CATA Y FINAL
No creí que me doliera tanto volver a ver a Cata. Ni busqué ni esperaba el encuentro. Cata, mi amor. Cata, mi gata. Le puse su nombre a la gata que luego destrozaron los perros en la calle. Enamoramientos fulminantes que se dieron en los mismos años, en Cuatrovientos, y que podría decirse que terminaron de la misma manera.
Ya había oscurecido e iba de salida, después de una provechosa jornada de trabajo y libros, cuando me detuve un momento y el altar del gozo se desmoronó. El concierto en el Patio de Banderas llegaba a su fin. Me acomodé lo más cerca posible de la tarima para ver la última interpretación de los músicos, un tema de Elvis Crespo. Unas cuantas parejas bailaban, y los demás, sentados, no dejaban de seguir el ritmo con el cuerpo. Contemplé los movimientos de una bella bailarina. El placer en su rostro, el oleaje de los cabellos, las blancas manos que se encontraban en la nuca del hombre.
No la vi venir. Ya estaba a mi lado cuando dijo: “Sé que me odias”. Me tocó pero sin llegar al abrazo. “Puedes decir las groserías que quieras”, agregó, sonriendo, pero no aproveché el permiso. La verdad, ante la estampida de la procesión que va por dentro, la misma que deja tirados en la calle del juicio final los santos y los cálices, las sandalias y los escapularios, no supe qué camino tomar: si abrazarla y robarle un beso para sentirla toda o apartarla con una frase cruel. O me las doy de digno o nos vamos a la cama. Apenas me repuse de la sorpresa le pregunté por qué me había abandonado si la quería tanto. Se echó para atrás en señal de protesta, con una exclamación en un tono alto, como diciendo por qué vienes ahora con estas pendejadas. Ella, que nunca tuvo esos gestos tan desmesurados.
Sé que mantuvo una relación paralela mientras estaba conmigo. Una o dos, ella sabrá. Sé que pasaba una semana conmigo y la siguiente con otro, como si nada. Lo sé. Alguna vez me llevó a una cabaña de tierra caliente, con piscina y otras cositas, propiedad de su familia, y al mes siguiente mes le llegó el turno a otro, camino al desierto de la Tatacoa, que aún no conozco. Su Instagram está repleto de fotos suyas en traje de baño y hombres de treinta y cinco, con barba y motocicleta, en uno y otro rincón del país. Le gustan por igual los paisajes bellos y los hombres apuestos. Tiene un gusto muy definido en cuanto a hombres. Fui la excepción. Escribo libros y ella es bibliotecóloga, pero no tengo barba ni moto. Qué imbécil, qué iluso, mientras los suyos prosperaban dejé mis amores porque pensé que había encontrado la mujer de mi vida. La pandemia y Cata fueron suficientes desgracias. Me estremecieron la existencia hasta el punto que dejaron unas grietas que no se remiendan con saliva. Sé que no fui más que una estación de paso. Ella ha entrado al esplendor de los treinta y yo a los estragos de la vejez. No le costó nada librarse de mí. Sé que se casó.
No vi la necesidad de añadir una palabra y me alejé hacia la salida de Corferias sin mirar atrás, conmocionado. No more tears. La mano estirada que exhibe el anillo de sus amores no merece más lágrimas ni maldiciones. Cata y los perros. Hice lo que pensaba antes de detenerme en un concierto que no me importaba para nada y antes de encerrarme en el hotel: crucé la calle húmeda y brillante, esquivando motos y taxis, y entré al supermercado a comprar una Coca-Cola. Y entones volví a verla, retirando del mismo congelador otra Coca-Cola, el más inocente de nuestros vicios comunes. No nos dijimos nada. Fui por el pan y el queso azul. Para hacer tiempo, compré unos jabones y un cepillo de dientes. Me acerqué a la caja y ahí estaba, haciendo la cola. Sigue bonita, con esos ojos griegos y la altiva nariz, los cabellos largos y negros derramados sobre la espalda en una sedosa cascada, pero creo que ha subido de peso. Será su karma, el ejercicio no es lo suyo. Se le empieza a notar la papada. Pensé un momento en todas las cosas que alguna vez hicimos. Exquisita y desaforada amante, tal vez le falten las curvas de una diosa pero le sobra entusiasmo. Pensé en las innumerables fotos que le hice desnuda. En sus tetas magníficas. Afortunado y desdichado el hombre que la tenga porque cuenta con un presente feliz y un futuro incierto. De hecho, cuando se vio que su destino era el otro, y no yo, me dio a entender que podía seguir acostándome con ella. Cualquier día menos el viernes, ya reservado para la relación oficial. Y que incluso podría acompañarme a la feria del libro de Manizales, un viaje que finalmente no hicimos porque me cancelaron la invitación. No festejo el verso de Pablo Milanés: “La prefiero compartida antes que perder mi vida”. Ni creo que donde comen dos comen tres. Tal vez lo hagan, pero todos quedan con hambre. Que los dioses no me concedan el tormento de verla una vez más en la puta vida. No levanté la mirada cuando vino hacia mí y volvió a tocarme. “Chao, querido”, dijo, sin detenerse.
Bogotá, 30 de abril de 2025
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