Alberto Moravia
EL BESO
Cuanto me dispongo a explicar ahora, tal vez parezca largo: pero, en realidad, por la velocidad casi visionaria del recuerdo, duró sólo un instante. Así, mientras Rheingold inclinaba hacia mí su semblante sonriente, me volví a ver de nuevo, de pronto, en la estancia en que vivía realquilado, mientras dictaba un guión. Había llegado ya al final del dictado, que había durado varios días, y, sin embargo, no habría sabido decir si la mecanógrafa era o no bonita. Entonces, un pequeño incidente me abrió, por así decirlo, los ojos. Estaba mecanografiando no sé qué frase cuando, al inclinarme a mirar la hoja por encima de su hombro, vi que había cometido un error. Me incliné aún más y traté de corregir el error mecanografiando yo mismo la palabra. Pero, al hacerlo, le toqué, sin quererlo, la mano, que, según pude notar, era muy grande y fuerte, en extraño contraste con la exigüidad de su cuerpo. Y al tocarle la mano, me di cuenta de que no la retiraba. Mecanografié una segunda palabra, y de nuevo, esta vez no sin intención, le toqué los dedos. Entonces le miré a la cara y vi que ella me devolvía la mirada, con expresión de espera y casi de invitación. Noté también con sorpresa, como si fuese la primera vez que la veía, que era bonita, con una pequeña boca carnosa, nariz caprichosa, grandes ojos negros y exuberante cabellera negra, peinada hacia atrás. Pero su rostro pálido y delicado reflejaba una expresión descontenta, esquiva, despechada. Y he aquí un último detalle; cuando ella me habló, diciéndome con una mueca: «Perdone, me había distraído», me sorprendió el tono seco y preciso de su voz, francamente desagradable. La miré, pues, y vi que sostenía muy bien e incluso me devolvía la mirada, de una manera aún agresiva. Entonces debí de mostrar cierta turbación e incluso responderle mutuamente, porque desde aquel momento, durante muchos días, no hicimos más que mirarnos. O, mejor, era ella la que me miraba continua y descaradamente, con deliberada impudencia, cada vez que podía, buscando mis ojos cuando huían de los de ella, tratando de retenerlos cuando se encontraban con los suyos y sondeando en el interior de los míos cuando se fijaban en ellos.
Como suele ocurrir, al principio, estas miradas fueron raras, y luego, cada vez más frecuentes. Finalmente, no sabiendo cómo evitarlas, me limité a dictarle paseando detrás de ella. Pero aquella tenaz coqueta encontró el modo de superar el obstáculo mirándome a través de un gran espejo colgado en la pared de enfrente, por lo cual, cada vez que yo levantaba la vista, encontraba invariablemente en aquel espejo sus ojos, que me miraban. Finalmente, ocurrió lo que ella deseaba que ocurriera. Un día en que, como de costumbre, me incliné tras su espalda para corregir un error, levanté los ojos hacia ella, nuestras miradas se encontraron y nuestras bocas se unieron un momento en un rápido beso. Lo primero que dijo ella tras el beso fue característico: «¡Menos mal! Ya empezaba a creer que no acabarías de decidirte».
En resumidas cuentas, desde aquel momento parecía estar segura de haberme dominado; tan segura, que, tras el beso, no vaciló en pedirme otros y luego se puso a trabajar de nuevo. Yo quedé confuso y arrepentido. La muchacha me gustaba, sin duda, pues, de lo contrario, no la habría besado; pero también estaba seguro de que no la amaba y de que, en el fondo, aquel beso había sido arrancado por ella a mi vanidad masculina con su petulante y, para mí, halagadora insistencia. Desde entonces escribía sin mirarme ya, con la mirada baja, más bonita que nunca, con su cara redonda y pálida y su gran mata de pelo negro. Luego cometió, tal vez a propósito, otro error, y yo, de nuevo, traté de corregirlo inclinándome sobre ella. Pero ella vigilaba mis gestos, y tan pronto como tuvo mi cara cerca de la suya, se volvió de pronto, me rodeó el cuello con un brazo y atrajo al sesgo mi boca contra la suya. En aquel momento se abrió la puerta y entró Emilia.
Cuanto ocurrió después no creo que sea necesario exponerlo detalladamente. Emilia se retiró en seguida, y yo, tras haber dicho a la muchacha apresuradamente: «Señorita, ha terminado por hoy el trabajo, puede marcharse a casa», salí corriendo del salón para ir en busca de Emilia, que estaba en el dormitorio. En realidad esperaba una escena de celos, pero, en cambio, Emilia se limitó a decirme, cuando entré: «Al menos podrías haberte quitado el carmín de los labios». Me lo quité y luego me senté a su lado, tratando de justificarme diciéndole la verdad. Ella me escuchó con una indefinible expresión de desconfianza recelosa y, en el fondo, indulgente, y, al fin, observó que si yo amaba de verdad a la mecanógrafa, no tendría más que decirlo y ella aceptaría, sin más, la separación. Pero dijo aquellas palabras sin acritud, con una especie de dulzura melancólica, como invitándome tácitamente a desmentirlas. Finalmente, tras muchas explicaciones y mucha desesperación (yo mismo estaba aterrado ante el pensamiento de que Emilia pudiera dejarme), pareció quedar convencida y, tras alguna repulsa y cierta resistencia, accedió a perdonarme. Aquel mismo día, por la tarde, en presencia de Emilia, telefoneé a la mecanógrafa para informarla de que ya no tenía necesidad de ella. La muchacha trató de arrancarme una cita fuera de casa; pero yo le contesté de una manera evasiva, y desde entonces no la volví a ver más.
Como suele ocurrir, al principio, estas miradas fueron raras, y luego, cada vez más frecuentes. Finalmente, no sabiendo cómo evitarlas, me limité a dictarle paseando detrás de ella. Pero aquella tenaz coqueta encontró el modo de superar el obstáculo mirándome a través de un gran espejo colgado en la pared de enfrente, por lo cual, cada vez que yo levantaba la vista, encontraba invariablemente en aquel espejo sus ojos, que me miraban. Finalmente, ocurrió lo que ella deseaba que ocurriera. Un día en que, como de costumbre, me incliné tras su espalda para corregir un error, levanté los ojos hacia ella, nuestras miradas se encontraron y nuestras bocas se unieron un momento en un rápido beso. Lo primero que dijo ella tras el beso fue característico: «¡Menos mal! Ya empezaba a creer que no acabarías de decidirte».
En resumidas cuentas, desde aquel momento parecía estar segura de haberme dominado; tan segura, que, tras el beso, no vaciló en pedirme otros y luego se puso a trabajar de nuevo. Yo quedé confuso y arrepentido. La muchacha me gustaba, sin duda, pues, de lo contrario, no la habría besado; pero también estaba seguro de que no la amaba y de que, en el fondo, aquel beso había sido arrancado por ella a mi vanidad masculina con su petulante y, para mí, halagadora insistencia. Desde entonces escribía sin mirarme ya, con la mirada baja, más bonita que nunca, con su cara redonda y pálida y su gran mata de pelo negro. Luego cometió, tal vez a propósito, otro error, y yo, de nuevo, traté de corregirlo inclinándome sobre ella. Pero ella vigilaba mis gestos, y tan pronto como tuvo mi cara cerca de la suya, se volvió de pronto, me rodeó el cuello con un brazo y atrajo al sesgo mi boca contra la suya. En aquel momento se abrió la puerta y entró Emilia.
Cuanto ocurrió después no creo que sea necesario exponerlo detalladamente. Emilia se retiró en seguida, y yo, tras haber dicho a la muchacha apresuradamente: «Señorita, ha terminado por hoy el trabajo, puede marcharse a casa», salí corriendo del salón para ir en busca de Emilia, que estaba en el dormitorio. En realidad esperaba una escena de celos, pero, en cambio, Emilia se limitó a decirme, cuando entré: «Al menos podrías haberte quitado el carmín de los labios». Me lo quité y luego me senté a su lado, tratando de justificarme diciéndole la verdad. Ella me escuchó con una indefinible expresión de desconfianza recelosa y, en el fondo, indulgente, y, al fin, observó que si yo amaba de verdad a la mecanógrafa, no tendría más que decirlo y ella aceptaría, sin más, la separación. Pero dijo aquellas palabras sin acritud, con una especie de dulzura melancólica, como invitándome tácitamente a desmentirlas. Finalmente, tras muchas explicaciones y mucha desesperación (yo mismo estaba aterrado ante el pensamiento de que Emilia pudiera dejarme), pareció quedar convencida y, tras alguna repulsa y cierta resistencia, accedió a perdonarme. Aquel mismo día, por la tarde, en presencia de Emilia, telefoneé a la mecanógrafa para informarla de que ya no tenía necesidad de ella. La muchacha trató de arrancarme una cita fuera de casa; pero yo le contesté de una manera evasiva, y desde entonces no la volví a ver más.
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