Robert McKee
Lo recordé hace unas semanas, en una conversación con el cineasta Daniel Rodríguez, quien también siguió un curso con él. Yo hice lo mismo en octubre del 2009, en el Auditorio Belgrano, en Buenos Aires. Me refiero a Robert McKee, el papa de los guionistas y el amo de los talleres vertiginosos. Su libro El Guión es considerado como la biblia en las escuelas de cine, les cuento. Y verlo a McKee dictando su seminario de treinta y seis horas, qué quieren que les diga, es un espectáculo aparte. El tipo solo hace pausas para tomar una infusión.
Si no me falla la memoria, vestía una chompa naranja, y los puños de su camisa le chorreaban a la altura de las muñecas. Enfundaba unos pantalones negros y en uno de sus bolsillos traseros guardaba el micrófono portátil. Para caminar cómodamente por el escenario, lucía unas zapatillas blancas. Sobre una silla alta reposaban sus apuntes, como si se tratasen de una partitura.
“No se puede trabajar en este negocio (del cine) sin haber leído mi libro”, dijo apenas arrancando, sin ninguna modestia, este ex actor y ex director de teatro, que odia ir al cine y que disfruta mucho echando a la gente de sus cursos.
El auditorio estaba atiborrado. Seríamos unas setecientas personas. La mayoría vinculada al mundo del cine y del teatro y de la actuación. Otro tanto eran escritores, periodistas y qué sé yo. El silencio era sepulcral, recuerdo. La gente lo escuchaba ávidamente. Y les confieso que pocas veces he visto a un orador tan eficiente y efectista como McKee.
“¿Qué hace que una película tenga piernas? Que sea culturalmente específica, que tenga un punto de vista local. Que enseñe algo nuevo. Que nos haga reír de algo de lo que no habíamos reído antes. Que sea universalmente humana. Que sea auténtica”, dijo el gurú hollywoodense. “Lo más importante es contar, y contar de una manera bella. Y eso es sumamente difícil”, añadió.
Ahora, si me preguntan, lo más divertido era cuando se salía del tema, como para darle un aire al público, arrancarle una sonrisa y desinflar el agotamiento. “Canadá no es un país de verdad. ¿Qué mierda es Canadá?”. “En Manhattan, cuando llueve, desaparecen los taxis”. “”Mis conciudadanos son muy trabajadores, pero ignorantes y estúpidos”. “Las mejores personas salen de familias disfuncionales, hay otros que salen como George Bush”. “¿Han visto a Bugs Bunny? ¿No les parece que se disfraza demasiado de mujer?”. “Los ambientalistas creen que sus películas solo pueden ser verdes”. “Este país (Argentina) está lleno de italianos. Tiene que haber mafia”. “Los peores crímenes los cometen los gobiernos”. “¿No hay alguien que trabaje en la oficina de Spielberg, y le diga: Steve, esto no va?”
En opinión de Robert McKee, el guionista debe saber que, cuando escribe una historia, está buscando una metáfora. “La verdad no es lo que ocurre, sino el por qué y cómo pasan las cosas. La verdad está en la interpretación”, sentenció.
Al repasar mi cuaderno de anotaciones me encuentro con una serie de frases desordenadas regurgitadas por este maestro parlanchín. “Los más memorables momentos del cine son los silencios”. “El diálogo es acción”. “Cuando nos bloqueamos, hay que ir a la biblioteca; el talento no desaparece, pero hay que alimentarlo; hay que leer; hay que hacer investigación”. “La gente que no lee, no puede escribir”. “¿Por qué reaccionamos distinto ante un cuerpo muerto que ante una lectura sobre la muerte? Porque en la vida las emociones y las ideas vienen por separado. La muerte es el signo de puntuación de la vida”. “Los escritores son peligrosos porque expresan ideas con emociones. Por eso el poder nos percibe como peligrosos. Las ideas no son temidas por el poder. Lo que atemoriza es la emoción. Y cuando la emoción llega a la calle, la cosa cambia”. “Nuestra única responsabilidad como escritores es contar la verdad”. “Crean en lo que hagan, en lo que escriban. La verdad no destruye”. “Un escritor tiene que ser escéptico”. “Si escriben algo que no ofende a nadie, que no suscita reacciones, ¿qué mierda han escrito?”. “Ser escritor toma diez años de fracaso y diez obras que nadie valorará. Y encima hay que ser afortunados”.
Grande, McKee.
Publicado en La República. Columna El ojo de Mordor.
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