Peter Beard Francis Bacon |
Salvador Dalí decía de él que era la reencarnación de su hermano muerto, Karen Blixen, alias Isak Dinesen y célebre autora de ‘Memorias de África’, aceptó recibirle cuando apenas veía a nadie porque le recordaba a Denys Finch-Hatton, el gran amor de su vida. Fue amigo de Andy Warhol, Truman Capote y Francis Bacon, descubrió a la modelo Iman, cumplió condena en África, fotografió animales salvajes, modelos y artistas famosos, y una elefanta estuvo a punto de matarlo.
Fue fotógrafo, pero también creador compulsivo de maravillosos diarios, libros de artista únicos a modo de collages que intervenía con sangre de animales y con la suya propia. Guapo, encantador, y de familia rica, alguien lo definió una vez como mitad Lord Byron y mitad Tarzán. Peter Beard ha muerto a los 82 años, solo y perdido en un bosque cercano a su casa de Long Island, tras estar 19 días desaparecido. Un final con tintes poéticos que lo ha devuelto al lugar que tanto marcó su vida y su obra: la naturaleza.
Lo que diferencia a Peter Beard del resto del ejército mecanizado de fotógrafos que rugen y hace fotos a lo largo y ancho de África es lo mismo que diferencia al capitán Ahab del resto de capitanes de barco: un toque de locura.
Son palabras del escritor Owen Edwards en el prólogo del libro de casi 800 páginas que la editorial Taschen publicó recogiendo el extenso y personalísimo trabajo de Beard. Unas páginas que recogen la vida de un hombre libre y aventurero, muy al estilo del protagonista de ‘Memorias de África’, novela que devoró en un viaje al continente negro y que le marcó para siempre.
Muchos dirán, y no les falta razón, que es muy fácil ser libre y hacer lo que a uno le viene en gana cuando, como Beard, naces en el seno de una de las familias más ricas del país. Y es que Beard, como él mismo contaba, se movió desde muy pequeño en un entorno privilegiado.
Mi bisabuelo tenía una casa de 50 habitaciones en Minnesota, con una enorme galería de arte dentro. Allí convivían, pared con pared, lienzos de Corot, Rousseau, Courbet, Daumier y Delacroix. Algunos de ellos acabaron en las paredes del apartamento de Manhattan donde yo crecí.
Empecé a hacer fotos muy pronto. Le hice una a nuestro perro, Carbón, saltando tras un urogallo ganó el primer premio del concurso de la escuela a la que yo asistía. En realidad, el pájaro estaba disecado, pero nadie lo hubiera adivinado: lo puse sobre la repisa de una ventana para que el tablero en el que se sostenía no se viera. Mi amigo Michael Rockefeller y yo ganamos el primer premio. Su padre, Nelson, futuro gobernador del estado y vicepresidente del gobierno, fue el que nos puso las medallas en día de nuestra graduación.
Lo que más me gustaba pintar eran piratas y caníbales. El pobre Michael se encontró con algunos de estos últimos en 1961, en un viaje a Nueva Guinea en el que buscaba objetos de arte e investigaba a los Asmat, una tribu que vivía como en la Edad de Piedra. Habíamos quedado en encontrarnos en algún lugar de África justo en la época en que lo capturaron y se lo comieron.
La foto de Carbón la hice con una Voightlander. Mi abuela me la dio cuando mis padres se negaron a comprarme una cámara, pensando que acabaría rompiéndola. Era una gran mujer; era abogada y me hacía mis deberes de latín.
Mi primer diario lo hice cuando tenía unos 10 años. Estaba en casa de los padres de un amigo en Carolina del Sur, y empecé a arrancar pelos de las colas de los caballos que allí había y a pegarlos en una pequeña libreta. Más tarde, mi padre compró una casa cerca de allí, en Yemassee, a unas 55 millas de Savannah. Había un gran pantano en la parte de atrás donde disparaba pequeños cocodrilos, escarabajos, polillas, plumas, huesos, algas. Barro. Sangre. Cualquier cosa era fantástica.
Después de pasar por todos los colegios a los que fue mi padre (no había punto de discusión, mi familia decidió que tenía que ser así), hice mi primer viaje a África. Fue el verano de 1955. Acompañe a un inglés llamado Quentin Keynes, que resultó ser el bisnieto de Charles Darwin. Empezamos por Sudáfrica, donde filmamos a rinocerontes blancos y negros en varios parques. De ahí fuimos en tren hacia lo que hoy en día es Botsuana, y después a Gorogonza Park, al este del continente, para luego pasar por Madagascar y Kenia.
En Gorogonza me atacó un rinoceronte herido al que estaba intentando fotografiar y estuve a punto de morir. Me persiguió hasta un árbol y rompió las ramas más bajas que estaban llenas de espinas. Fui con la Voigtlander, e hice otras fotos que luego se incluyeron en el libro ‘The End of the Game’: la del elefante intentado alcanzar la rama más alta, la del león mirando furioso entre la maleza con los ojos inyectados en sangre, la del hipopótamo manchado de sangre…
La mayoría de las fotos que hice en aquella primera época fueron fruto de la suerte o del azar. Y siempre confío en que pase algún buen imprevisto. A veces, no hay nada mejor que hacer un mal cálculo de la exposición. Hacer fotos es como coleccionar piedras, que es algo que también me gusta mucho. Se ven mucho mejor cuando están mojadas, húmedas… parecen tener muchos colores y caen de una forma caótica.
Me enviaron a Yale a estudiar Medicina, pero enseguida me di cuenta de que la enfermedad de verdad éramos los seres humanos, así que empecé a estudiar arte. Hice cursos de color con Josef Albers, Neil Welliver y Al Katz, pero fueron Richard Lindber y Francis Bacon los que realmente me enseñaron lo que era el arte.
No pasó mucho tiempo hasta que Beard sintió la necesidad de volver a África, y este segundo viaje fue quizá el que más le marcó. En él nació su pasión por ‘Memorias de África’, una novela que bien podría haber protagonizado, y por su autora, Karen Blixen, a la que tras mucho insistir consiguió conocer y visitar en su casa de Dinamarca.
Mi segundo viaje a África, lo hice en barco, con un amigo, y durante la travesía devoré ‘Memorias de África’, de Karen Blixen. No podía dejar de subrayar un pasaje sí y otro también. Surgió en mí el deseo de seguir los pasos de Karen en África. Poco después de llegar a Nairobi, conocí a una mujer llamada Ruth Hales que había trabajado para ella (¡otro feliz accidente!) y me prometió presentarme a un montón de gente.
Así conocí a un par de cazadores profesionales que se dedicaban al control de las especies. Mataban búfalos, leones, cebras y rinocerontes. Yo también maté algunos.
Poco después conocí a Karen. Me la presentó un amigo suyo, Jerome Hills. Ella aceptó que nos conociéramos en diciembre de 1961, en su casa de Dinamarca, cerca de Copenhague. Su criada de toda la vida, Clara Svendsen me hizo esperar en el minúsculo hall de la entrada y me dijo que la baronesa bajaría enseguida. No había ni una silla donde sentarse, solo una placa en la pared que decía que el gran poeta Ewald había vivido allí a finales del siglo XVIII. No sabía qué hacer, estuve unos cinco minutos paseando inquieto por la habitación. De repente me fijé en un ojo que me miraba, con un marcado delineado negro, a través del minúsculo hueco de la puerta del salón, que estaba entreabierta. ¡Y entonces me di cuenta de que me había hecho esperar allí para espiarme!
Lo de que solo comía ostras y uvas era pura leyenda. Comimos pollo. Después la fotografié con una Exacta, una lente de 150 milímetros. Estaba sentada, parpadeando sin parar todo el tiempo. Fuimos a la habitación donde escribía, allí tenía su famosa máquina de escribir y una colección de objetos Masai traídos por su hermano Thomas. Le hice unas fotos posando con ellos. Llevaba un cuello de cisne negro. Gasté dos carretes con ella. Clara Svendsen me había advertido de que, normalmente, la baronesa no aceptaba visitas de nadie que tuviera una conexión con África porque los recuerdos le resultaban demasiado dolorosos. Luego me dijo que creía que había aceptado verme porque le recordaba a Denys Finch Hatton, el gran amor de su vida.
Seis meses después volví a visitarla tras haber hecho otro viaje a África. Era verano y posó para mí en la hierba, llevando un cuello de cisne más ligero. Fueron las últimas fotos que se le hicieron en el exterior. En un momento de la sesión se quitó un pequeño broche en forma de elefante que llevaba en el pequeño gorro de lana que llevaba puesto y me lo dio. Aquel broche se derritió en el fuego que devoró mi granero de Montauk, Long Island, en 1977.
Recuerdo que le pedí que me copiara a mano en mis fotos de África algunas de las frases más memorables de ‘Memorias de África’. Después le entregué varios libros para que los firmara. Los firmó todos excepto uno también titulado ‘Memorias de África’ pero que estaba escrito por un tal Fremont. Le dije que lo firmara de todos modos, que sería gracioso. Pero se negó en redondo. «Yo no he escrito eso», me dijo.
Le enseñé las fotos que le hice durante nuestro primer encuentro, en diciembre. Quería saber si le gustaban. Se lo pregunté porque pensaba que eran muy buenas. Me dijo que no le gustaban nada, pero que a nadie le gustaban nunca sus propias fotos. Me dijo que pensaba que Richard Avedon se había pasado de la raya haciéndola parecer una vieja tortuga.
15 años después, me encontré con Avedon cerca de mi casa, en Montauk y me preguntó si quería que me regalara algo. Le pedí los contactos de la sesión que le hizo a Karen. Por lo único que las quería era porque en aquella sesión llevaba el broche del elefante que me había regalado ella. Él me envió las fotos, pero no las había pasado por el fijador, así que seis meses después ya no tenía nada, las imágenes se habían volatilizado.
Karen murió en 1962. Siempre he pensado que la gente que muere es realmente libre. Cuando nos despedimos por última vez, me dio una carta de presentación para su antiguo mayordomo, Kamante. Él vivía a las afueras de Nairobi, con su mujer. Lo visité poco después de la muerte de Karen. Todo lo que me contó coincidía con la historia del libro: cuánto la querían, que se desvivían por ella, que podían contar con ella… Me dijo que le pegó una vez, «yo puedo presumir de que la mano de Karen Blixen me golpeó», por retrasarse con la cena que preparaba para sus invitados.
Su amor por África, como el de Blixen, fue también controvertido. Partidario de la caza controlada para evitar que la sobrepoblación animal acabara con el ecosistema en el que habitaba, Beard se enfrentó por igual a cazadores furtivos y a animalistas. Mientras, seguía creando diarios de forma compulsiva, mezclando inquietud artística, reivindicación, juego, inspiración y sangre.
Siempre me ha gustado la sangre. Todos piensan que soy un enfermo, pero la cosa es que la sangre es mejor que cualquier tinta o pintura.
Su obra es su reacción ante lo que ve: extranjeros a veces bienintencionados que son un peligro para la vida salvaje y una población africana con índices de natalidad altísimos cuya única preocupación parece ser ganar la alocada carrera por ponerse a la altura del progreso europeo y americano.
El mundo salvaje ha muerto, y con él se va mucho más de lo que podemos creer o predecir. Sufriremos por ello.
Los elefantes son para él la perfecta metáfora de toda esta destrucción. Beard fue testigo de cómo miles de ellos murieron tras destruir su propio hábitat y agotar todos los recursos naturales. Con ellos logró algunas de sus imágenes más cautivadoras e impactantes. Son vistas aéreas de miles de ellos migrando, y también miles de ellos muertos de hambre y sed.
Estas fotos echaron por tierra las teorías de los ambientalistas que apuntaba a que los elefantes estaban sucumbiendo a la caza furtiva, y que acabando con esa caza la población de paquidermos se recuperaría. En las imágenes los elefantes parecen correr, incluso sonreír, cuando lo cierto es que se comieron cuanto encontraban a su paso hasta convertirlo todo en polvo. Para Beard, la única manera de salvarlos, una vez que sus territorios se habían visto disminuidos, era sacrificarlos. Y esto no era lo que los defensores de los parques nacionales y los donantes de las organizaciones protectoras africanas querían oír.
Pasé mucho tiempo con los elefantes. En esta foto se ve una manada de unos 300 o 400 elefantes. Eran como una aspiradora. Comían todo lo que encontraban en su camino. En Tsavo murieron unos 35.000. Estuve allí haciendo fotos ilegalmente. Tengo las únicas fotos que hay de los cadáveres de los elefantes.
Que las fotos se tomaran desde el aire fue una casualidad. Beard tuvo que subirse a una avioneta para hacer las fotos porque los responsables de las reservas le habían prohibido la entrada a sus territorios. El fotógrafo amaba y odiaba a aquellos animales por igual.
La gente pensaba que yo amaba a los elefantes, cuando, en realidad, lo que me preocupaba era cómo se estaban autodestruyendo.
Durante mi vida en África, trabajé mucho tiempo con los servicios de conservación de la vida salvaje. Estudiábamos las dinámicas de las diferentes poblaciones de animales en relación con la sostenibilidad del ecosistema. Lo hacíamos tomando pequeñas muestras biométricas. Ahí descubrimos, por ejemplo, que todos y cada uno de los elefantes adultos de entre 13 y 14 años tenían enfermedades del corazón relacionadas con el estrés.
También pasé una temporada en la cárcel. Un guía que trabajaba para mí y que tenía el mejor olfato que he visto jamás, encontró el cadáver de un suni, una especie de antílope enano, del tamaño de un conejo, en una trampa que había cerca de nuestras tiendas. El guía esperó oculto cerca de la trampa hasta que apareció el cazador furtivo que venía a por su presa. Le pedimos que nos dijera dónde estaban el resto de trampas, pero él se negó. Entonces le pegué un puñetazo en la barbilla. Fue como pegarle a una pared de ladrillo. Liberé al suni de la trampa y enganché al furtivo en ella. Casualmente, alguien apareció después y lo liberó. Lo llevó a comisaría y le acusaron de invadir una propiedad privada (la mía) y de caza furtiva. Esto fue en 1968.
Pero año y medio después, el sistema policial se africanizó y emitieron una orden de arresto contra mí por asalto y agresión. El juicio duró una semana y me sentenciaron a año y medio de cárcel y a ser golpeado 12 veces con una caña en mi trasero desnudo. Me llevaron al calabozo que estaba en los sótanos del juzgado y de ahí a la infame prisión de Kamiti, a las afueras de Nairobi. Yo era el preso #41632.
Beard, en el fondo, no fue un fotógrafo al uso. Él mismo despreciaba ese mundo, y no porque rehuyera en general el contacto con la gente, ni mucho menos; era un hombre de gran magnetismo que se movía con igual naturalidad en la selva africana y en las fiestas más famosas de la élite artística y social neoyorquina. Lo que no le gustaba era toda la «parafernalia» fotográfica de un mundo, según él mismo decía, «demasiado preocupado por las Nikons, las Leicas, la tecnología, los tiempos, el acceso, los accidentes, la psicología, la perseverancia, las meras coincidencias y el sentido común».
Muchas veces, sus imágenes no eran más que material para alimentar sus collages, su verdadera gran pasión. Beard era un artista visual con una imperiosa necesidad de expresarse, más que con su cámara, con sus propias manos. La cámara acabó siendo una herramienta para crear unos objetos, las fotos, que luego él recortaba, pegaba, combinaba, reescribía y manchaba en sangre y pintura.
La libertad de la que hizo su forma de vida cobra su máxima expresión en sus diarios de artista, unos cuadernos únicos y personales en los que, a través del collage, él compone y dirige, denuncia contradicciones, une y separa mundos con imágenes, cose imágenes y dibujos con arrebatos de escritura compulsiva. Beard crea y provoca un mundo de imprevistos, accidentes y pequeños misterios, aderezado de furia sangrienta y borrachera creativa. Sus cuadernos son el testimonio críptico, excesivo y colorista de un mundo que se agota.
Le gustaba decir que sus diarios eran como un compost, con capas retroalimentándose y autotransformándose, en algo arquetípicamente kitsch. Tal y como sucede con el compost, la vida continua, se reinventa y transforma bajo capas, en su caso, de sedimento visual y también, por qué no, conceptual.
Estoy encantado de haber malgastado mi vida documentando cosas sin ningún tipo de propósito.
Decía esa frase con una sonrisa seductora y desafiante. Beard aparentaba ignorar a los documentalistas sesudos y profundos de los años 60, la época en que él creo gran parte de su obra. Para él eran esclavos del exceso de propósito, del compromiso sofocante de lo que miraban y de cómo lo miraban. Pero en él, le gustara o no, siempre hubo un propósito. Quizá diferente, quizá más rebelde, pero su trabajo muestra a alguien ansioso por ver más, por mostrar (y demostrar) más, por atrapar más momentos inesperados, por crear más conexiones y por poner sobre la mesa causas y efectos. Porque mientras tanto, y ante sus propios ojos, el cambio (y la desidia de unos y otros) lo devora todo.
Mi primer gran trabajo como fotógrafo de moda lo hice para Vogue, en junio de 1963. 14 páginas con Veruschka y mi novia de entonces, Astrid Heeren, en una granja de caballos árabes que había en Illinois. A Veruschka ya la había fotografiado un año antes en Coney Island. Fueron sus primeras fotos. En Illinois la fotografié dando saltos mientras un caballo brincaba a su alrededor de forma que había momentos en los que las cuatro patas del animal estaban suspendidas en el aire. Me recordaba al experimento de Eardweard Muybridge, aquel en el que hizo fotos a un caballo corriendo para probar que había momentos en los que ninguna de las cuatro patas tocaba el suelo.
Poco después, el fotoperiodista David Douglas Duncan vino a las oficinas de Vogue y no paró de hablar se las fotos de Veruschka con el caballo. Me dijo que le encantaba que yo hubiera sido capaz de llevar tanta acción a la fotografía de moda. Después de mucho persuadirle, conseguí que me prometiera presentarme a su amigo Pablo Picasso.
Quien busque glamour, sutileza y poesía en las fotografías de moda de Peter Beard no las encontrará. Sus imágenes son explicitas, salvajes y tremendamente directas. Era un buen retratista, incluso un buen documentalista, algunas de las fotos que hizo a miembros de tribus africanas así lo atestiguan. Pero la fotografía de moda no es lo mejor de su obra, ni mucho menos. Quizá solo fuera una forma de relacionarse con mujeres hermosas.
Beard, con su planta y vida de aventurero, su forma de pasearse por Nueva York con sandalias africanas (dicen que incluso lo hacía en invierno), su sonrisa de poster y su voz profunda, tuvo numerosas relaciones con mujeres. Muchas de ellas fueron modelos, otras miembros de la alta sociedad neoyorquina como Lee Radziwill (hermana de Jacqueline Kennedy) y la propia Jackie, a la que le unió una gran amistad.
Cuentan que ésta, estando casada ya con Aristóteles Onassis, invitó a Beard al yate del armador y este le apostó 2.000 dólares a que aguantaba 4 minutos bajo el agua. Y lo hizo. Aguantó 4 minutos y 10 segundos. Beard visitó ese yate varias veces, en las que convivió con Onassis y los dos hijos del asesinado presidente John Kennedy.
Sin embargo, más curiosas y artísticamente interesantes fueron sus amistades con pintores como Salvador Dalí y Francis Bacon, a los que fascinó y consiguió retratar en la intimidad. A Dalí no era difícil hacerle posar, le encantaba que le hicieran fotos; no así a Bacon, al que Beard fue el único en fotografiar mientras trabajaba en su estudio de Londres.
Conocer a Salvador Dalí fue emocionante. Él era el perfecto hombre de su tiempo. Insistía una y otra vez en que yo era la reencarnación de su hermano muerto. Decía que yo era su viva imagen y que se había valido de mi cara para pintar su retrato. A la gente le gusta pensar que Dalí era un loco. Pero creedme, no estaba loco, para nada, solo era un hombre en constante estado de inspiración.
Le gustaba hojear mis diarios. Solía decir, «Señor Bird (él me llamaba así), la clave está en la cantidad». Y años antes de que yo probara cualquier sustancia estimulante, en 1963-64, después de una de nuestras sesiones de fotos, cuando salíamos de nuestra limusina en Saint Regis, me dijo: «Si alguna vez toma usted drogas, señor Bird, no se lo diga a nadie». No supe muy bien qué quería decirme con aquello.
Otro día, cuando un tipo se le acercó para certificar que la pintura que había comprado era un auténtico Dalí, él la miró y dijo: «Es demasiado buena, cuando son tan buenas nunca son mías». Y eso me encantó.
A Dalí lo conocí a través de Mary Hemingway. Visité lo poco que no conocía de áfrica con ella. En su apartamento de Nueva York me encontré un día a Ava Gardner. A Ava se le rompió un vaso de vino y se hizo un corte en la mano. No se me ocurrió otra cosa que coger uno de mis diarios y hacer que su sangre goteara en dos de sus páginas.
A Francis Bacon lo conocí la inauguración de una de sus exposiciones en la Marlborough Gallery de Londres. Él estaba en un grupo de anfitriones que iban saludando a los invitados. Yo le día la mano y simplemente dije: «Hola, soy Peter Beard». Y él me contestó: «Sé quién eres». Tuve la suerte de que él acababa de comprar mi libro ‘The End of the Game’ y que se había sentido muy identificado con los elefantes.
Enseguida me invitó a ir a su estudio. Llegamos y tenía un montón de mis fotos de animales esparcidas por el suelo, salpicadas de gotas de pintura de sus cuadros. El lugar parecía un montón de compost. Tenía catálogos de su trabajo pegados en la pared. Decía que cuando les daba el sol hacía que sus viejas pinturas parecieran nuevas.
Una de las veces que lo visité estaba trabajando en el panel central de un tríptico titilado ‘Sweeney Agonistes’, la escena de un asesinato en el compartimento de un tren. Yo llevaba mi Polaroid conmigo e hice algunas fotos. Más tarde me contó que ver esas polaroids le había dado nuevas ideas cobre los colores y las formas. Soy la única persona a la que Bacon dejó que fotografiara sus trabajos cuando todavía estaban sin terminar.
Hice fotos de una pintura suya llamada ‘The Last Man on Earth’, que él mismo destruyó esa misma noche. Llegó a casa borracho y pintó encima de ella. Así que tengo las únicas imágenes que existen de esa pintura antes de que él se la cargara, con él al fondo, apoyado en la puerta, y sosteniendo furioso un pincel.
Bacon me pintó varias veces entre 1975 y 1978, me hizo cuatro trípticos y algunas pinturas sueltas. Nadie posaba para Bacon, lo hizo solo basándose en fotografías y porque me conocía.
Conocí a Truman Capote cuando Jan Wenner nos encargó cubrir la gira de los Stones de 1972 para la revista Rolling Stone. Empezamos en Kansas City, y nos alojamos en el mismo hotel en el que Truman se alojó cuando investigaba para escribir ‘A sangre fría’.
En algún lugar de Illinois vimos una pintura primitiva americana. Era una escena en la que una oscura tormenta se acercaba a unos granjeros que estaban recolectando la cosecha. Se titulaba ‘It shall soon be there’ (‘Pronto estará ahí’). Y Truman dijo: «Ahí tienes el título para nuestro reportaje». Era bastante apropiado porque, si lo piensas, todos los estados por donde iban a pasar estaban ansiosos de que llegaran.
El título del reportaje fue lo único que se le ocurrió a Truman, no aportó nada más. Solo decía: «Frank Sinatra es un artista, los Stones son meros animadores». Bueno, se equivocó. El público le aplaudía y vitoreaba cuando salía del backstage, y él siempre se quejaba: «Solo me conocen por el show de Johnny Carson, no han leído ninguno de mis libros«. Empezó a beber tumbado, con varias pastillas formando una línea sobre su tripa.
Durante la gira, la revista ‘Life’ nos encargó hacer un reportaje de la prisión de San Quintín, con fotos de Truman en el corredor de la muerte. Fuimos los primeros en tener acceso después del intento de fuga y posterior muerte de seis prisioneros. Entrevistamos a Bobby Beausoleil, miembro de la familia Manson, y a otros reclusos del corredor. Me dieron total acceso a la prisión: incluso me dejaron hacer fotos de los registros médicos (quemaduras, automutilaciones, cortes en las muñecas…).
Y ahí estaba yo, en la prisión de San Quintín tras haber pasado por la de Nairobi. Me saqué una foto en la cámara de gas donde habían ejecutado a 134 personas, tres de ellas, mujeres.
Después de aquello, Truman se unió a la troupe de Warhol, empezó a frecuentar ‘The Factory’ (el estudio de arte de Warhol), se hizo un estiramiento facial, se desmadró y murió.
La muerte fue algo con lo que Beard convivió de cerca en África. Pero ya de niño sintió cierta fascinación por ella. Solía contar que un día, cuando volvía a casa de la escuela, vio cómo un camión atropellaba a un chico que iba en bici y su cabeza salía rodando calle abajo. Su madre le gritaba para que entrara en casa, pero él se quedó allí, mirando, atrapado por lo que le gustaba definir como «la primera escena del crimen que veía en mi vida».
Muchos años después, ya con 58 años, él mismo estuvo a punto de morir tras sufrir el ataque de una elefanta furiosa.
El 9 de septiembre de 1996 fui atacado por una elefanta. Iba de picnic con unos amigos, estábamos en la frontera entre Kenia y Tanzania. Era una zona por la que solía andar una manada de unos 15 elefantes. Alguien debió disparar a la matriarca en alguna ocasión porque de repente empezó a mostrar un comportamiento agresivo hacia nosotros. No había donde refugiarse y no teníamos nada para defendernos, ni un simple palo. Nos alejamos corriendo y la elefanta volvió con la manada.
Pero después volvió a acercarse a nosotros con la cabeza baja y las orejas pegadas a la cabeza y nos dimos cuenta de que no iba a detenerse. Corrimos como demonios, pero ella era como un tren de alta velocidad. Me refugié tras un nido de hormigas, pero adivinad quién era realmente la hormiga allí. Me agarré a una de sus patas delanteras, pero ella me inmovilizó contra el nido, pasó un colmillo por mi muslo izquierdo y usó su frente para machacar mis costillas y mi pelvis. Todo se rompió, crujió y estalló. Casi me desangro en el viaje de cuatro horas hasta el hospital. Un par de semanas y dos operaciones después, estaba lo suficientemente estabilizado como para volar a Nueva York. Mi mujer y mi hija me esperaban en el aeropuerto.
En Nueva York volvieron a operarle. Diez horas en el quirófano, del que salió con siete placas de titanio y 28 tornillos en su pelvis.
Me gustan las cosas sobre las que no tienes el control. Es como la propia vida, aprendes cómo sacar beneficio de los accidentes y de las elecciones que haces. Es como un puzzle, intento poner cosas que enriquezcan mi vida. Si hay un sitio que me interesa o algo que quiero recordar; podría ser un paquete de cigarrillos o un poema.
Hay tantas cosas que puedes fotografiar… el movimiento, los accidentes. Siempre pensé que era algo mágico. Es decir, las fotos pueden ser mágicas si hay algún pequeño accidente de por medio.
Siempre me ha gustado escribir en las fotos. Parece el pensamiento de aquel momento. Gente como Leonardo Da Vinci, que sabía mucho más que nosotros. Todos dicen lo mismo, y nosotros hacemos lo contrario. Sabían que la única criatura que podía apreciar toda esta belleza entra en escena y destruye todo lo que sólo ella puede apreciar.
Estos temas a los que nos enfrentamos, como el saqueo de la tierra, el saqueo de la diversidad natural, la matanza de las especies… es increíble. ¿Sabes a cuántas especies nos hemos cargado solo en nuestra vida? Es trágico.
La ecología de los elefantes es más similar a la nuestra que la de cualquier otro animal. ¿Qué le han hecho a su hábitat? ¡Se lo comieron! Lo pisotearon y murieron. ¿Tú crees que nosotros hemos aprendido algo de su desaparición?
Es nuestro cambio climático, son nuestras emisiones, es nuestro problema. Y nuestras excusas, que son una puñetera mentira.
Le hace bien al corazón ver lo que la naturaleza ha puesto a nuestra disposición. La belleza ocupa su sitio, hace que las cosas funcionen. Me gusta estar en contacto con lo que hay ahí fuera y, afortunadamente, vivo en contacto con la naturaleza. La naturaleza es lo mejor que tenemos.
«Murió donde vivió, en la naturaleza», así rezaba el comunicado que la familia publicó para confirmar la muerte del fotógrafo. Llevaba 19 días desaparecido. Enfermo de demencia y con una salud delicada tras sufrir un derrame cerebral, Beard desapareció de su casa de Long Island, en Nueva York, el pasado 31 de marzo. Lo encontró un hombre, por casualidad, en un frondoso bosque cercano a su hogar. Llevaba varios días muerto.
Su forma de morir recuerda mucho al mito de los cementerios de elefantes, aquellos lugares apartados y casi mágicos a los que los elefantes moribundos peregrinaban en sus últimas horas de vida, viejos y cansados, para expirar su último aliento. Durante años, fueron los lugares más deseados por los buscadores de fortuna, que imaginaban una especie de El Dorado plagada de colmillos de blanco y valioso marfil. Jamás se encontró ningún lugar así.
Beard murió en soledad, rodeado de naturaleza. Fue allí por su propio pie, llevado por un impulso cuya explicación solo él conoce. Cerró los ojos y expiró su último aliento en mitad de todo aquello por lo que, a su manera, tanto había luchado. Puede que se acordara de África, o de los Kikuyu, una tribu que abandonaba a sus muertos a la intemperie para que volvieran a lo más primario de su existencia, a la naturaleza, como narra Karen Blixen en ‘Memorias de África’:
Los Kikuyu, cuando les dejan, no entierran a sus muertos, sino que los depositan en el suelo para que las hienas y los buitres se encarguen de ellos. Esa costumbre siempre me había atraído, pensé que sería agradable estar expuesto al sol y a las estrellas, y ser tomado y purificado de esa forma tan rápida, ordenada y abierta; fundirme con la naturaleza y convertirme en un elemento más del paisaje.
La novela, libro que Beard leyó una y mil veces, cuyos pasajes subrayó y, como hemos visto, pidió a la propia Blixen que copiara a mano en algunas de sus fotos, parece escrito a imagen y semejanza del fotógrafo. Su flechazo con la historia y los paisajes que allí se describían hizo que acabara comprándose una propiedad colindante con la hacienda que en la que vivió la escritora.
Le gustaba decir que parte de su alma la había redescubierto en aquellas páginas. Y parte de su alma habita, sin duda, en pasajes en los que Blixen parece hablarnos de Beard muchos años antes de conocerlo en persona:
Las personas que sueñan por la noche experimentan un tipo especial de felicidad que el mundo diurno desconoce, un éxtasis plácido y un corazón tranquilo, que es como tener miel en la lengua. También saben que la verdadera gloria de los sueños está en su atmósfera de libertad ilimitada. No es la libertad del dictador, que impone su voluntad al mundo, sino la del artista, que no tiene voluntad, que está libre de toda voluntad. El placer del verdadero soñador no radica en el contenido del sueño, sino en esto: en que en él las cosas suceden sin ninguna interferencia por su parte y completamente fuera de su control. Surgen grandes paisajes, largas y espléndidas vistas, colores ricos y delicados, carreteras, casas, cosas que nunca ha visto y de las que no ha oído hablar…
Y si algo fue Peter Beard hasta el último momento de su vida fue precisamente eso, libre. A los vivos nos deja sus maravillosos cuadernos, su vida de película y la importante advertencia de que, como los elefantes que tanto fotografió, los seres humanos avanzamos arrasándolo todo, directos hacia nuestra propia destrucción.
NOTA: Las palabras de Peter Beard están sacadas de la entrevista que incluye el libro que la editorial Taschen publicó, en inglés, en 2013. La traducción es mía.
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