Carlos José Reyes |
Sandro Romero Rey
DENTRO Y FUERA DE CARLOS JOSÉ REYES
Las casualidades que no lo son: subiendo por una reserva natural, cerca de la nueva Guatavita, rumbo a la laguna de El Dorado, me enteré de la noticia de la muerte de Carlos José Reyes. Apagué el celular, como lo recomendaba el guía, pero me quedé con la figura del amigo en la cabeza. Lloré en silencio, sin que nadie se diera cuenta y alterné la emoción del paisaje con los recuerdos que eran miles. A pesar de la distancia generacional, dieciocho años, para ser más exactos, guardo en mi cabeza a Carlos José como un compañero de ruta: ni él ni yo tuvimos conciencia de que el destino, ese dramaturgo sin techo, se había encargado de cruzarnos para siempre.
Voy a permitirme algunos recuerdos privados. Comencé a estudiar teatro en la Escuela de Bellas Artes de Cali, en 1969. Un año después, montamos la segunda obra de nuestro repertorio que se titulaba “La fiesta de las muñecos”. Los libretos los copiaba en esténcil una secretaria de dedos sobrenaturales y pronto nos lo entregó con el nombre de su autor: un tal Carlos José Reyes. Yo tenía once años. El montaje lo estrenamos en el Teatro Municipal y lo presentamos cientos de veces en escenarios del Valle del Cauca y de Bogotá. Un año después, pusimos en escena “Dulcita y el burrito”, donde también formé parte del repertorio. Yo no conocía a su autor, un adusto intelectual de luenga barba que vivía en Bogotá. Pasarían los años, antes de que lo conociera en una serie de conferencias en el Centro Administrativo Municipal de mi ciudad. Sin exagerar, yo pensé que Carlos José Reyes, el autor de “La fiesta…” y de “Dulcita…”, era el hombre más sabio del mundo. Hablaba como si cantara, sin equivocarse ni un instante, sin respirar ni tomar agua. Se apoyaba con diapositivas que chisporroteaban en la penumbra y yo, a mis catorce años mal cumplidos, sellé mi destino. Pero me equivoco: la mala memoria es así. Antes, en uno de mis viajes preadolescentes a Bogotá, fui invitado a un ensayo del Teatro El Alacrán, donde actuaba un caleño amigo de nombre Fernando Villalobos. Al lado de Carlos José (yo no sé por qué no lo relacionaba ni con “La fiesta de los muñecos” ni con “Dulcita y el Burrito”) vi un par de piezas cortas, escritas por Reyes, de cuyos nombres no puedo acordarme. Busco en la compilación de sus obras publicada en 1992 por la Universidad de Antioquia bajo el título “Dentro y fuera”. No las encuentro. Se perdieron en la efímera arbitrariedad del teatro.
Mi amistad con Carlos José comenzó en forma cuando instalé mis bártulos en Bogotá, a finales de 1980. Conversábamos por los caminos de los escenarios y fui testigo de buena parte de su montaje de la obra “Caballito del diablo” en el Teatro Popular de Bogotá, gracias a que en su elenco se encontraba mi pizpireta enamorada Rosario Jaramillo. Durante la primera edición del Festival Iberoamericano de Teatro, en 1988, Carlos José hacía de todo en la Dirección de los Eventos Especiales y, aunque yo lo relacionaba con “el combo” de Santiago García y del Teatro La Candelaria, nunca dejé de verlo navegar en otras aguas que iban de la televisión al cine, de la literatura a la docencia, de la administración pública a la conversación frenética.
Vicky Hernández, una de mis profesoras de actuación en Cali, me contaba de sus aventuras como actriz de Carlos José y con sus testimonios, entre jocosos y solemnes entendí que el autor de “La fiesta de los muñecos” era, ante todo, un pensador de la escena, aquel que escribía con sus montajes, ponía en la práctica lo que sus desaforadas lecturas le dictaban y anticipaba sus juiciosas actividades de la madurez. Creo que, durante mucho tiempo, me sentía muy feliz cuando me encontraba con Carlos José Reyes, porque sabía que tenía garantizada una bacanal de la inteligencia. Con él se descubría todo, se aprendía y se intercambiaba con un placer sin hora de despedida. Era travieso, a su manera, se reía y jugueteaba con discreta elegancia. En una fiesta en casa de Fanny Mikey nos sentamos juntos para ver una “jam session” de rancheras donde se enfrentaron en duelo etílico Amparo Grisales y María Eugenia Dávila. Entre los dos le hicimos barra a la delirante María Eugenia, para que no se dejara vencer, ni por asomo, de la diva divina.
Pero Carlos José era, sobre todo, un hombre de letras. Un disciplinado lector y escritor que consiguió todo lo que se propuso, coronado como director, durante muchos años, de la Biblioteca Nacional de Colombia y como miembro, tanto de las Academias de Historia como de la Academia de la Lengua. Sabido es que estos territorios, para muchos artistas contestatarios, representan una suerte de traición a los principios de libertad y desorden en los que se debe inscribir un creador. Para Carlos José no era así. Entendía muy bien que la creación se puede ejercer desde muchos territorios y que pertenecer a ciertas instituciones implicaba imponerse un rigor cada vez más necesario para poder sacar los proyectos que, para buena parte de los humanos, terminan perdidos en los terrenos de la amargura.
Atesoro, hasta donde he podido, sus publicaciones. Desde su colección de “Teatro para niños” hecha por Colcultura en 1972, hasta la edición no venal de “Amor de chocolate”, una de sus farsas infantiles; desde su estudio del teatro colombiano del siglo XIX hasta el imprescindible volumen titulado “Materiales para una historia del teatro en Colombia” con el cual nos formamos toda una generación de apasionados; desde la publicación a raíz del Premio Vida y Obra que le otorgó la Alcaldía de Bogotá en 2008 (donde tuve el honor de dirigir la conversación con el homenajeado) hasta los tres inmensos tomos titulados “Teatro y violencia en dos siglos de historia de Colombia” publicados por el Ministerio de Cultura. En fin. Mi biblioteca personal es también la biblioteca de Carlos José Reyes porque, cada vez que iba a su casa, donde vivía con la amorosa e inteligente Clarita, me engolosinaba con sus quince mil volúmenes y de allí salía estimulado a gastarme mi salario de teatrero en las librerías de Bogotá.
La última vez que fui a visitar a Carlos José Reyes lo hice porque quería que conversáramos sobre mi libro titulado “¿Qué pasó con Seki Sano?” que, de alguna manera, lo había escrito para homenajearlo. Respiré profundo cuando me llenó de elogios y me hizo precisas evocaciones de la prehistoria del teatro moderno en Colombia y de su relación con mi tío Bernardo Romero Lozano. Carlos José estaba con la tristeza en el cuerpo y en el alma, tras la muerte reciente de su compañera de vida. Estaba muy flaco y se le dificultaba la posibilidad de escuchar. Así que yo lo dejé hablar por varias horas, a sabiendas de que no faltaba mucho tiempo y de que su monólogo sería una lección definitiva para mis años finales.
Por eso, cuando recibí la noticia de su muerte, lo acepté con resignación, pero sentí un garrotazo de la existencia. Pensé en sus hijos, en especial en Pilar y en Juliana, a quienes nos une el teatro, la literatura y el recuerdo imborrable de sus padres. Ahora voy a la misa final de Carlos José, aunque había decidido no volver a funerales ni a escribir sobre los muertos recientes, porque no quería que la vida se me borrase ante las sombras de lo que no tiene remedio. Pero el asunto con Carlos José Reyes es a otro precio. No solo fue un maestro y un amigo, sino también el compañero de un destino. Y, como ya no puedo aplaudirlo, por lo menos que quede este tímido testimonio para mí, para los amigos comunes, para su familia. Una familia en la que nos colamos todos los que lo quisimos sin reserva.
(Comparto foto en la noche del lanzamiento de mi libro "Género y destino: la tragedia griega en Colombia", donde Carlos José Reyes Posada fue presentador, junto a Rolf Abderhalden, Pedro Pablo Gómez Moreno -fuera de cuadro - Pawel Nowicki y la anfitriona Alejandra Borrero. Mayo de 2015).
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