¿Cómo es posible que una artista que no da conciertos ni entrevistas y vive recluída sea una de las más ricas de Reino Unido?, se preguntaba la revista Vice. La respuesta no es sencilla, pero tiene lógica: Enya siempre ha estado donde tenía que estar y no ha estado donde no tenía que estar. Desde que dejara el grupo familiar de música celta Clannad a principios de los ochenta, solo ha tenido dos colaboradores habituales; su manager y productor Nicki Ryan y su mujer Roma Ryan (que viven a escasos metros de su castillo y a los que ella se refiere siempre como «sus amigos»). Con ellos graba, mezcla y organiza sus apariciones públicas desde hace treinta años. No admite concesiones. Tanto es así, que cuando firmó su primer contrato con Warner, siendo una artista novel, se las ingenió para obtener una claúsula en la que el gigante discográfico le otorgaba libertad creativa total y ninguna fecha límite de entrega. Lo que no se esperaban, quizá, es que una artista de género inclasificable, que bebe del new age, de la música tradicional irlandesa y de los coros medievales, terminara por vender más de 70 millones de copias en todo el mundo.
El caso de Enya, cuya fortuna supera a la de grandes estrellas de la música británica como Ed Sheeran o Chris Martin, es tan único que la prensa llamó a su caso ‘Enyanomics‘, refieriéndose a su capacidad para amasar una importante suma económica sin ceder un ápice de sí misma. «La música es lo que vende, no yo. Y siempre lo he querido así , porque soy extremadamente celosa de mi intimidad. Mucha gente podría pensar que es imposible tener éxito sin una vida pública. Están equivocados», contaba la artista a The Times en 1995, cuando estaba en lo más alto de su carrera. Nunca ha tenido gestos demasiado grandilocuentes: su vida casi siempre ha transcurrido entre su pueblo, Gweedore, donde reside su familia, su estudio, Aigle Records, que fundó junto a Nicki Ryan, y su residencia: un castillo de ocho habitaciones en un pueblo llamado Killiney, el lugar donde la artista vive relcuída de una forma un tanto extravagante.
Lo compró en 1997 por 2 millones y medio de libras y lo llamó ‘Manderley’, un homenaje un tanto perturbador a la mítica (y opresiva) mansión de ‘Rebecca’. Lo reformó de arriba a abajo y, durante una decada, fue instalando en él medidas de seguridad extremas (altos muros, vallas terminadas en punta, puertas de acero, decenas de cámaras de vigilancia y hasta un foso). Un año antes de la compra, en 1996, un fan loco se apuñaló a sí mismo en la puerta del pub que regentan sus padres. Llevaba una foto de la cantante colgada del cuello. Y aunque ella no se ha pronunciado al respecto, ese hecho la convirtió en una obsesa de la seguridad.
En 2005, sin embargo, un ladrón entró a robar en el castillo y, por irónico que pueda sonar, amenazó al ama de llaves de Manderley. Cuando los medios se hicieron eco de la noticia, descubrieron que Enya tiene en su castillo una habitación del pánico, en la que se escondió y desde la que pulsó la alarma que la conecta con la policía.
Enya siempre ha disfrutado de la soledad. Su familia la envió a un convento a estudiar música cuando era una niña y siempre ha vivido sola. «Me asusta el matrimonio. Me da miedo que alguien me quiera solo por quién soy», declaraba en una ocasión. Se desconoce a qué se dedica entre sus escasísimas apariciones públicas. Convive con diez gatos, muy poco servicio doméstico y trabaja de forma disciplinada: acude a su estudio cinco días a la semana, compone en invierno y graba en primavera. Pasea por sus enormes jardines y cuida de las hijas de Nicki y Roma Ryan, de la que es ‘tía adoptiva’. No necesita más.
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