La condesa sangrienta Ilustración de Santiago Caruso |
MUJERES ENCERRADAS
La condesa sangrienta se quedó sin suministros
Considerada la Drácula femenina, la aristócrata húngara a la que se atribuye bañarse en sangre de doncellas fue emparedada en su castillo
Jacinto Antón
20 de abril de 2020
Es tentador decir que la condesa sangrienta se quedó durante su confinamiento sin productos de baño, pero probablemente sería una broma gruesa y además no del todo exacto. La aristócrata húngara Elizabeth Báthory (Nyirbátor, 1560-Csejthe, 1614), también conocida como la Alimaña y la Loba, que son motes como para ir a visitarla, ha pasado a la historia por los horrendos crímenes de que la acusaron y en general se la recuerda sobre todo en la imaginación popular por bañarse en sangre de doncellas para mantenerse joven. Condenada en 1610 al confinamiento para el resto de sus días en su castillo de Csejthe, actual Chactice, Eslovaquia -murió cuatro años después, con el aburrimiento que hoy no nos cuesta nada imaginar-, evidentemente dejó de poder echar mano de las jóvenes con las que daba salida a sus pulsiones criminales. Pero en realidad, aunque nos fascine la imagen de la mujer solazándose en su rojo baño producto del asesinato, no está acreditado que ese fuera uno de los delitos que cometió y por los que la castigaron.
La condesa sangrienta Ilustración de Santiago Caruso |
La inmersión en sangre es de hecho una adherencia posterior a su leyenda, un siglo después de su muerte, que no aparece en las acusaciones de su tiempo ni en los documentos procesales de su caso. Según los testimonios usados en su contra, la noble húngara sería una asesina en serie sádica que torturaba y mataba por placer a las chicas que eran sus víctimas (se llegó a citar la cifra de 650 muertes), pero no había en ello componente vampírico ni cosmético (lo que no empequeñece sus crímenes). No obstante, la imagen, alimentada por el cine y la literatura (Valentine Penrose ha evocado en La condesa sangrienta, que ahora ha reeditado WunderKammer, como nadie a la aristócrata “ordeñando la sangre para recibirla en su estática belleza”), es tan poderosa que resulta igual de imposible sacar a Elizabeth Báthory de su baño de sangre como a Cleopatra del suyo de leche de burra. No sabría decir si bañarse en sangre tiene algún beneficio real; en leche, al parecer sí: no hace falta que sea de burra, ni tampoco verter 300 cartones en la bañera, basta con tres tazas, eso sí, ha de ser leche entera.
Elizabeth o Erzsébet Báthory pertenecía a una de las familias de más añeja nobleza de Europa. Procedían de Suabia, pero la leyenda les suponía descendientes de los míticos siete jefes magiares que llevaron a sus tribus hasta las llanuras húngaras y cuya patria era la bárbara Escitia. Algunos remontaban su origen hasta el mismísimo Atila, significativamente el ancestro que reivindica el conde Drácula en la novela de Bram Stoker. Los destinos de ambos, el conde vampiro y la condesa sangrienta, se han mezclado de manera fértil en la ficción. En Countess Dracula, producción clásica de la Hammer de 1971, por ejemplo, una turgente Ingrid Pitt (sic) era una trasunta de Elizabeth Báthory que sin su baño de sangre devenía una anciana con una fea verruga en la barbilla, a veces en pleno acto amoroso, lo que resultaba un engorro. La aristócrata húngara fue posiblemente una influencia en la creación del escritor irlandés, y ella misma se ha puesto la capa del príncipe de los no muertos adquiriendo connotaciones vampíricas que jamás tuvo en vida. En realidad, el mundo de Drácula, el de los voivodas tardomedievales como Vlad Tepes (Vlad Dracula o Vlad el empalador), es anterior al de Elizabeth Báthory. Curiosamente, en este mundo de influencias y mezclas de sangre (valga la palabra) históricas y literarias, Drácula y Vlad Tepes también han cruzado influencias: el primero adquiriendo carta de nobleza transilvana y el segundo una relación con el vampirismo que tampoco tuvo nunca (y mira que no sería porque no cometió barbaridades el voivoda).
En el linaje de los Báthory, del nombre de su propiedad pero también del húngaro “bátor”, valiente, por un antecesor que habría matado un dragón en los predios familiares de Ecsed, se cuentan grandes y acreditados guerreros, famosos castellanos y palatinos, voivodas y príncipes de Transilvania y hasta un rey de Polonia y Gran Duque de Lituania. El escudo de armas de la familia muestra tres colmillos de dragón de plata sobre fondo rojo y está rodeado por otro dragón que se muerde la cola. Vamos, que quedaría estupendamente en el castillo de Drácula. En la época de Elizabeth Báthory los dientes del blasón habrían pasado a ser de lobo, que no sé yo si no es aún más inquietante.
La condesa siempre manifestó un altivo orgullo por esa herencia, un punto salvaje y tenebrosa, considerando que su linaje, como era lo corriente en la alta aristocracia de la época, la hacía estar por encima de la moral tradicional y la justicia: una mentalidad feudal. Los Báthory no eran gente fácil. En la rama de nuestra condesa, los Ecsed, había una cierta predisposición a la locura -resultado sin duda de tanto matrimonio consanguíneo-, los comportamientos extraños y la violencia (lo normal cuando tus antepasados han ido en primera línea a guerrear desde la batalla de Mohács). Un tío de Elizabeth, István, estaba tan pirado que confundía el verano con el invierno y se hacía llevar en trineo por avenidas cubiertas con arena blanca para simular nieve.
La condesa sangrienta Ilustración de Santiago Caruso |
En su maravilloso libro, que pese a contar con infinidad de datos, hay que leer como creación literaria y para nada como una biografía histórica, Valentine Penrose se deja llevar por la leyenda para aflorar una narración de una arrebatadora belleza siniestra. Se mete en el alma de la condesa (o el espíritu de esta posee a la escritora) convirtiéndose prácticamente en ella y reinventando su carácter y sus crímenes. En manos de Penrose, la historia de la Báthory se reviste de brujería y erotismo, de mandrágoras y perlas, con grandes baños de sangre. La escritora la pone bajo el influyo de la luna y dibuja una aristócrata decadente, narcisista, melancólica y cruel, de monstruosa lascivia, incapaz de culpa o remordimiento, hija de su raza, lesbiana y tremendamente sugerente. Presa de arrebatos de ira desenfrenada, verdaderas crisis de posesión, torturaba a varias chicas a la vez para desfogarse. No le gustaban bajitas. Recoge Penrose el dato de que tenía un espejo con forma humana, para poder pasar largas horas frente a él contemplándose apoyada. Y la describe en su castillo favorito de Csejthe, aquejada de ese esplín tan habitual ahora en nuestra vidas confinadas, “aburrida de forma tremenda”, cambiándose continuamente de vestido. “Ella de terciopelo rojo, ella de blanco, de negro con perlas, ella pintada bajo la gran frente pálida como una raja de fruta blanca y perversa. En el corazón de su cuarto, en el centro de los candelabros, solo ella; ella por siempre inalcanzable y cuyas múltiples facetas no podía reunir en una sola mirada”.
En el cine, Elizabeth Báthory ha tenido rostros tan conocidos como el de Lucía Bosé y el de Paloma Picasso. La primera la encarnó -en puridad a una supuesta descendiente en el siglo XIX- en Ceremonia sangrienta, de Jorge Grau, en la que Espartaco Santoni hacía de marido de la aristócrata convertido en vampiro. La hija de Picasso fue la condesa en Erzsébet Báthory, la tercera historia de los célebres Cuentos inmorales, de Walerian Borowczyk, un ejercicio de estilo con mucha jovencita desnuda a lo Bilitis y con la protagonista dejándose arrancar orgiásticamente por las ninfas el vestido entretejido de perlas antes de bañarse en su espesa sangre (la matanza, a espada, tenía lugar fuera de campo). En The Countess, drama histórico de 2009, se visualizaba la famosa escena canónica de la leyenda en la que al golpear a una criada por peinarla mal la sangre salpica la cara de la condesa y esta descubre que en esa zona la piel se le vuelve más tersa… Otras apariciones de la condesa en pantalla han sido en Báthory (2008), de Juraj Jakubisko, Le rouge aux levres (1970), encarnada por Delphine Seyrig, nada menos, o la rarísima Necrópolis (1970) de Franco Broncani que juntaba a la condesa (la actriz de Warhol Viva), Atila, el monstruo de Frankenstein y Carmelo Bene.
La condesa sangrienta Ilustración de Santiago Caruso |
Los datos biográficos de que disponemos parecen indicar que la condesa sufría desde niña alguna enfermedad, quizá epilepsia y se ha sugerido que el uso tradicional en la época de la ingesta de sangre para tratarla podría haber tenido que ver con la mala fama que adquirió. En su mundo se mezclaban brutalidad y refinamiento, superstición y ciencia. Elizabeth Báthory hablaba húngaro, alemán, latín y griego y disfrutaba de todos los privilegios de su poderosa familia. Desde niña, a los 10 años, acordaron su matrimonio con un miembro de otra familia de raigambre, Ferenc Nádasdy, hijo del barón Tamás Nádasdy de Nádasd et Fogarasföld, cuyo apellido lo dice todo. Se casaron cuando la chica cumplió los 15 y parece que ella había tenido un hijo ilegítimo a los 13. Dado que la familia Báthory era sin embargo de más alta cuna todavía, Elizabeth conservó su apellido. El regalo de bodas de Nádasdy a la novia fue el castillo de Csejhte, en los pequeños Cárpatos, que se convertiría en su lugar favorito, el escenario principal de sus crímenes, y donde sería confinada hasta su muerte con 54 años.
Nádasdy pasaba largas temporadas guerreando como comandante de las fuerzas húngaras contra los turcos y la condesa se dedicaba a administrar las tierras y fincas. La pareja tuvo tres hijas y un hijo, el heredero Paul Nádasdy (nada que ver con Paul Naschy que por cierto enlazaría a su hombre lobo Waldemar Damsky con la condesa sangrienta en El retorno de Walpurgis, de 1973 en el que encarnaría a la Báthory María Silva). El marido murió en 1604 tras 29 años de matrimonio en los que si apreció cosas raras en su mujer se guardó los comentarios para él mismo. Ya antes de la muerte de Nádasdy corrían rumores sobre las actividades de la condesa, no solo en Hungría sino en la corte en Viena. Pero, fueron silenciados en virtud de los grandes servicios de los Báthory y los Nádasdy, y no fue sino en 1610 que se abrió una investigación oficial que reunió declaraciones de más de 300 testigos.
Lo que salió a la luz era tremendo: Elizabeth Báthory llevaba largos años asesinando a jóvenes campesinas que hacía conducir a sus propiedades, especialmente a Csejthe, para emplear como sirvientas. Ayudada por varios cómplices siniestros la condesa, en ataques de rabia, torturaba a sus víctimas propinándoles mordiscos, azotes, quemaduras, cortes, pinchazos con largos alfileres en los pezones, mutilaciones y despellejamientos. Las acusaciones incluían canibalismo y diversas otras perversiones y un grado elevadísimo de sadismo incluso para aquellos tiempos en los que era costumbre maltratar al servicio. Las chicas muertas eran enterradas discretamente en campos y jardines y se las sustituía por carne fresca. A tenor de la documentación, a la aristócrata la pillaron con las manos en la masa por así decirlo, con una joven a medio torturar y otra acabada de fallecer de sus heridas.
Es difícil decir qué había de verdad en todo aquello. En la actualidad hay historiadores que sostienen que fue un montaje para eliminar a un personaje poderoso e influyente, y excesivamente independiente, como era Elizabeth Báthory y apoderarse de sus grandes propiedades. Algunas acusaciones recuerdan a las de los procesos de brujería y no hay duda de que algunos testimonios se lograron bajo tortura. Hay quien sostiene que quizá gestos y comportamientos de la condesa se interpretaron mal. Pero es bastante probable que hubiera algo de base. Se ha sostenido también que Báthory se pasó de la raya al empezar a asesinar a jóvenes de la nobleza rural. Una cosa era matar campesinas y otra a retoños de la gente acomodada. Penrose sugiere que dejó de hacerle efecto la sangre roja y pasó a la azul.
Sea como fuera, el juicio público de una mujer tan poderosa como Elizabeth estaba descartado, como también su ejecución, algo reservado en su clase para las conspiraciones políticas. En primera instancia se pensó internar a la condesa en un convento, pero la gravedad del caso llevó a condenarla a un encierro de por vida en el castillo de Csejhte, su guarida en un espolón de montaña. “Vas a desaparecer de este mundo y no volverás jamás a él”, le comunicaron, con un tono que hoy nos estremece más que nunca. En 1611 se la confinó en una habitación de la que tapiaron con piedras y mortero ventanas y puertas dejando solo una pequeña abertura para pasarle comida. En las cuatro esquinas del castillo se levantaron cuatro cadalsos para señalar que dentro vivía una condenada a muerte. En esa situación extrema, sin posibilidad alguna de desescalada, estuvo hasta el 21 de agosto de 1614, cuando un guardia que se asomó por la rendija la vio muerta. La enterraron en la cripta familiar de los Báthory en Ecsed, pero hoy se desconoce el paradero de su cuerpo.
Elizabeth Báthory, la Jezabel transilvana, nunca pidió perdón, ni mostró arrepentimiento alguno. Esas minucias no iban con ella. Podemos imaginarla en su confinamiento sola y despojada de su cruel y voluptuoso pasatiempo favorito, escuchando con nostalgia los gritos de agonía que todavía parecían resonar en los sótanos del castillo. En la actualidad la fortaleza de Csejhte está en ruinas pero hasta hace poco podía verse en los lavaderos una tina usada, se decía, para la sangre. “Prisionera, escuchaba los ruidos, esos ruidos del frío en el tejado y las almenas, antaño ahogado por las voces y el trajín cotidianos”, escribe Penrose. “A lo lejos, los lobos. Su cuarto seguía siendo el mismo, con los grandes espejos bajo la luz gris de enero. ¿Quién vendría? Oía pisadas de hombres y de caballos en los patios. ¿Tenía sentido todo aquello, todo lo que tal vez iba a desvanecerse como los otros sueños?”. Detrás de los viejos paramentos batidos por el viento debe seguir melancólica la condesa, aguardando vanamente a que alguien le traiga compañía y tenga el detalle de prepararle un baño.
Al principio, su acomodada y prestigiosa familia excusaba la ausencia en sociedad de la joven Blanche diciendo que estaba en un internado en el Reino Unido. Como pasaban los años, el pretexto cambió a que se había mudado a Escocia. 25 años después de que alguien en Poitiers la hubiera visto en público por última vez, el fiscal general de París recibe un anónimo:
"Señor fiscal general: tengo el honor de informarle de un suceso excepcionalmente grave. Me refiero a una mujer soltera que está encerrada en la casa de la señora Monnier, medio muerta de hambre y que ha vivido los últimos 25 años en un lecho putrefacto. En una palabra, en su propia inmundicia". El mensaje choca a las autoridades aquel 23 de marzo de 1901. La familia Monnier disfruta de una excelente reputación. Pero la acusación es tan grave que el comisario jefe de Poitiers manda a tres de sus agentes a visitar la casa, en el número 21 de la calle de la Visitation.A primera vista, las estancias parecen limpias, pero de la segunda planta sale un olor desagradable. Los policías suben las escaleras. La puerta de una estancia, de donde emana el hedor, está cerrada con candado. Lo rompen y acceden a una habitación a oscuras y pestilente. En ella encuentran a una mujer mayor, profundamente demacrada, desnuda y apenas cubierta con una manta roñosa. Un fragmento policial que reproduce el portal Medium detalla así el hallazgo:
"La mujer parecía sufrir una malnutrición extrema. Estaba tumbada, completamente desnuda, en un colchón podrido. La rodeaba una costra de excrementos y restos de comida... Vimos también que había bichos recorriendo la cama de la señorita Monnier. El aire de la habitación era tan irrespirable que nos resultó imposible seguir investigando".
Los agentes rompen las persianas, bajadas y bloqueadas con cadenas. Blanche ve por primera vez la luz del sol en años. Les dice que la han tenido encadenada ese tiempo y que apenas le han dado comida. Pesa apenas 25 kilos. A sus 52 años está tan débil que no puede ni tenerse en pie. En el traslado al hospital menciona que es maravilloso oler el aire fresco. Cómo ha podido sobrevivir, se preguntan los médicos.
Las fotografías de la mujer, ya en la cama del hospital, aparecen publicadas en el periódico L'Illustration unos 40 días después de ser liberada. Su cuerpo es un saco de huesos. Mira con unos ojos casi desorbitados y una oscura melena cubre su cuerpo cadavérico, según uno de los numerosos escritores que se ocuparía de narrar el caso, Pierre Bellemare, obra de algún artista del retoque que pretende ocultar el desnudo.
En el momento del hallazgo, el padre de Blanche ya lleva años muerto. Detienen a la madre, Louise, que no llega a ser juzgada porque muere en prisión poco después. Tan solo un hermano, Marcel, es sometido a juicio. La sala de Poitiers se llena durante meses de un público insaciable de detalles sobre el cruento caso. El abogado de Marcel detalla que su cliente no ha ejercido ningún acto de violencia contra su hermana, que en sentido estricto ni siquiera ha sido secuestrada: "El hecho de cerrar una puerta detrás de alguien que no tiene intención de salir (...) no es un acto constitutivo de delito". Es condenado a 15 meses de prisión por complicidad.
Qué llevó a la familia de Blanche a someterla a tamaño suplicio es un misterio. Antes de su encierro la joven atrae la atención de numerosos pretendientes. Uno de ellos es un abogado protestante e hijo de un republicano. Los Monnier son católicos y monárquicos: el cabeza de familia, Charles-Émile, había perdido su puesto como decano de Letras de la Universidad de Poitiers en 1877, año de una grave crisis política entre republicanos y monárquicos, que se salda con la imposición de los primeros. La inquina hacia ellos es manifiesta entre los Monnier.
La historia impresiona al gran escritor André Gide, que recoge los hechos —cambiando los nombres— ya en la década de los treinta del siglo XX, en su libro La secuestrada de Poitiers. El cineasta Luis Buñuel dirá de esa obra: "Lo atrayente de este libro es cómo, viviendo en un mundo llevado, según dicen, por la razón, aparecen de pronto esos casos de pura irracionalidad que desmienten o rectifican esta asertación".
Amén del libro de Gide y de numerosos otros que abordaron la historia de la joven, una revisitación del caso Monnier de 2019 arroja luz sobre el horror que sufrió la mujer. Según su autor, Gérard Simmat, un neurólogo francés, la familia quiso ocultar la esquizofrenia que padecía la joven y evitar no solo la vergüenza que eso suponía en la cerril sociedad de la época, sino también que fuera ingresada en el hospital de Poitiers, donde no había psiquiátrico. Otros autores de obras anteriores avanzaban que la joven podía parecer anorexia. En el juicio ya se había hecho público que la joven estaba "alienada" mentalmente.
Blanche no salió indemne de tantos años de suplicio. En efecto, presentaba graves problemas psiquiátricos, y los médicos constatan que muestra una conducta coprofílica y exhibicionista. Tras pasar un tiempo hospitalizada en el Hôtel-Dieu de Poitiers, la trasladan a otro centro, en Blois, donde pasará el resto de su vida, 12 años también entre cuatro paredes, pero mejor atendida y viendo la luz del sol.
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