domingo, 31 de marzo de 2019

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Emma Reyes
EL JUEGO DE LAS CRUCES

Lo primero que nos enseñó la monja joven fue a jugar a las cruces, que ella llamaba persignarse. Nos enseñó que cada dedo tiene un nombre, pero solo los de las manos, los de los pies, como el Niño, no tienen nombre; para jugar a persignarnos había que cerrar toda la mano y dejar levantado el dedo que se llama Pulgar. Con Pulgar teníamos que hacer tres cruces como si fueran dos palitos cruzados el uno sobre el otro, la primera cruz se hace en la frente, la segunda en la boca, con la boca cerrada y la tercera en el centro del pecho; luego había que abrir rápidamente todos los dedos y con la mano bien estirada hacer una sola grande cruz con la punta de todos los dedos, primero en el centro de la frente, en el centro del pecho, en el hombro del lado izquierdo, luego en el hombro derecho y terminar dándole un beso chiquito en la uña a Pulgar, siempre con la boca cerrada. Ese juego me divertía mucho, porque siempre me equivocaba y se me enredaban todas las cruces, a veces comenzaba en el pecho y terminaba en la frente o empezaba en la boca y, en cambio de besar a Pulgar, besaba al meñique, porque me daba lástima que era tan chiquitico. La monja se ponía furiosa y me hacía volver a comenzar mil veces.
Emma Reyes
Memoria por correspondencia
Bogotá, Laguna Libros, 2012, pp. 98-99


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