Cristina Peri Rossi |
Cristina Peri Rossi
BERLÍN
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Tuve el privilegio y la gran suerte de vivir en Berlín (a pesar de no saber ni una palabra de alemán ni de inglés, pues yo sólo conozco las lenguas latinas). Para mí fue una experiencia realmente emocionante porque encontré en Berlín muchas cosas que creía perdidas al haberme ido de Montevideo. Sobre todo, el tipo de gente que vivía entonces en Berlín. En esa época, cuando existía el muro, no existía servicio militar si se residía en Berlín. Entonces, todo los chicos jóvenes contestatarios que no estaban de acuerdo con el sistema de servicio militar, la juventud que se podía pensar que era heredera de los ideales de la modernidad y del año 68, estaba en Berlín. Para mí fue una experiencia muy rica, de la cual salió, además, un libro de poemas que se llama "Europa después de la lluvia" y parte de mi novela "La nave de los locos".
Cristina Peri Rossi / El amor es una droga
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En Europa después de la lluvia la unidad es de visión: la mirada melancólica sobre Europa, especialmente sobre una ciudad, Berlín, en la época del muro. Es la mirada de una extranjera, es decir, de alguien separado, no integrado. El libro surgió durante mi estancia en Berlín, en 1980, gracias a la invitación de la Deustche Akademmischer Aussensdienst, una invitación muy generosa, que permite residir en Berlín y escribir (o no: es una elección personal) de forma subvencionada. Yo, que era una exiliada en Barcelona, me enamoré de la ciudad de Berlín. Era una ciudad simbólica, onírica: dividida en dos por un muro, como ocurre en los sueños repetitivos, donde un obstáculo impide siempre el goce. Apollinaire, que había visitado la ciudad durante la Primera Guerra Mundial, escribió que ya entonces Berlín era la ciudad más triste del mundo. A mí no me pareció triste, sino melancólica, romántica (en el sentido estético del término; no podemos olvidar, además, que el romanticismo, como sensibilidad, surgió precisamente en Alemania) y profundamente lírica. No conocía la lengua, pero podía comunicarme con el paisaje, con sus íntimas cafeterías, con su silencio sólo cortado por el sonido tintineante del agua. La armonía de la ciudad me fascinaba. Alguien me contó, entonces, que la ciudad había sido reconstruida, después de los horribles bombardeos, por las mujeres. En efecto: la ciudad había quedado sin hombres, a causa de la guerra, y las mujeres levantaron con sus propias manos una ciudad a la medida de los seres humanos: los edificios no tienen más de tres plantas, hay una plaza llena de árboles en cada esquina; y en invierno, en los jardines de Charlottenburg, los empleados del Ayuntamiento colocan semilleros en los árboles, para que los mirlos y los demás pájaros no mueran de hambre. Además, Berlín no era una ciudad industrial, y eso me resultó completamente gratificante. Por las ciudades industriales no se puede pasear, ni salir a caminar: están hechas para los medios de transporte, no para los peatones. Y yo soy una peatona vocacional. Alguien dijo (ya no recuerdo quién) que las ciudades son estados de ánimo. Años después, me di cuenta de que yo había conseguido con Europa después de la lluvia la melancolía de la ciudad, atrapar su lirismo, su romanticismo.
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