Yasushi Inoue
MI MADRE
Lo cierto es que, ante el ocaso de una vida humana, parece inevitable preguntarse si ha tenido sentido.
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El matrimonio, los nacimientos y las defunciones se van sucediendo a lo largo de una vida, pero la única relación humana que permanece imborrable hasta el final es el dolor de la separación.
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Olvidar a alguien no es motivo de escándalo.
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Aquella nueva teoría hizo que la expresión de mi madre adoptara un nuevo significado, como si pensara: «Repito muchas veces las cosas que son importantes para mí, como esto y lo otro. No importa cuántas veces las repita. No hacéis más que decir que olvido las cosas, pero sólo son las que no tienen importancia. ¿Qué es lo que debo recordar? Es cierto que fui a Taipei, y a Kanazawa, y a Hirosaki, pero no lo disfruté. Lo olvidaré todo. También he olvidado a vuestro padre. Seguro que en nuestro matrimonio hubo momentos divertidos, pero la alegría y la tristeza son sentimientos efímeros en esta vida, así que no me arrepentiré de haberlo olvidado. Olvidar a alguien no es motivo de escándalo. No sé los hombres, pero los acontecimientos principales en la vida de una mujer son casarse y tener hijos. Por eso son las únicas cosas que pregunto a las mujeres. No hay nada más importante. En cuanto a los donativos de difuntos, hay que devolverlos. Es un dinero que recibimos en momentos trágicos, y hay que devolverlo cuando el infortunio golpea a los demás. Cada vez que muere alguien de los suyos o de los nuestros damos o recibimos dinero y, a la larga, estaremos en paz y nadie habrá salido ganando ni perdiendo. Así es la vida. Cuando yo muera, no me gustaría que nadie me diga en el otro mundo que no le he devuelto el donativo de difuntos».
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Nuestra madre había perdido todos sus recuerdos felices, pero también los más dolorosos. No recordaba cuánto la había querido mi padre y cuánto lo había querido ella, pero tampoco recordaba la indiferencia que él mostraba con ella y la frialdad con que ella lo trataba. En este sentido, la balanza de su vida conyugal estaba equilibrada. Los recuerdos que mi madre había recuperado aquella noche –ir al encuentro de mi padre bajo la nieve, limpiarle las botas y prepararle la comida– no podían considerarse malas experiencias. En realidad, seguro que mi madre tampoco había sufrido cuando era joven y tenía que encargarse de todas aquellas tareas. Pero aunque no hubiera sufrido, aquellas obligaciones se habían ido acumulando como capas de polvo a lo largo de muchos años y ahora, desde la perspectiva de la edad, le parecían mucho más fatigosas. Tal vez mi madre empezara a notar el peso del polvo que se nos acumula día tras día sobre los hombros, casi imperceptiblemente, por el simple hecho de vivir.
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Con la muerte de mi padre también comprendí que una de sus misiones en vida había sido protegerme de la muerte. Mientras él vivía –o quizá precisamente porque vivía–, yo nunca había pensado en mi propia muerte (al menos no de forma consciente, sólo como algo que tenía escondido en un rincón del alma). Pero cuando mi padre murió, el conducto que me separaba de la muerte se despejó de repente y quedó completamente abierto, así que me vi obligado a mirar una de las mitades del rostro de la muerte: empecé a pensar que a mí también me llegaría la hora. Con la muerte de mi padre aprendí que él me había protegido a mí, su hijo, por el simple hecho de estar vivo. No es algo que se haga de forma consciente; no se trata de un pacto entre humanos ni de una cuestión de amor filial. Se trata de algo que nace de la simple relación entre un padre y un hijo y es, sin duda, el vínculo más genuino que puede existir entre ambos.
Entonces empecé a pensar que tal vez mi propio final no estuviera tan lejos. Pero mi madre, que seguía gozando de buena salud, mantenía oculta la otra mitad del rostro de la muerte, así que el velo que se interponía entre ella y yo no se apartaría por completo hasta que falleciera mi madre. Entonces la muerte vendría a plantarse ante mí con la cara completamente descubierta.
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A pesar de todo, tras la muerte de mi padre, lo sentía dentro de mí en los momentos más inesperados: cuando bajaba del porche para ir al jardín, por ejemplo; o cuando tanteaba el suelo con los pies buscando los zuecos igual que lo hacía él. Lo mismo me pasaba cuando abría el periódico en la sala de estar y me inclinaba para leerlo. A veces cogía un paquete de cigarrillos y, en ese mismo instante, me daba cuenta de que lo había hecho igual que mi padre y volvía a dejarlo.
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Al final conseguí dejar de dar vueltas y más vueltas al pequeño episodio que había ocurrido entre mi padre y yo. Fue una liberación repentina y completamente inesperada: un día se me ocurrió pensar que quizá mi padre, dentro de su tumba, también estuviera tratando de descifrar el significado de aquel gesto que había tenido lugar entre ambos, sin testigos, tan sutil que había resultado casi imperceptible. Entonces, de repente, me sentí libre. Era posible que, en el otro mundo, él también estuviera devanándose los sesos por interpretar aquella escena igual que lo hacía yo. Así, en mi imaginación, me sentí hijo de mi padre por primera vez, lo que nunca me había pasado mientras él vivía. Yo era su hijo, y él era mi padre.
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Tras la muerte de mi padre, a menudo me llamaba la atención el gran parecido entre nosotros. Mientras vivía nunca se me había ocurrido pensar que pudiera parecerme a él, y la gente que me rodeaba solía decirme que teníamos personalidades completamente distintas. Desde que empecé a estudiar, me esforzaba conscientemente por pensar lo contrario de lo que pensaba él y llevar un estilo de vida opuesto al suyo, aunque de todas formas habría sido muy difícil encontrar un parecido entre ambos.
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A finales de otoño organizamos una ceremonia budista para conmemorar el quincuagésimo aniversario de la muerte de la abuela Nui, la mujer que me había criado como una auténtica madre cuando tuve que abandonar mi hogar de pequeño. A pesar de que yo la llamaba «abuela», no era de la familia: había sido la amante de mi bisabuelo. Cuando éste falleció, la abuela Nui entró en el registro familiar formando una nueva rama del árbol genealógico. Así pues, según el registro, mi madre pasó a ser su hija adoptiva. Esta compleja relación hizo que mi joven madre la considerase una intrusa y una presencia incómoda que perturbaba la paz de la familia. Nunca sintió afecto por ella, y la relación entre ambas fue tensa hasta el final.
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Siete meses después, a finales de febrero del año siguiente, los hijos, nietos y familiares más cercanos de mi madre nos reunimos para celebrar su octogésimo octavo cumpleaños. Era el año anterior a su muerte.
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–No te preocupes –la consolé–, no tienes por qué acordarte.
Por extraño que pueda parecer, la expresión que adoptaba mi madre cuando intentaba recordar –el cuello ladeado, la cabeza gacha y la vista fija en el regazo– contenía la humildad y la pena de un penitente obligado a confesarse.
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También he olvidado a vuestro padre. Seguro que en nuestro matrimonio hubo momentos divertidos, pero la alegría y la tristeza son sentimientos efímeros en esta vida, así que no me arrepentiré de haberlo olvidado.
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Tanto sus propias palabras como las de los invitados tenían una vida efímera.
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Estaba interpretando de nuevo el papel que se había asignado en la obra que ella misma había escrito.
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Era verdaderamente un mundo propio que no tenía validez para nadie más. Con su intuición había recortado fragmentos de la realidad y los había reestructurado para crear un nuevo mundo.
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Sumido en aquellas reflexiones, de repente empecé a ver el mundo senil de mi madre desde otra perspectiva. Había momentos del día en los que pensaba que estaba anocheciendo a pesar de que acabábamos de desayunar, y otros momentos en los que confundía la noche con el día. Sin embargo, a ella le daba igual que fuera de día o de noche: si su intuición le decía que era de día, para ella era de día; si algo le hacía pensar que era de noche, entonces era de noche.
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Sólo se repetían algunos episodios, aunque nadie sabía por qué eran tan especiales. Aquellos recuerdos eran muy pocos, pero parecían grabados en su mente de forma imborrable y nunca emergían atropelladamente sino que parecían esperar su turno, aunque luego hicieran acto de presencia en momentos inconexos. En aquellas ocasiones, mi madre actuaba como si acabara de recordar aquel episodio de su juventud: fijaba la vista en un punto lejano y hablaba como si se hubiera sumergido en el pozo borroso de su memoria y fuera pescando sus recuerdos uno a uno. No era una actitud fingida, y ella sin duda estaba convencida de que era la primera vez que rescataba aquellos recuerdos.
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Hasta ahora he vivido libremente y sin inhibiciones, y a mi edad no quiero vivir en casa de mis hijos para que me digan cómo tengo que coger los palillos a la hora de comer
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Si he escrito que a lo largo de los años puede que su cuerpo haya encogido no es sólo por su apariencia ligera: aparte de ligereza transmite también una fragilidad irreversible, una sensación de que su cuerpo ya no tiene otro lugar adonde ir salvo su destino final.
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Mi madre era inmune al cansancio físico. Al menos eso les parecía a los que vivían con ella. Cuando todos se reunían en la sala de estar para tomar el té, se sentaba entre ellos con su menuda figura y se dejaba servir por compromiso, pero no apartaba la vista de la ventana. Si un perro entraba en el jardín o unas hojas secas caían sobre el césped, se levantaba de inmediato. No podía estarse quieta. Salía al jardín varias veces al día con la escoba y el recogedor porque no quería ver ni una sola hoja en el suelo.
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Cuando la observo con disimulo, la ligereza de sus movimientos me hace pensar en una hoja seca.
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El vigor de mi madre había menguado bastante en comparación con la última vez, y ya no tenía la fuerza necesaria para deambular sin rumbo fijo en mitad de la noche.
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Sentamos a mi madre en medio, y Mitsu y yo nos colocamos cada uno a un lado. Aunque mi madre no tuviera ningún problema aparente, cuando subimos al coche me pareció que había encogido una talla y que era más frágil que nunca.
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Yo tengo una teoría un poco distinta –intervino mi cuñado Akio–. Su actitud me recuerda más a la de una madre buscando a su hijo. ¿Recuerdas aquella vez que dijo que tú no estabas y salió a buscarte? Fue entonces cuando empezaron las excursiones nocturnas, por eso digo que parece deambular por toda la casa en busca de sus hijos. Aquella vez te llamó por tu nombre y es probable que te estuviera buscando a ti, como si fueras un recién nacido, pero ahora es distinto. No busca un niño en concreto, sólo un niño en general, como una gata busca a sus cachorros. Un niño que busca a su madre tiene una expresión de angustia, mientras que la expresión de la abuela es más bien intimidante.
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¿Quién era nuestra madre? ¿Una niña que buscaba a su madre, como decía Shigako, o una joven madre que buscaba a su hijo, como opinaba Akio? También podía ser una niña perdida que buscaba cualquier otra cosa. Sea como fuere, Kuwako tenía razón al afirmar que ni siquiera ella misma lo sabía, pues no era consciente de sus propias acciones. En ese caso, el motor de sus actos tenía que ser algo muy parecido al instinto. Aquello que empuja a una madre a buscar a su hijo o a un niño a reclamar a su madre es una fuerza innata, que seguía viva en el cuerpo y el espíritu envejecidos de mi madre y provocaba aquella misteriosa conducta. Aunque no comprendiera la verdadera naturaleza de sus actos, al menos tenía una explicación para sus excursiones nocturnas.
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Con la gente mayor debe de ocurrir algo parecido: los recuerdos alegres se borran y sólo perduran los malos.
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Por lo visto, mi hermano también se había percatado de que nuestra madre sólo recordaba los episodios amargos de la vida que había compartido con nuestro padre, y había decidido ayudarla a recordar los buenos ratos y los momentos divertidos. Pero nuestra madre no cayó en la trampa.
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Cuando Kuwako dijo que el alma de nuestra madre parecía controlada por una fuerza externa, estuve a punto de replicar que aquella fuerza podía ser algo parecido al instinto, pero pensé que mi reflexión provocaría una triste discusión y me la guardé para mí.
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Aquella noche no había visto ni rastro de la niña arrogante que había sido días atrás; sólo era una mujer triste y solitaria.
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No lo creo. Más bien parece que se sienta sola. Se despierta en mitad de la noche y piensa que no está en su habitación, así que va entrando en todas las demás buscando la que ella cree que es la suya.
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Ahora durante el día estaba tan triste que deprimía a todos los que la rodeábamos, por eso quería que regresara –aunque sólo fuera por la noche– a aquella época en la que la malcriaban y consentían a pesar de su arrogancia y egoísmo.
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Como hijo suyo, me sentía agradecido de que mi madre se encontrara en la infancia, probablemente la época más feliz de su vida. Si pudiera sentirse siempre como entonces, no estaría triste ni abatida. Ahora durante el día estaba tan triste que deprimía a todos los que la rodeábamos, por eso quería que regresara –aunque sólo fuera por la noche– a aquella época en la que la malcriaban y consentían a pesar de su arrogancia y egoísmo.
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El cambio más notable en comparación con los dos o tres últimos años era que antes hablaba a menudo de Shunma y Takenori, los dos jóvenes objetos de su pasión de juventud que tanto habían hecho reír a sus nietos, y ahora, en cambio, ya no los mencionaba. Sólo lo hacía cuando los niños sacaban el tema, nunca por iniciativa propia. Al parecer, su demencia había avanzado hasta el punto de que incluso los rostros de sus dos grandes amores de juventud empezaban a apagarse en su cerebro.
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Si bien es cierto que mi madre regresaba a la adolescencia o a principios de la veintena en sus momentos de relativa docilidad y parecía tener el conocimiento vital de una niña o una chica joven, cuando se enfurecía sacaba la picardía mundana propia de alguien que ha vivido una larga vida.
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–¿Sabéis por quién me toma la abuela? –dijo Yoshiko un día–. Cree que soy su criada. Al menos, eso parece. Además, sospecho que me toma por una criada mayor que ella. Se porta como una niña mimada, se enfada… Anoche, por ejemplo, después de montar una pataleta, va y me dice: «Gracias. Tú también puedes irte a la cama».
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Era como si mi madre hubiera empezado a borrar con una goma uno de los extremos de la larga línea de la vida que había dibujado hasta entonces. No lo hacía de forma consciente, claro; era la vejez la que iba borrando la larga línea de la vida de mi madre y acercándose inexorablemente al principio.
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–Lo hago muy deprisa: la ayudo a quitarse el kimono, le pongo el camisón, la acuesto en el futón, la tapo hasta los hombros y le doy unas palmaditas por encima de la sábana. Luego le acerco unos pañuelos, su monedero y una linterna, se lo enseño todo y le digo que lo dejaré a su lado, junto a la almohada. Luego vuelvo a darle unas palmaditas por encima de la sábana, a la altura de los hombros. Si no lo hago, no se queda tranquila. Salgo al pasillo, apago la luz de su habitación y espero un rato. Si no se levanta en dos o tres minutos, es que todo va bien.
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–¿Quiénes son esos que te están esperando? –le preguntó Mitsu una vez.
–Allí no es como en esta casa –respondió mi madre con sarcasmo–. Allí tenemos mucha gente trabajando para nosotros, el jardín es grande y tenemos aguas termales, así que puedo bañarme siempre que quiera.
–¡Qué maravilla de casa, abuela! –dijo Yoshiko.
–Ven a visitarme algún día –la invitó ella, suavizando el tono–. Tenemos árboles frutales, la cocina es mucho más grande que ésta e incluso tenemos dos pozos. –Cuando hablaba así, parecía una niña presumiendo
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Sabíamos que nuestra madre no querría volver a Tokio, pero tendríamos que sacarla del pueblo aunque fuera a regañadientes. La situación había cambiado: la convalecencia de Akio estaba siendo más lenta de lo esperado y parecía lejos de restablecerse por completo, y los demás hermanos teníamos que priorizar el bienestar de nuestra hermana y su marido, que bastantes años llevaban ya cuidando de nuestra madre.
Al final, después de muchas vueltas, decidimos que nuestra madre viviría temporalmente conmigo en Tokio y que más adelante la llevaríamos a Karuizawa, donde tengo una casa que utilizo para trabajar durante el verano. Teníamos la esperanza de que le resultara agradable pasar el verano en Karuizawa.
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A pesar de ello, cuando apenas hacía una hora que había llegado empezó a pedir que la lleváramos de vuelta al pueblo cuanto antes. Durante los veinte días que estuvo viviendo en Tokio no conseguimos que olvidara ni un solo día la idea volver a casa.
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Sin embargo, aquella noche mi madre empezó a recoger sus cosas y meterlas en una bolsa: era la señal de que quería volver a casa de nuevo.
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Nos daba mucha pena retenerla en contra de su voluntad cuando lo único que deseaba era regresar al pueblo, y justo entonces fue cuando recibí una llamada de mi hija desde Karuizawa: la temporada de lluvias había terminado y aquel día había salido el sol. El inicio del verano era inminente, y parecía un buen momento para trasladar a la abuela. Le expliqué cómo estaba la situación en Tokio y le dije que, si bien el plan inicial era llevarla a Karuizawa, cuidar de ella suponía mucho trabajo y no creía que fuera buena idea.
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Cuando habían llegado dos días atrás, mi madre estaba medio trastornada por el cansancio del viaje y se había enfurecido al ver que no la habían llevado al pueblo. Había pasado la noche en vela. Kuwako y Yoshiko, que dormían a su lado, no sabían qué hacer con ella. Al día siguiente había pasado la mañana tranquila. Mientras daba un paseo por los alrededores de la casa con sus hijos y su nieta, había dicho que se alegraba de estar en un lugar tan fresco. Por la tarde, sin embargo, había vuelto a ponerse nerviosa –aunque no tanto como el primer día– porque quería que la llevaran al pueblo.
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A partir de entonces, su estado mental empezó a pasar por una serie de altibajos: cuando se le metía en la cabeza la idea de volver al pueblo no había forma de disuadirla, insistía sin parar y acababa enumerando toda clase de argumentos plausibles. Pero si la idea se le iba de la cabeza por casualidad, se volvía dócil como si se hubiera librado de un espíritu maligno. Se inclinaba hacia los matorrales del jardín y aguzaba el oído para oír el chirrido de los insectos, hacía comentarios como: «Pronto llegará el otoño, ¿verdad?», y su rostro de perfil adoptaba una expresión extrañamente solemne que me conmovía hasta lo más hondo.
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Cuando yo iba a verla, por ejemplo, lo primero que me preguntaba siempre era si el tren iba lleno. Me hacía la misma pregunta varias veces, y me resultaba doloroso y frustrante ver que no conseguía cambiar de tema.
Mientras esperaba la llegada de su hermano, mi madre estuvo insoportable. La noticia de la llegada de Keiichi se había grabado en el disco de su cerebro y estuvo repitiéndola durante medio año. Keiichi, que había emigrado a América siendo muy joven, siempre había sido el hermano favorito de mi madre. «Si Keiichi estuviera aquí…», solía decir ante cualquier eventualidad. Ahora que iba a volver a casa, mi madre estaba sin duda mucho más ilusionada de lo que habíamos imaginado.
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Un día, a principios de verano del año pasado –dos años después del regreso de mi tío Keiichi–, recibí una llamada inesperada de Shigako. Su marido Akio, que había estado ingresado por un accidente de coche, por fin estaba en casa recuperándose, pero aún tenía que andar con muletas. Shigako estaba enfurecida con nuestra madre:
–Llevo mucho tiempo cuidando de ella y he llegado al límite. Puedo soportar el cansancio, pero se pasa todo el día haciéndole comentarios sarcásticos y ofensivos a Akio, a saber con qué intención. Esta mañana le ha soltado: «Qué suerte tienes de poder pasarte el día holgazaneando en casa». Akio no le hace caso, pero aun así debe de ser muy violento para él. Hasta ahora la excusábamos diciendo que no está bien de la cabeza y no podemos hacer nada para solucionarlo, pero a Akio le habla de ese modo porque sabe que no es su hijo sino su yerno. A pesar de la demencia, es perfectamente consciente de quién es quién. Cuando me he enfadado con ella, me ha dicho que ella está en su casa y que puedo irme cuando quiera. Pero el problema –y es por eso que he adelgazado tanto– es precisamente que no puedo irme. Ya no puedo seguir haciéndome cargo de nuestra madre. Además, su demencia ha empeorado tanto últimamente que ya no puedo perderla de vista ni un segundo. Por otro lado, Akio tendrá que estar ingresado quince días más para someterse a una nueva operación, y entonces yo tendré que ir y volver del hospital todos los días. Lo que me preocupa es qué hacer con nuestra madre. No puedo dejarla sola con Sadayo y la mujer que nos ayuda en casa. Tendrá que quedarse con alguno de vosotros, al menos hasta que Akio tenga el alta –me contó por teléfono. Yo mismo hablé con ella. La voz de Shigako denotaba su nerviosismo desde el otro lado de la línea. Nuestra madre la había sacado de sus casillas.
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Mi tío se desesperaba con mi madre y ella nunca se dirigía a él por su nombre: siempre lo llamaba «el Americano» con cierto tono de desdén, y a sus espaldas hacía comentarios del estilo de: «Bah, ¡este americano!», o bien: «¿Quién se cree que es el Americano?». A pesar de ello, los días que el Americano no iba a verla, ella se presentaba en su casa una y otra vez, pues enseguida olvidaba que acababa de ir.
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Fui al pueblo a ver a mi madre en otoño, cuando cerré la casa de Karuizawa. Me habría gustado hacerle algún comentario burlón como: «Ahora que estás en el pueblo ya no tienes queja, ¿verdad?», pero la encontré en un estado muy diferente del que había imaginado: mi madre no recordaba haber estado en Tokio ni en Karuizawa.
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Un par de días más tarde, Sadayo y yo partimos hacia Karuizawa, adonde llegamos poco después de mediodía. Bajamos del coche en la verja principal, subimos la suave cuesta por el estrecho sendero flanqueado por la densa arboleda y vimos a mi madre arrancando hierbajos en el jardín. Mi hija Yoshiko estaba cerca de ella, sentada en una silla de rejilla; mi hermano tomaba el sol tumbado en una esterilla con el torso desnudo y Kuwako leía en una de las sillas del porche, desde donde los veía a todos. Cuando se volvió hacia nosotros, la expresión de mi madre era alegre y tranquila. Me sentí muy aliviado al ver que todo iba sobre ruedas.
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Durante los dos o tres primeros años desde su regreso al pueblo, mi madre borró sus recuerdos de cuando tenía setenta, sesenta, cincuenta y hasta cuarenta años. El fenómeno se presentó con más intensidad que en la época de Tokio, y cada vez eran más los recuerdos que perdía. Ya nunca hablaba de los años más recientes de su vejez y madurez, a menos que recordara algo. De vez en cuando, alguno de nosotros hablaba de algún episodio que pudiera despertar su interés para refrescarle la memoria relativa a aquella época, pero no lo conseguíamos casi nunca.
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Shigako también nos contó que, a finales del año anterior, nuestra madre había empezado a sufrir alucinaciones frecuentes: preparaba el té para los invitados a pesar de que no había llegado nadie. A veces lo hacía porque estaba convencida de que había visitas y otras veces, en cambio, se confundía y preparaba el té para las visitas del día anterior.
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Mi esposa Mitsu fue la primera en exponer la teoría de que mi madre, que por entonces aún vivía en Tokio, estaba regresando a su infancia. La madre de Mitsu había muerto a los ochenta y cuatro años y, a diferencia de la mía, se había mantenido asombrosamente lúcida hasta el final. Aun así, seis meses antes de morir empezó a perder la memoria y a comportarse como si volviera a ser una niña. Su familia supo lo que sucedía porque mi suegra llamaba a su hermana mayor, que la había criado cuando era pequeña, en un tono de voz típicamente infantil. Además, dos o tres días antes de morir empezó a chuparse el pulgar como si succionara un pezón.
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Pero las partes que se perdían no desaparecían bajo una mano de pintura negra: era más bien como si las cubriera un manto de niebla más o menos densa, y algunos recuerdos de naturaleza desconocida conseguían atravesarla vagamente. El cambio que había experimentado mi madre desde que ya no vivía en Tokio se debía probablemente al espesor de aquella niebla, que crecía e invadía su memoria amenazando con enterrar su pasado.
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Hasta ahora he descrito la senectud de mi madre en dos partes –a medio camino entre un ensayo y una novela–, tituladas «Bajo los cerezos en flor» y «Claro de luna». En «Bajo los cerezos en flor» mi madre tenía ochenta años y en «Claro de luna», ochenta y cinco. Así pues, mi madre vivió más de cuatro años desde la última parte hasta que la muerte se la llevó repentinamente. En los primeros dos años de la última etapa de su vida, su demencia empeoró y siguió creando tantas dificultades como antes para los que formábamos parte de su entorno.
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Lo más adecuado para la noche en la que había recibido la noticia de la muerte de mi madre habría sido mantener una conversación entre madre e hijo de las que sólo se tienen una vez en la vida, pero no me sentía con ánimo. Mi madre había vivido una larga vida y finalmente había muerto. Ahora dormía sin preocupaciones. Estaba tumbada, con los ojos plácidamente cerrados, y no volvería a despertarse. Lo único que sentía era una intensa emoción. Cuando mi padre murió quince años atrás, a los ochenta años, también recibí la noticia de su muerte en el despacho de mi casa de Tokio. Aquella noche también me había sentado en el escritorio esperando el amanecer, con la diferencia de que entonces se me ocurrieron muchas cosas que me habría gustado decirle a mi padre mientras vivía y no le había dicho. No fue eso lo que sentí tras la muerte de mi madre: mientras vivió le dije todo cuanto quise decirle, y tenía la sensación de que no nos había quedado ninguna conversación pendiente.
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Después de preparar mis cosas y meter la ropa para el funeral en la maleta, decidí dejar el resto de los preparativos en manos de Mitsu, me preparé un whisky con agua y me retiré a mi despacho. A pesar de que hacía muy poco que mi madre había muerto, su fallecimiento ya había pasado a un segundo plano para ceder todo el protagonismo al desenlace, es decir, el funeral. Y mi precipitado viaje al pueblo para despedirme de mi madre se había convertido repentinamente en una expedición para organizar sus exequias.
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–El velatorio será mañana –dijo, a pesar de que sólo faltaban unas horas para el amanecer. El funeral solía tener lugar al día siguiente del velatorio, pero por desgracia era tomobiki –un mal día para los funerales según el viejo ciclo lunar chino–, así que tendría que celebrarse al día siguiente, el 24. Shigako llamaba para informarme acerca de todas aquellas disposiciones y también para asegurarse de que no hubiera ningún impedimento. Supuse que varios de nuestros familiares ya se habían reunido alrededor del lecho de muerte de mi madre y habían empezado a discutir aquellas cuestiones. La voz de mi hermana sonaba más firme que antes, quizá por la tensión que estaba soportando. Le aconsejé que se tumbara un rato en la cama, aunque no pudiera dormir.
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Yo fui el último en subir al coche fúnebre con la urna en brazos. Me habían guardado un asiento al fondo del vehículo. Me senté, dejé la urna en mi regazo y la sujeté con ambas manos. Pensé que mi madre había luchado sola una dura y larga batalla. Ahora que la batalla había terminado, lo único que quedaba de ella eran aquellos fragmentos de hueso.
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