Iris Murdoch
El unicornio
Rafael Narbona
6 de junio de 2014
¿Existe lo imperdonable? ¿Es posible la expiación? Iris Murdoch (Dublín, 1919-1999) aborda el problema de la culpa y la redención en El unicornio, una novela insólita en su producción literaria. Con una trama a medio camino entre Jane Eyre y La abadía de Northanger, Murdoch mezcla folletín y especulación filosófica para alumbrar una novela gótica, con aire de cuento de hadas. En este caso, la institutriz se llama Marian Taylor y no arrastra una infancia desdichada. Solo huye de un fracaso sentimental y anhela vivir una aventura, que le permita deshilvanar las costuras de su existencia rutinaria. Un anuncio le abre las puertas del castillo de Gaze, una mansión victoriana situada en un paisaje desolador, compuesto por pedregales, acantilados y ciénagas. Sin apenas árboles, la presencia de dólmenes y megalitos manifiesta que se trata de una tierra antigua, donde los cultos paganos aún flotan en una incierta memoria colectiva. En el interior del castillo, aguarda Hannah Crean-Smith, una mujer misteriosa que no mantiene ningún contacto con el exterior. En su correspondencia, Marian apunta que es "joven y bella" y que posee "un aire espiritual", casi de vidente. Cerca hay otra mansión, pero no constituye un alivio, pues también está impregnada de soledad y fatalismo.
El unicornio simboliza la inocencia, la pureza, pero también las fuerzas ingobernables de la naturaleza. Hannah es ese unicornio que reúne en el mismo impulso verdad y belleza, lo cual no significa que se haya desprendido de las compulsiones del instinto. De hecho, su belleza se ha enredado con la pasión y la violencia, transformándose en una prisionera. Su vida parece un sueño, pero sin la expectativa del despertar. Irish Murdoch utiliza el diálogo para insertar en la novela la plática filosófica de origen órfico-pla- tónica.
Hannah entiende que el amor no es un sentimiento, sino la matriz del cosmos. Dios creó el universo para amar y ser amado. Hannah amó y pecó. Su soledad es su penitencia, pero su yugo es suave y su carga ligera. Su dolor se parece al de Cristo, pues renuncia al placer y al amor para que otros puedan soportar el peso de sus imperfecciones. Marian opina que vivir de ese modo es "malsano y antinatural". De hecho, Hannah es una especie de Circe o Penélope, esperando una dicha que se aplaza o saboreando un placer efímero. Sus pecados no son imperdonables, pero su expiación no acabará jamás.
Sin la maestría narrativa de Irish Murdoch, prolífica, ocurrente y sin miedo a los tabúes, El unicornio podría ser una novela rocambolesca e inverosímil, con petulantes excursos filosóficos. Sin embargo, la narración avanza con credibilidad e ingenio, sorteando las trampas de una trama expuesta al ridículo y la pedantería. Solo un malabarista, con un notable dominio del oficio de contar, puede seducir y persuadir con unos mimbres tan escurridizos. Murdoch no logra ser tan profunda y lírica como Marguerite Yourcenar y se queda muy lejos de Michel Tournier, pero El unicornio es una novela brillante, que apasiona y a ratos estremece. Sus personajes no encajan en un canon realista, pero su estilización no les resta credibilidad ni intensidad dramática. Sus conflictos reflejan la complejidad de la naturaleza humana, cuya sed de absoluto naufraga ante una realidad con una insalvable deficiencia ontológica.
El unicornio puede leerse como una novela de amor, sacrificio e intriga. También puede abordarse como una fábula moral sobre el perdón o, más exactamente, sobre la transferencia de la culpa. Sus páginas admiten otros recorridos, que incluyen las conjeturas filosóficas, el simple misterio y la contemplación estética. Sobran razones para leer El unicornio. Es un libro raro, atípico, heterodoxo, que juega con los géneros y con el lector, sin ofender a su inteligencia. Iris Murdoch es algo más que literatura. Es un chorro de creatividad que nunca se cansa de hilar ficciones y ensayos, asombrándonos con su capacidad de inventar escenarios y personajes.
La novela no esconde su deuda con Platón, pero después de terminarlo he sentido que el bien y la belleza, lejos de fundirse, se repelen violentamente. La buena literatura siempre deja un rastro de paradojas y la pequeña súplica de no caer en la tentación de resolverlas.
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