Adam Zagajewski |
Adam Zagajewski
LOS LIBROS DE BOLSILLO
A diferencia de los pasajeros del metro de París que llevan consigo voluminosas novelas, a mí me gustaban los tomitos pequeños y finos que cabían fácilmente en el bolsillo. No me agradaban en absoluto los libros al estilo de las obras completas, gruesos como las campesinas vestidas con zamarras en invierno, ni tampoco me atraían especialmente los elegantes volúmenes de la Pléaide, cuyo papel biblia parecía otorgar a los autores laicos la autoridad y el aura de los profetas Jeremías o Samuel. ¡A fe que no es posible ir de paseo cargando con los pesados tomos de unas obras completas…! Los libros deberían ser tan movedizos como los pensamientos. Por eso yo era un gran admirador del ingeniosos invento de los livres de poche o pocket books, es decir, los libros de bolsillo. A diferencia de las largas novelas, aquellos tomitos delgados no tendían puentes entre un día y otro, y casi no requerían el uso de un punto. (¿Quién escribirá por fin una tesis doctoral sobre los puntos de libro? Los pasajeros del metro tenían puntos más interesantes cuya vida acostumbraba a durar más que la del libro: una vez leída, la novela perdía su valor, mientras que el punto se trasladaba triunfalmente al tomo nuevo, como un órgano trasplantado a un organismo ajeno). Los libros delgados y estrechos son amigables. ¡Más que amigables! Despliegan ante el lector imágenes a menudo desconocidas e iluminan con la luz de la linterna parajes nuevos, pero no le proporcionan más que momentos sueltos, no son puentes, sino ligeras pasarelas tendidas por encima de los torrentes alpinos. Sin embargo, la gran novela de Marcel Proust ocupa un lugar de excepción, es una novela que desarrolla una narración bien planteada, capaz de satisfacer no solamente a los pasajeros del metro, sino incluso a los que viajan en el Transiberiano. Y cuando, tras haber recorrido miles de kilómetros, llegamos por fin al último tomo —a El tiempo recobrado y sus conclusiones—, resulta que el verdadero protagonista de la epopeya es el instante, el momento, el momento de la visión o de la memoria recuperada, un momento de clarividencia, felicidad o arrobo místico. ¡La enorme maquinaria de la novela está al servicio de la gloria del momento! los juiciosos adeptos de la literatura épica, los pasajeros de los medios de transporte urbanos e internacionales, los que leen a bordo de los aviones y en las salas de espera de los médicos, deben considerar que Proust es un traidor: entregó el arsenal de la narración a los enemigos de las novelas interminables, se posicionó a favor del instante, de la llamarada y del deslumbramiento que, por definición, no pueden durar mucho. Tantos volúmenes, tantas vidas, y al final ¿qué? Un himno que glorifica el instante… Los lectores de talante épico debían estar furiosos. Esperaban un alud de generaciones de sabor dulce y amargo; esperaban encontrar cunas de recién nacidos y malas estrellas que se cernieran sobre ellas; esperaban angustia y consuelo, y ¿qué recibieron? Un instante. Proust no fue el único en defraudar a sus lectores: no en vano lo que mejor recordamos de Guerra y Paz son los momentos extraordinarios en los que el príncipe Andréi contemplaba el cielo y las nubes en pleno fragor de la batalla, ausentándose de este modo de la contienda y de la historia, abandonando a los rusos y a los franceses… En mi caótica biblioteca privada, había una sección especial para los libros pequeños, para aquellos tomitos portátiles donde moraban los poemas, los aforismos, las observaciones, los ensayos breves y las notas de los dietarios. Por ejemplo, la edición en miniatura de las poesías de Gottfried Benn. Aquel hombre pícnico en cuyo temperamento se mezclaba la indolencia con erupciones de genialidad raras, aunque muy convincentes —fue un dermatólogo mediocre que perdió su empleo en el hospital por no ser lo bastante cumplidor, un lector nada sistemático de la Nationalbibliothek de Berlín y un asiduo de las cervecerías baratas—, me venía que ni pintado para hacerme compañía durante mis largos paseos. En Benn, no había narración alguna, sino liturgia del momento, una confesión de fe en la experimentación fugaz e intensa del mundo, explosiones violentas o suaves (suponiendo que existan las explosiones suaves…), como por ejemplo en el poema “Pequeño aster”. Una poesía perfecta para las calles y los bulevares de París, y además útil en otras ciudades, Cracovia incluida […].
Adam Zagajewski
Una leve exageración
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