarle, a mi vez, que yo también hacía lo mismo. Para mi sorpresa, no se sorprendió: le parecía lo más natural del mundo.
En otro tiempo, hubiera pensado que era una señal o un símbolo de algo; ahora, lo interpreté como una coincidencia (bastante improbable, por cierto). Y sin embargo, me ha vuelto a suceder en los últimos días, en talleres diferentes, con una señora de mi edad y con otro muchacho, de unos treinta años. Ambos son lectores de Leila y también se duermen escuchándola, con gusto. “Me encantan su claridad y sus ejemplos”, puntualizó la señora. “Habla de la mirada y ella tiene una mirada que es solo suya”, explicó el más joven.
¿Es lo que dice lo que nos tiene subyugados? ¿Y qué es lo que dice Leila Guerriero? Que para algunos la escritura es un hoyo negro que se lo traga todo, a tal punto que si no nos rendimos a él, nada tiene sentido y el mundo se desintegra. Que cuando escribimos entramos en trance, el tiempo se detiene y caemos en una inconsciencia tensa donde no existen más que las palabras. Que nuestra condena es esa contante migración a una cueva interior, donde se está solo, irremediablemente solo, y donde el consuelo llega -si llega- cuando se ha logrado una buena oración, un buen párrafo. Que el placer que se obtiene -siempre transitorio, siempre mezquino- muchas veces no está en escribir, sino en haber escrito: en liberarse por un momento, y decir “ya está”. Que por eso dedicarse a la escritura no es una mala vida, pero sí puede ser una vida muy mala, pues a menudo a uno lo inundan un vacío y una desesperación que, paradójicamente, solo se calman escribiendo.
¿O es la forma en la que habla? Leila dice todo esto con una impavidez de veterana de guerra, como si hubiera conocido a fondo los peores males de esta actividad en apariencia inofensiva y nos contara no solo que sobrevivió a ellos, sino cómo fue que lo hizo. Y su relato, atravesado de una gravedad incantatoria, de una precisión quirúrgica y hermosa, nos confirma que, pese a todo el daño que conlleva, siempre vale la pena escribir.
Sea cual sea el motivo, me he quedado pensando en cuántas personas seguirán a Leila, hasta el punto de hacerla compañera de su sueño. ¿Existe en el mundo un contingente de escritores trémulos que, además de leerla, se arrullan con su voz porque se sienten comprendidos y como protegidos por sus palabras? ¿Hace lo mismo Leila con esos escritores fetiches a los que constantemente menciona (David Foster Wallace, Lorrie Moore, Idea Vilariño, etc)? ¿Alguna vez todas estas personas se encontrarán, o mejor dicho nos encontraremos, en algún punto? Yo creo que todos, incluida Leila, solo buscamos una cosa: abrazar el nuevo día para tratar de escribir mejor.
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