martes, 21 de febrero de 2012

Triunfo Arciniegas_Chávez y la arepa

Triunfo Arciniegas
CHÁVEZ Y LA AREPA

         Por todas partes, por toda Venezuela, hay publicidad de Chávez y la revolución. Es decir, de Hugo Chávez Frías. Y como Chávez es el pueblo, publicidad del pueblo. Y si uno no está con Chávez, está contra el pueblo. Qué estupidez. Y hay gente que se cree el cuento. De hecho, la mayoría de los venezolanos se cree el cuento.
  
        En las calles venden afiches de Chávez como si fuera un santo o una estrella de la música, Chávez de civil, Chávez de traje, Chávez de militar, Chávez con su chaqueta tricolor y la famosa boina roja. En los almacenes hay muñequitos de Chávez. En las oficinas del gobierno nunca falta una foto de Chávez, y bien feo que es el hombre. Sólo falta que aparezca en la sopa, porque ya ni la arepa se escapa a su sello.
         Créase o no, la foto de Chávez está hasta en las tiendas de arepas. Veo la foto desde mi asiento, en el terminal de La Bandera, donde leo y escribo desde hace un par de horas. Ya me comí una de esas arepas rellenas, exquisitas, por cierto, toda una tradición en Venezuela. Veo la foto y unos murales que alaban la revolución. El rostro del Ché en el mapa de Latinoamérica cubre toda una pared, y a su lado, una de las famosas frases del argentino que hizo la revolución en Cuba y terminó muerto en Bolivia. Más allá, en una estrella roja, un símbolo cuyo significado se me escapa. Hasta el internet que acabo de consultar me recuerda en letras grandes que está conectado al “poder popular”. Y es gratis, la verdad sea dicha, camarada.
         Chávez está en el centro de la foto, mirando hacia un lado, hacia una lejanía que podría ser el futuro de la revolución, pasando el mordisco de la arepa que sostiene su mano izquierda. ¿Chávez es zurdo? Luce la famosa chaqueta tricolor y uno de sus caros relojes. El comandante tiene sus gustos.
         Detrás y alrededor suyo, hombres y mujeres con gorros de plástico y camisetas rojas, empleados de la panadería. En un principio creí que la panadería se hacía publicidad con Chávez, pero cuando me acerco por una segunda arepa descubro que se trata de una publicidad oficial. Se lee Ministerio del Poder Popular para la Alimentación y República Bolivariana de Venezuela, porque a Chávez le chiflan los nombres largos. Es decir, el comandante se hace publicidad hasta en las areperías. El color de las camisetas de los obreros indica que no es una foto espontánea. Me doy cuenta de otra cosa: Chávez no ha mordido la arepa, apenas posa con ella. Y de la arepa sale una tajada de mortadela, una especie de lengua.
         Es una foto de hace unos diez años: Chávez todavía no se había hinchado.


Triunfo Arciniegas
Caracas, 2012



lunes, 20 de febrero de 2012

Gato en Caracas / Fotografìas de Triunfo Arciniegas

Gato de La Bandera
Caracas, 2012
Fotografìa de Triunfo Arciniegas


GATO EN CARACAS
Fotografìas de Triunfo Arciniegas












Gato desaparecido
La Bandcera, Caracas, 2012
Fotografìa de Triunfo Arciniegas




sábado, 18 de febrero de 2012

Casa de citas / Picasso / Idea

El beso, 1969
Pablo Picasso
Pablo Picasso
IDEA

Tienes que tener una idea de lo que vas a hacer, pero debe ser una idea vaga.


lunes, 13 de febrero de 2012

Casa de citas / Lucian Freud


LUCIAN FREUD
BIOGRAFÍA

CITAS

Kate Moss, 2002
Lucian Freud

"Quiero que la pintura sea carne"
  
Lucian Freud
 Francis Bacon, 1952

"Recuerdo que Francis Bacon solía decir que a través de su trabajo le daba al arte aquello que le hacía falta. En mi caso, se trata de lo que Yeats llamaría la fascinación por la dificultad: trato de hacer únicamente aquello que no puedo hacer."  
                     
Lucian Freud
Girl with a green dress, 1953.

 "Pinto gente, no por lo que quisieran ser, sino por lo que son."
                           

"Trabajo en el cuadro como si fuera la mejor obra que he pintado, como la mejor que nadie ha pintado nunca."

                                   
      
Lucian Freud
Reflection with Two Children (Self-Portrait), 1965.
  "Mi trabajo es puramente autobiográfico. Se trata sobre mí y aquello que me rodea. Trabajo con gente que me interesa y a la que quiero, en habitaciones que conozco".
                            


"Odio el hábito y la rutina, que son precisamente aquellas cosas que los perros aman. Les gusta que todo sea regular y yo no soy nada regular. Tengo una agenda, pero nunca una rutina".

                           
                                   
Lucian Freud
Pregnant Girl, 1961
"Cuando miro un cuerpo tengo la posibilidad de elegir qué pongo o no en la pintura, qué tendrá sentido pintar y qué no"
        







miércoles, 8 de febrero de 2012

Triunfo Arciniegas / El gusano de Dios

Viejo en el parque
Santiago de Chile, 2005
Fotografía de Triunfo Arciniegas
Triunfo Arciniegas
EL GUSANO DE DIOS

  

  E

l espectáculo dominical de las niñas huérfanas era corriente en la ciudad: entre los cinco y los veinte años, los trajes rústicos, chillones, mal cortados, que nunca estuvieron de moda, amontonándose como ganado, asustadas, el paso de boba, cercadas por monjas obesas y monjas raquíticas. Pero no los viejos, últimamente los viejos. Salían al parque dedicado al héroe de la patria a beber el sol de la tarde, a dejarse ver, exponían al lánguido sol el rostro y el acordeón del cuello con los ojos cerrados. Tan locos para vestirse. Tan locos como ese héroe que empuña una espada contra el aire, contra un enemigo de otro siglo, encaramado en el pedestal, con casaca de mariposa y ajustados pantalones de marica. Un circo de lástima. Un circo lento y decrépito que rememora el esplendor de funciones irrepetibles. Dentro de los trajes, la podredumbre de la carne usada, la colección de enfermedades: huesos que duelen cada lluvia, armazones que traquean, corazones acezantes, coágulos de sangre, miembros inútiles como patas de insecto quebradas, cabellos que caen incesantemente, delirios y olvido, el aroma dulzón de la vejez. Ya alguien dijo que el cuerpo como construcción es una maravilla, pero como material, una calamidad.

            Los espiaba desde el escaño, tras un libro de Vallejo, cuando uno de los viejos se acercó cauteloso y se acomodó en el otro extremo. El saco estrecho, que no conseguía abotonar del todo, le daba ese aire cómico, le hacía ver las manos más largas de lo que eran. La camisa abotonada hasta el último botón, también los puños. Los pantalones como para pasar el río y una cuerda de penitente en vez de correa, anudada más arriba del ombligo, calcetines de distinto color y zapatos descascarados, abiertos como un par de cocodrilos que bostezan sobre un lecho de hojas secas. No me miraba, parecía a punto de levantarse, de volar. Como quien arroja una piedra o escupe el hueso del durazno, arroja una piedra y corre, dijo: "Tres hijos, tuve tres hijos".  Y como si no bastara, separó tres dedos frágiles, nudosos.  Lo dijo y se calló. Seguí espiando. Un verso, dos versos de Vallejo sobre una araña que ya no anda, y una mirada de reojo, la cámara de mi mente repartida entre arañas y viejos.

            -Animales prehistóricos. Nos sacan a vender escapularios, como animales prehistóricos.

            Extrajo del bolsillo del saco un manojo de escapularios como lagartijas atrapadas por la cola.

            -El mes pasado vendí diez y me condecoraron.

            Me enseñó una reluciente medalla de lata, travieso, con una sonrisa de escasos y amarillentos dientes. Imaginé que, acosado por las monjas, acababa de dejar el vicio del tabaco.

            -Ahora que los muchachos usan calaveras de metal y cruces nazis, esta mercancía no se vende -dijo en un susurro, apartando hacia mí las palabras con la palma de su mano ahuecada sobre la boca.

            Me habló de sus escasos clientes, uno a uno. Se me acercó con aire de conspirador, por un momento depositó los huesos de su mano en mi rodilla izquierda. El labio inferior hundido, metido en la boca, el bigote breve y canoso, la quijada pequeña y redonda, la frente despejada, la flacidez de sus músculos. El alboroto de los cabellos me recordaba a uno de los tres chiflados de la teve. El pequeño lago gris de sus ojos.

            Con tantos pies la pobre, y aún no puede resolverse.

            -Tuve tres hijos en mi larga vida, la misma que arrastro por aquellos corredores cuya luz constituye una ofensa -y señaló vagamente hacia el asilo, en la parte más alta de la ciudad, sin advertir mi asombro por la belleza de su frase, la elaboración que delataba la lenta y persistente mano de la reflexión; en algún momento confesó que garabateaba un diario desde su entrada al asilo-. Nada queda de ellos en esta tierra, ni siquiera una fotografía, como si nunca hubiesen existido. Árboles borrados de un cuaderno escolar. De un manotazo, así. Sin rastro. Polvo. Yo, muchacho, soy el gusano de Dios.

            Y, al verla atónita en tal trance, hoy me ha dado qué pena esa viajera.

            Su rostro se endureció: el militar que demuestra en la rigidez de sus gestos la disciplina que exige a sus bestias uniformadas. Su voz débil pero melodiosa, algo ronca. Más que las leves expresiones del rostro, la virtud radicaba en la entonación, las distintas velocidades de la frase, las pausas. Tan solo escucharlo, como a la lluvia, resultaba placentero: hacía pensar en un político, un catedrático, un actor de radioteatro. Por otra parte, no teníamos nada qué hacer; escucharnos y estar ahí. Porque él se escuchaba.

            -El mayor fue el peor. Nunca pude corregirlo. Se pavoneaba en aquella bicicleta amarilla hasta que apareció el dueño con dos policías que por esta vez fueron amables. Alzaba pesas para formar el cuerpo, usaba camisas sin mangas, desabotonadas, pavoneándose, ya dije. Aceite en los músculos, que enseñaba sin pudor a las vecinas. Tuvo suerte con más de tres. Ya de muchacho robaba caballos por una noche, hasta que se partió una pata al caer sobre una piedra. Se emborrachaba seguido, lo hirieron en la frente con una botella, se compró un revólver y lo perdió en una pelotera de discoteca. Fumaba marihuana detrás del seminario, desde entonces ya se fumaba y se hacía el amor detrás del seminario, a la vista de los ansiosos seminaristas que se excitaban hasta el desmayo. Fue al ejército y luego a la cárcel, por un pequeño robo, una cosa tras otra en su desordenada existencia. La cárcel lo amargó porque de  verdad fueron injustos con él: pagó dos largos y dolorosos años por unas baratijas que le encontraron en casa, yo no sabía. Envenenado, siguió robando, presas mayores, hasta que un policía lo acribilló al saltar una pared. Se negó a detenerse, siempre se negó a detenerse este muchacho. Como tantos, no encontró tiempo para sentarse a pensar su vida. Ya me decían que terminaría en la cárcel o en el cementerio. La gente no lo entendió, no le encontró el corazón. Nunca tuvo un cómplice, nunca tuvo un amigo -ni siquiera yo- que valiera la pena. Y así murió, solo, pronto fue olvidado. Cuando llegaron al hospital ya estaba muerto, pronto fue olvidado. Hasta por su novia, que se casó y tuvo dos hijos. Otras de sus mujeres ni siquiera se enteraron de la muerte, ocupadas en otras fiestas. A ninguna preñó.

            Como una perra, la loca lame el pedestal de la estatua del prócer. Sería trivial, vulgar el hecho, si al amanecer no concluyese la ceremonia defecando. Más tarde un muchacho lava el pedestal. Los viejos y los vagabundos que se sitúan temprano en los escaños estratégicos, se han acostumbrado al resplandor del agua y la rigidez de los músculos del muchacho. En su ironía lo toman por el héroe, el balde y la escoba como armas de combate, lavando el altar de un dios desconocido, olvidado, sin creyentes, lastimosamente degradado. Todos los dioses desaparecen si sus adoradores mueren o deciden otro dios. Viejos y vagos vigilan los movimientos del muchacho, descuidan la conversación, las señales del cuerpo. A estas alturas el lavatorio se encuentra tan integrado al mecanismo del día que cuando el muchacho se aleja, el balde en la mano y la escoba en el hombro, se levantan a beber el segundo café, alguien enciende un cigarro y otro reanuda el concierto de toses. Luego cruzan el parque en perfecta diagonal las colegialas, de cuyo rostro se han borrado los delirios nocturnos. Musgo.

            La voz me interrumpió:

            -El otro era el tímido. Tan solitario como el primero pero sin su rebeldía. Pálido y flaco, hablaba tan poco que siempre lo creí enfermo. Me acostumbré a él, a mirarlo desde la ventana de la calle o desde la puerta de la cocina. Cruzaba el patio con un libro bajo el brazo, el paso vacilante de un vampiro. Escribía. Poemas, cosas así, incoherencias que nunca entendí, sin descanso. Tuvo una novia que pronto lo dejó por otro de mejor porvenir. Tuvo uno o dos amigos y riñeron. No sé qué desencadenó la tragedia, como nunca hablamos. Debí averiguar cuando quemó todos sus papeles, cuando regaló los libros tan amados, cuando se despidió de la muchacha a la que ya no le importaba. Podía pasarse encerrado no sólo un día sino tres o cuatro pero siempre salía a recoger su plato de comida o el paquete de cigarrillos, lo  único que me pedía. Cigarrillos y cuadernos. De vez en cuando un libro. La mayoría los prestaba en la biblioteca municipal. Al atardecer del segundo día de encierro, como los platos sin probar se acumulaban junto a la puerta, toqué y nadie contestó. Tuve que derribar la puerta, de todos modos ya estaba podrida, toda la casa necesitaba una reforma. No alcanzó los veinte años. Fumaba en exceso.

            Tanta joda revolucionaria para terminar en una estatua cagada por las palomas, idolatrada por una loca. El pedestal sucio de frases cada mañana. Cada cinco de julio, una corona y una cinta, discursos estériles, después de recorrer miles y miles de kilómetros a caballo, de muertes y odios, de sueños y traiciones. Ahí, su capa sin viento, de pie noche y día, empuñando la espada contra nadie, ciego. Tanto cabalgar, los callos en el trasero, el delirio de los páramos y la fiebre de los ríos, tanta sangre en el filo de la espada. Su vida pudriéndose en las amarillentas páginas de los libros de historia. 

            La luz tenue aún nos engrudaba. La lenta reunión de los viejos daba principio, las monjas de aquí para allá. En el centro del parque, la cabeza de la estatua como si se metiera en la nube oscura que tan lejos pasaba. El gris se extendía como un ejército en el mapa del cielo. En otra ciudad, el mismo héroe desnudo y acaballado, la delgadez de su cuerpo y el vigor del animal; los muchachos ponían flores en el ano del héroe tan propiciamente expuesto y estrambóticos anteojos de alambre al caballo.

            -El menor fue el idiota, el único feliz y el que más vigilé y amé. Me enternecía verlo tan desamparado, cualquier niño podía burlarse de él, engañarlo. No se le podía dar dinero o cosa de valor porque su equivocada vocación de negociante lo hacía regresar con un reloj de juguete, un anillo de fantasía o una camisa de Mickey Mouse. Entregó, feliz, todas sus monedas por el esqueleto de una cometa, una cometa usada. Alguna vez cambió los zapatos nuevos por unos tenis mugrientos que lucían estrellitas, le gustaban tanto aquellos tenis, nunca le encontré otro par así. Los hilachos los guardó en una caja que ató con una cinta roja, como para regalo. Era el colmo mi muchacho, el de las pérdidas. Tenía unas manos enormes, como esas hojas que tienen las plantas de los pasillos y las salas de espera, un gigante por cierto, le gustaba cazar ranas con esas manos de gigante. Las traía en una bolsa de agua, como si fueran peces, una bolsa plástica transparente, para mantenerlas frescas, aquel infeliz mediodía. Así se mantenían frescas. Así decía frescas, estirando las eses. Lo atropelló un camión después de los cuarenta años, al otro día de los cuarenta, que era martes. Madrugaba a cazarlas. Las ranas se desparramaron en el mapa del agua y huyeron.

            Eso hice, huí, ahora que la monja lo conducía del brazo hacia el rebaño, antes que me gritara -lo que en su voz se entendía por grito- que había tenido otros hijos, antes que se volteara, empujado por la monja, y me gritara. Nunca lo volví a ver.




 

jueves, 2 de febrero de 2012

Triunfo en Bella Época / Ciudad de México / 4 de febrero de 2012

Triunfo un poco loco
Autorretrato

INVITACIÓN CHILANGA

El rabo de Paco, de Triunfo Arciniegas
Sábado 4 de febrero de 2012
12 horas
Librería Rosario Castellanos
Tamaulipas 202, Esquina Benjamín Hill, Colonia Condesa
México, D.F.





Cuentacuentos basado en El rabo de Paco

de Triunfo Arciniegas

con Nacho Casas 

Entrada libre



Tamaulipas 202, esquina Benjamín Hill, 
colonia Hipódromo Condesa, DF







lunes, 30 de enero de 2012

Triunfo Arciniegas / Cuerpo de viejo

Viejo
Valparaíso, Chile, 2005
Fotografía de Triunfo Arciniegas
Triunfo Arciniegas
CUERPO DE VIEJO

 
1




R

enata distinguió el bulto en la penumbra, estremecida y descalza, embutida en un suéter viejo y raído que sólo le cubría el principio de los muslos, cruzó los brazos bajo los senos y se acercó a las piedras del fogón. Toda la noche extrañó al viejo que ahora, recogido y exangüe, como lamiendo una de las piedras, más parecía un animal sin nombre, una valija abandonada de prisa, un tronco seco que el verano pudre a la orilla del camino, más parecía todo eso que el reciente marido de Renata Morantes. Durante la noche, entre un sueño y otro, Renata lo imaginó en sus últimos vagabundeos, solo, arrastrando el perro de la desdicha. Después no volvió a despertar y no se enteró de su regreso. Dormida, le brindaba el amor que le asqueaba en la vigilia: le mataba los piojos, le extraía las espinillas o le lavaba los pies con agua tibia al caer la tarde. Abrió los ojos y se vio ovillada, sola, en el lecho revuelto, espiada por la luz a través de las rendijas de la ventana que daba al patio. Rodó hacia la orilla y se sentó. Hizo un círculo con la cabeza y se desperezó como una gata. Se levantó y estiró el suéter hasta los muslos. Se acarició los brazos mientras se alejaba de la tibieza de la cama, y penetró al cuarto que hacía las veces de sala, comedor y cocina. Dos puertas mal encajadas, una que daba la calle y otra al patio descubierto donde acababa la casa, impedían a medias el impetuoso paso de la luz. La saliva, cuerda lodosa, se enredó en la garganta de Renata, se le enroscó como alimaña:  el bulto, junto a las piedras del fogón, tomó forma y nombre. La lástima cedió el sitio al espanto cuando Renata haló la cabeza del viejo por los cabellos. La sangre ya no fluía de la herida del cuello, boca absurda. Vio o imaginó el pozo en el piso de tierra, vio la camisa mojada, vio los ojos abiertos. Se arrodilló para tocar el pozo, pero la uña sólo rascó una mancha seca: la tierra había absorbido la sangre. Una rata husmeante, tímida, el rabo en el aire y el terror en el agua viva de sus ojos, atravesaba el cuarto. Renata localizó el ruido y le arrojó con rabia el pocillo de lata untado de hollín, luego abrió la ventana como si pretendiera espantar las moscas de la desgracia y maldijo la intensidad de la luz.



Viejo
Valparaíso, Chile, 2005
Fotografía de Triunfo Arciniegas

2

            Qué porquería soy, dijo el viejo en su taller de zapatería, sentado frente al cajón de las herramientas y junto al promontorio de zapatos desdibujado por la oscuridad. Levantó la cabeza. Aunque la noche entraba por la puerta abierta, se negó a encender la luz. La vida es puta, dijo. El hijo de Renata. El hijo de La Cabra. De su carne y de su sangre. La rabia y la pena de imaginar al cabrito en el patio de sol, brincando, sudoroso y feliz, luego corriendo hacia unos brazos abiertos, luego el rostro hundido en unos senos de muchacha. El hijo suyo solamente. Con gemidos de perro apedreado, el viejo desgastó las imágenes. Esperó que la noche espesara, esperó como toda la vida, árbol que ahuyenta los pájaros. Herido por la visión del cuerpo habitado de Renata, el viejo deslizó el desgastado cuchillo del oficio en el bolsillo del saco, maldita sea, se levantó limpiándose los ojos y desde entonces se aferró a su destino, cometa al hilo que se pudre, hilo a los dedos que sangran, dedos al cuerpo estremecido por el viento. Salió a la calle, vacía en ese instante, aseguró la puerta con la herrumbre del candado, se ensalivó y frotó las manos, se estiró las hebras sobre el cráneo desde la frente hasta la nuca, una mano después de la otra, traqueó el esqueleto al echar hacia atrás los hombros, acomodándose a la tibieza del saco, zapateó para espantar el polvo y, por último, mordió y masticó la uña de turno: frágiles rutinas como talismanes en la maraña cotidiana.

            En vez de comprar el pan y volver a casa como en los últimos meses, el viejo se detuvo en La Esquina de Rosa, donde tantas veces bebió el primer café del día. Dándole la espalda, Rosa lavaba unos pocillos y tarareaba algo de la radio. El viejo contempló sus brazos gordos y flojos sin atreverse a entrar. Quería contarle su desgracia y despedirse, quería decirle: "No me ruegues, Rosa, no hay otro camino". Rosa, siempre tan mal hablada, acudiría entonces al consejo de los vecinos para espantar la torpeza del viejo, su estupidez, su terquedad. Unos pedirían detalles, otros se encogerían de hombros. Rosa se volteó y le pidió que entrara, qué se le ofrecía, el viejo dijo que nada, gracias. Cogió una calle al azar y tropezó con la prisa de un chico en patines, de rasgos femeninos y cabellos largos. La pared sostuvo al viejo mientras el chico rodaba al piso como una pelota. El viejo balbuceó unas disculpas y ofreció su mano. El chico se limpió las rodillas, rechazó la ayuda y se alejó entre maldiciones. Los cabellos como una cometa. La misma boca de Renata, reconoció el viejo.

            Al doblar la esquina, manoteó al viento y padeció su aspereza en la garganta. Imaginó un animal en su cuerpo, navegando y bebiendo en su sangre. Un animal cansado que se asomaba a sus ojos. Que lo devoraba desde dentro, por costumbre, por hastío, y terminaría por no dejar nada, primero las tripas, luego todas las vísceras,  el tuétano de sus huesos, el reguero de venas y, al final los ojos. Los ojos como postre. Imaginó una mosca en la lustrosa superficie de su ojo muerto. Sabía que al morir los ojos conservan la luz un breve instante. Luego nada más que ojos muertos.

            Vagó hasta el cementerio. Detrás, en una calle escondida del escándalo del viento, dos hombres le hacían el amor a la muchacha que los había invitado: las sombras que se unían, los gemidos de la muchacha crucificada en el ansia, contra las ruinas de una pared de adobe, la hierba pisoteada, la sombra tendida que observaba mientras esperaba el turno y se consolaba con su propia mano. El viejo casi pudo sentir la tierra que se desmoronaba entre las uñas de la muchacha. Se alejó con prudencia. Mucho después, un hombre elegante, con sombrero y bastón, redondeaba la esquina, escribiendo un lenguaje de golpes para nadie. Dos perros escuálidos se perseguían sin ladridos, oliéndose. Un auto a paso de cacería, con las luces apagadas, bestia de metal y vidrios ahumados que busca en el bosque de cemento la víctima de líquidos, texturas y olores embriagantes. De uno y otro lado de la calle, los hombres vaciaban las rebosantes canecas en el carro del aseo municipal y las devolvían al desgaire, entre la columna de cemento del alumbrado público y un árbol maltratado, y se iban, callados, el trapo amarrado a la cara, bandidos sin delito, sin audacia. El borracho que regresa al hogar como si la mujer lo halara desde la cama mediante una cuerda invisible, el mendigo que acomoda el sueño, los gatos lascivos y los ladrones muertos del susto en los tejados, la novia que cierra la ventana, un taconeo nervioso que se aleja: coreografía de la noche sin Dios. El resto era silencio. La luna, redonda y pura, única, recién parida por la montaña. Un poco de cielo gris al otro lado. Qué noche más rara. Sin mirar, el viejo se desprendió de los escapularios y los arrojó a una caneca húmeda y vacía, hembra abierta y usada, desentrañada. Como desvestirse, como decir me entrego: arrojarlo todo, hasta las tripas. Nunca fumó en su vida. Robó una sola vez. Bebió un poco, maltrató al perro que desplumó a Roberta, pobre lora, pero borracho. Su único maltrato. De niño jamás apedreó los pájaros. Remendó y alimentó al más pobre de los pájaros del mundo, un copetón, hasta que levantó vuelo; lo imaginó comiendo de su mano el día menos pensado, pero no: una hembra, una pedrada, el hambre o el frío de una noche interminable impidieron el regreso. Los años se habían cumplido en vano. La certeza de que la vida pudo ser mejor. La dolorosa presión de las uñas en las palmas le recordó un sacapuntas verde, desgastado, que le arrancaba la mina a los lápices. Robó ese sacapuntas en la escuela y su madre le golpeó las manos hasta casi inutilizárselas. Todavía me duelen. Gabriela Archila, la maestra de primer grado, le calentó a vara las nalgas porque no acertó a escribir en el tablero un verso de Rafael Pombo. Quiso arrancarse el pellejo como un guante, como piel de naranja. Luego su madre hizo algo terrible. Lo llevó de la mano a la escuela y ordenó que devolviera el sacapuntas, delante de toda la clase. En un silencio de piedra, el dueño, una criatura cuyos cabellos desconocían el peine, con ojos de ratón y orejas de murciélago, se levantó y rehusó el sacapuntas porque ya estaba de botar a la basura y, además, le habían comprado otro. Con una sonrisa de regocijo enseñó el sacapuntas de metal, brillante como una moneda, dentro de una cajita de plástico. Sólo le faltó agregar que contaba con dos hojillas de repuesto. Gabriela Archila guardó el cuerpo del delito en el cajón del escritorio. "Dele palo, profesora, hasta que se le quite la maña", dijo la madre, y Gabriela Archila se esmeró en la tarea. Dos pestañas en cruz en cada mano aliviaban la violencia del impacto e incluso podían quebrar la regla. Todos lo decían pero nunca lo presenció. Un mediodía se escapó con otros tres niños a bañarse en el río, y en la jornada de la tarde, acusados por el sapo que nunca falta, los cuatro delincuentes fueron colocados en el pelotón de fusilamiento frente a la directora. Sin tiempo de arrancarse una pestaña, extendieron las manos para recibir los correspondientes reglazos. En el último instante retiró la mano y la directora se golpeó el muslo con la regla. Vio su rostro encendido por la ira, sus cabellos erizados, la mano temblorosa que elevaba la regla hasta el cielo entre maldiciones de verdulera. Entonces recibió la peor tanda de su vida y, aunque no lloró, se orinó en los pantalones delante de todo el mundo. Sus manos se abultaron como un pan. El pellejo de la cara, arrancárselo para ser otro. El otro, el que ya nunca. Años después, muchísimos años después, volvió a ver a Gabriela Archila. Vestida de negro, vieja, temblorosa y encorvada, como si buscara una moneda en las gradas del atrio de la iglesia. "Joven, deme la mano", dijo. Le prestó ayuda hasta la puerta de la iglesia, por supuesto, pero ni siquiera entonces pudo perdonarla. "¿Lo conozco, joven?" Dijo que no y, atemorizado como un niño, corrió a buscar un café. Qué estúpido, estoy rindiendo cuentas. Recuerdos perdidos acudieron en tropel: el hombre que traía astromelias a casa y le obsequiaba una moneda, la boca hambrienta de Teresa Orihuela, los desvelos de su adolescencia, el tío que llegaba a caballo y le enseñaba el rosario de cicatrices de cuchillo. El sol enceguecía en el espejo de las cicatrices. El tío llegó con Roberta y dijo: "Cuídala, muchacho, que ya vuelvo". El tío jamás volvió. Años después alguien habló de una venganza. El hombre de las astromelias tampoco volvió. Cuidaba a Roberta como a una novia, sopas de chocolate todos los días, la cuidaba de Tarzán, que batía la cola y la miraba con tanto deseo. Una mañana amaneció desplumada, agonizante, y él no pudo hacer nada. Tarzán había desaparecido del mapa. Él, entonces un muchacho que se destripaba los primeros barros, enterró a Roberta en una caja de cartón junto al durazno y, con la rabia amarrada, bebió, besó en el bar una boca embadurnada de colorete, un lunar en el cuello, tocó unos senos, poseyó un cuerpo de prisa, volvió a beber, y la rabia siguió ahí, hasta que pudo sacársela a patadas con Tarzán, que aulló, escapó con una pata al aire, volvió al otro día y recibió la sopa de maíz. Su madre no le reprochó la paliza, sólo dijo que el perro y él  tenían la misma mirada. Quiso hablar de la mujer del bar pero su madre hizo un gesto de fastidio, como si lo supiera. Nunca le mentí. Su madre repitió el gesto cuando quiso hablar de Teresa Orihuela, casada y bastante mayor, la misma que lo recogió de un baile, lo devoró a besos y lo bebió detrás de una puerta, y en su locura le propuso la fuga. El muchacho que era entonces apareció puntual a la cita, con el morral de lona y una foto de su madre en la billetera. Dos horas después regresó a casa con el sobre de Dolex. "Se me estalla la cabeza y te vas a vagabundear", dijo la madre. Puso dos pastillas en la mano, las arrojó a la boca y bebió el agua. "Olvídate de esa zorra", dijo. El muchacho la vio pasar cuatro o cinco días después, seria y lejana, entre el marido y los niños, y se quedó con el saludo en la mano. Se revolcó como un perro, tragó tierra, cabeceó las paredes, puteando a Teresa Orihuela de Maldonado, y el dolor permaneció largos meses. La imagen de sus piernas infinitas lo acompañó el resto de vida. Volvió a dormir con la mujer del lunar en el cuello unas cuantas noches, y cuando anunció que no regresaría, ella propuso amores gratuitos, él repitió que no regresaría, y así fue. Se casó con Albertina Vargas, una amiga de su madre, casi sin pensarlo. Recordó sus tontas historias y sus locas esperanzas. Las enfermedades que comieron su cuerpo de prisa y le abrieron un espacio entre la tierra. La mujer desapareció sin dejar rastro. Nunca la engañé, nunca le mentí. Estoy rindiendo cuentas, qué estúpido. Ponerse otra piel, otra carne, otros huesos. Otro nombre. He pasado en vano. Los años vinieron y no dejaron nada.

            Entonces vio al caballo. Lo vio primero, recortado contra la noche, blanco y puro, surgiendo de la llamarada de luz de su crin, luego escuchó el galope de piedra, que se confundió con el tambor de su corazón. El galope aumentaba hasta casi el estruendo, pero el caballo parecía detenido en su propio e incesante movimiento. Demoró mucho tiempo en pasar. Era una criatura de una belleza terrible, hiriente, que al fin se alejó y se extravió en el pozo de la noche. Luego se vio a sí mismo, pálido y viejo, mirándose, palpándose incrédulo. "Vete", le dijo al hombre que era él. El otro se alejó por el mismo sendero del caballo. Vio su propio ojo, luminoso y monstruoso, vio y sintió las patas de la mosca sobre la piel luminosa del ojo. Perdió las luces y se derrumbó.

            Saboreó la sangre del labio roto al despertar. Se apoyó en las manos para levantar el tronco, permaneció a gatas y luego de rodillas. Se levantó sin sacudirse el polvo, sin limpiarse el rostro ni las manos. En un bar de hombres solos que se le atravesó en el camino y donde pidió una cerveza que apenas probó, quiso preguntar si habían visto al caballo pero nadie estaba para conversaciones. Los atendía con esmero una rubia falsa, envejecida y gorda, de grandes párpados pintados que la acercaban al sueño, pronunciado escote y brazos ahogados de pulseras. Alguien pidió fuego. En cada mesa, en cada rincón ceniciento, un hombre esperaba a quien no vendría, como en un templo abandonado de dioses. La serpiente de la música los adormecía y hería sin lástima. De la calle vino una mujer gorda y bizca, brillante de maquillaje, y se le ofreció casi por nada. El viejo, tímido y avergonzado, se disculpó y esbozó una sonrisa, que la mujer borró de una risotada. Labios abultados, diente de oro, tetas inmensas, barriga. “Puedes hacerme lo que te dé la gana, aunque lo que tú necesitas es una enfermera”, dijo, bebió hasta el fondo la cerveza del viejo, luego avanzó a otra mesa y salió abrazada por un hombre gordo casi dormido. El viejo pagó y salió tras ellos. Los vio besarse con hambre. La mujer descendió la mano por el pecho, por la permanente preñez del hombre, entre un botón y otro de la camisa, hurgando, por la bragueta, y apretó. El hombre gordo mugió. El viejo se alejó acosado por los lamentos del placer, en la esquina giró el rostro y ya no estaban. Al mirar de nuevo al frente, encontró, casi rozándolo, una mujer descalza y despeinada que lo miraba con lástima, la blusa  abierta, los pechos brillantes de sudor.  "Nunca más", dijo la mujer. El viejo la apartó para continuar. Volvió a ver a la pareja recién salida del bar: el hombre gordo se inclinaba hacia la mujer arrodillada que lo lamía, embadurnándolo de colorete. Le tocaba la cabeza como despiojándola. El viejo había dado la vuelta a la manzana porque ahora estaba otra vez frente al bar.

            En el largo regreso de tres horas, ya no pensaba, no quedaba qué: molino que muele las mismas aguas, río que vuelve a pasar. Por un momento se sintió plácido, barco sin lastre, nada más por un momento. Una mujer y tres hombres pasaron arrastrando un herido: la cabeza chorreante, la mujer apretándose las orejas en un solo e inacabable grito, uno de los hombres vestido de payaso. El grito se regó por largo rato. Ya en el silencio, pegado a la esquina como al borde del fusilamiento, el viejo soportó el tropel de las imágenes: los dedos temblorosos de la mujer aplastando las orejas, el rostro desgarrado de la víctima, la cojera del payaso. Todo se fue alejando, el viejo se desprendió de las imágenes y volvió a sentirse solo, de una vez y para siempre. La vida sí que es puta, Cabrita, se da a quien mejor le pague.

            Un piquete de soldados pasó sin verlo.

            El viejo imaginó que dispararían al caballo de luz y no podrían herirlo porque no era de este mundo.

            Frente a la casa, supo que había llorado. Esta puerta necesita una mano de pintura, también las ventanas. Por un momento quiso aplazar su destino para remediar el descalabro de la madera. Empujó la puerta, la puerta crujió, la puerta dejó de crujir, la puerta cerrada ahora. "Me recordarás, Cabrita", dijo el viejo sin rabia. Se sentó junto al fogón apagado, el café de la olleta se le derramó en los zapatos, frío y espeso, mientras Renata dormía un poco más allá, en la piecita, al otro lado de la pared y junto a una fotografía de la madre del viejo. Entonces hundió la mano en el bolsillo y esa misma mano fue al cuello y siguió siendo un buey manso, que se retorcía mansamente, mientras el galope de su corazón encontraba el sosiego.



La mano del viejo
Valparaíso, Chile, 2005
Fotografía de Triunfo Arciniegas

3



            El viejo se va. Lerdo, penando. Veo sus espaldas llenas de sol. No volverá a mirarme, es orgulloso. O tal vez mire. Brega por cargar el cuerpo. Cuerpo de viejo. Seguiré sentada hasta que cuente las tres cuadras y tuerza a la derecha. Tal vez lo veo más viejo de lo que es, será porque no lo quiero. Me dejé tender esa tarde porque no podía hacer otra cosa. El viejo, henchido de deseo. Los ojos luminosos de lujuria. La boca sedienta que mordía. Y el temblor de las manos. Había jugado con su mansedumbre y ahora estaba hecho una fiera, dispuesto a destrozarme. Grité al principio. Luego me quedé quietecita bajo el peso de su cuerpo. También me moría por saber lo que se siente cuando un hombre se le echa encima a una y entra. Y me quedé ahí, desalentada, hasta que abrí los ojos y en la oscuridad no encontré al viejo. Fui a la cocina y me lavé la boca, los brazos, las piernas: su olor no se me quitaba no sólo de ahí sino de todo el cuerpo, su olor como aire pegajoso, como lengua de perro. Restregué con un trapo toda mi piel hasta enrojecerla, me puse ropa limpia y lavé la sucia. Arrojé a la basura los calzones desgarrados. Su olor permanecía hasta en las cosas. Barrí la casa, ordené la cocina, tendí las camas, que ya estaban tendidas, de prisa, como si un visitante estuviese a punto de llegar. Nadie apareció. Estuve en la puerta hasta que los niños abandonaron la calle. Mi taita no llegaba todavía. Preparé café y calenté el arroz sobrante del almuerzo. Nunca le conté nada a mi taita, pero desde entonces nos miramos distinto. Después, unos días después, me anunció el asunto del casamiento. El viejo, ya que me había jodido, se encargaba de mí. Ahora mi taita podía conseguirse otra mujer.

            Dino no quería esperarme, no quería, y era feliz porque el  aire parecía arrancarle los cabellos. El sol despedazaba en destellos los radios de la bicicleta. Dejamos las bicicletas tendidas en la hierba y corrimos a abrazarnos. Mi cuerpo contra su cuerpo, entre los tréboles y su cuerpo. Desperté y vi que mi taita dormía tranquilo, al otro lado de la pieza, y me dio rabia, mucha rabia.

            -Te jodió, mensa –dijo mi taita. 

            En el parque, sentados, Dino me recorría el cuerpo con sus manos locas. Le gustaba morderme los senos cuando no aparecía nadie. Todo era oscurito, las hojas se movían. Te sentía como un hijo, Dino. Entonces me decía mamá, Dino nunca la tuvo. Dino quería poseerme y me llamaba mujercita, mamita linda. Ay, Daniel Montes, tú sí eres. Me dejaba toda mojada.

            Vieron a Daniel con Mónica, que le daba lo que él quería.

            Dije que sí, qué otra cosa podía decir. Mi taita y yo salimos a comprar con dinero del viejo el vestido blanco y un ramo de flores artificiales. Mi taita me dio los zapatos. El viejo se puso furioso con el color del vestido, el testimonio de la hipocresía, tenía razón, pero lo aceptó cuando permití al fotógrafo en la boda, el testimonio del testimonio de la hipocresía, qué tonto. ¿Por qué no nos íbamos a vivir juntos y ya?  Nos juntábamos y ya. Por mi taita, claro, por él también. Y por mí, creo que me gustaba eso de hacerme señora.

            Tú sí eres loco, Daniel Montes. Alguna vez tuve el valor de acompañarlo a una pensión de mala muerte. Pero una vez ovillada en la cama, casi desnuda, sentí pánico y le negué el virgo, no lo hagas, Dino, y él me hizo caso y después quise que hubiera hecho lo suyo aunque llorara, lo habría perdonado. Es cierto, lloré, le dije que no quería verlo más, que sólo buscaba aprovecharse de mí, las cosas que se dicen, y él me acompañó hasta la esquina sin una palabra, un gato con una oreja mordida, las cinco de la tarde, viernes, el viento de agosto que confundía mi vestido con las cometas, me acuerdo tanto. Estaba lista para el viejo: me casé.

            Pero antes me acosté mucho con Dino, quien nunca habló de casarnos, y supe lo que era la vida, la bebimos toda. ¿Qué más te hace Mónica? Dino quería un hijo, se lo prometí. Ahora lo tengo, me toco la barriga suavecito mientras el viejo concluye la primera cuadra. El viejo va a morirse y entonces Dino y yo haremos lo que debimos hacer desde el principio de las cosas, vivir juntos. Primero creí que me mataría o me dejaría medio muerta de la muenda, que te mataría, Dino, si te dejabas, ahora resulta que el único muerto será el viejo. Aparte de orgulloso, cobarde. No debe permitirse el orgullo a los cobardes. ¿Pero entonces qué debe permitírseles? Ciertamente, Dino, hicimos daño. Pero lo hicimos, quiero decir, ya está hecho. No debiste venir de todos modos. Qué brutos. Cualquier pensión hubiera servido para revolcarnos.

            Dino vino a jurarme que Mónica sólo era una diversión. En realidad, la diversión del barrio. Era la primera vez que nos veíamos en mi vida de casada y tenía el cuerpo sediento. Qué tediosa vida. Le supliqué que se largara, que el viejo podía volver en cualquier momento. Comenzó a acariciarme y nunca pude pelear con las caricias de Dino. Me hurgó a su antojo y me perdí sin pudor en el inmenso mundo de nuestros cuerpos juntos. La puerta se abrió para vomitar al viejo, alguien le avisó, maldita sea. Dino se quedó pasmado, el horror me heló las palabras en la garganta, y ese asqueroso silencio que nos engrudaba. El viejo nos miraba como un animal manso y se mordía las uñas. Salió callado. Por dentro me dije que iba a quedarme con el viejo pasara lo que pasara. Nos pusimos la ropa sin mirarnos. En la cocina el viejo examinaba el fuego que él mismo había encendido. Había tres pocillos alrededor de sus zapatos. Siguió con los ojos a Dino, que abrió la puerta y se alejó sin cerrarla, como un ladrón. Así quedó la puerta hasta la noche, casi toda la noche, golpeada por el viento. El viejo no dijo nada, no me maltrató,  no hizo reproches ni lamentos. Quemó las fotografías de la boda una tras otra. Me exasperó su calma, me puso furiosa, me quitó el arrepentimiento y las ganas de que me apaleara. Volvió a la madrugada y no me hizo el amor, la puerta dejó de golpear, no me hizo el amor nunca más.

            El viejo va despacio, con la noticia de mi preñez, va terminando otra cuadra. Esta tarde no remendará zapatos, tratará de remendarse el alma. Como siempre que no puede con el mundo, pondrá los antebrazos sobre las rodillas y dejará caer la cabeza sobre los antebrazos, a ratos se escarbará entre los cabellos con la araña de su mano. Así esperará la noche, esperará como toda la vida. Ya no tengo rabia ni pena sino lástima. El sol me abriga las piernas, es un sol débil pero me abriga. Tres mocosos juegan al balón sobre este polvo amarillo. Uno de ellos exhibe el trasero por un roto. Otro orina sobre el polvo. La sed del polvo. El polvo que da sed. Alguien pasa silbando en bicicleta. El viejo ha dado el rostro, que siento untado de polvo, mira hacia acá, hacia donde estoy sentada, y es una mirada de despedida.


La estación de la fruta
Valparaíso, Chile, 2005
Fotografía de Triunfo Arciniegas

4

            Renata y su padre arreglaron el cuerpo. Largo, curtido por los años, apolillado por los años, envuelto en una piel amarillenta, con toda la dignidad que puede prodigar la muerte a los viejos. Lo lavaron, le pusieron ropa usada pero limpia y lo acomodaron en el cajón como acomodan a todos los muertos, los brazos cruzados sobre el pecho, los dedos engarzados en una camándula de pepas de madera, después de recortarle a tijerazos los cabellos que crecían inútilmente, y con algunos hombres, amigos del padre de Renata y del viejo, que no parecía tener amigos, se fueron a enterrarlo. La tarde gris amenazaba lluvia. Cuando salieron del cementerio se encontraron de súbito con un solecito breve que, con las primeras gotas, se borró de un manotazo. Olvidando la solemnidad, corrieron a refugiarse. Renata, bajo un repentino montón de años, se agarró del brazo de su padre y contempló la lluvia. Sacudió la cabeza enseñando la blancura del cuello y con los dedos se secó el rostro. Imaginó el cuerpo del viejo, frío y dormido en la oscuridad del aire del cajón, imaginó que la tierra pronto rompería la madera para cubrirlo, imaginó que se le entraría por la boca y las orejas, por todos sus orificios, como un animal enloquecido. Entonces vio al caballo entre los árboles, blanco y brioso, en el regocijo de la lluvia. Brincaba con gracia de bailarina, la crin como una bandera, derramando gotas de placer. Se imaginó pegada a su cuerpo, empapada y desnuda, y se estremeció.

            -Se mató solo, ¿no es cierto?

            Era la voz de su padre. Renata tuvo que abandonar al caballo y la lluvia y descifrar la pregunta.

            -Solo -dijo.

            Cerró los ojos para espantar las imágenes y, al abrirlos, su padre la observaba con dureza. Quiso explicar pero no encontró el impulso ni la necesidad. Las palabras no alterarían los hechos. Cuando regresó los ojos a los árboles, todavía agarrada del brazo, el caballo había desaparecido.

            -¿Por qué te llamaba La Cabra? –escuchó que decía su padre.


Gato en el trono del mediodía
Valparaíso, Chile, 2005
Foto de Triunfo Arciniegas



5
            
              Otra noche, Daniel Montes dijo lo mismo:

            -¿No lo mataste tú?

            Y Renata se puso a llorar en silencio, poquito a poco. Qué porquería eres, maldito Dino. Fue la última noche porque Daniel Montes no volvió a verla. Tampoco Renata vio al hijo: se le murió en la barriga y cuando lo preguntó ya estaba en la basura del hospital.