Emma Reyes
EL NIÑO
Por varios días la señorita María se quedó encerrada en la pieza con el Niño. No recuerdo cómo ni cuándo volvimos a verlo, solo recuerdo que un día Betzabé se puso a desocupar el cuarto de los trastos, el mismo en que nos habían encerrado la noche que la señorita María estaba enferma. El cuarto estaba, si se puede decir, en el centro de la casa, entre el primer patio y el solar. La señorita María, con el Niño en los brazos, dirigía el trabajo. Hizo lavar el piso, que era de ladrillo, bajaron de la pieza de ella una especie de canasto de paja que servía de cuna para el Niño y como muebles solo dejaron una silla mecedora y una mesa vieja donde pusieron las únicas tres camisitas que tenía el Niño. A la mañana siguiente, cuando Betzabé fue a levantarme y vestirme, me dijo que la señorita María y Helena habían vuelto a la agencia. Fue la primera vez que yo pregunté por el Niño. Betzabé me dijo que estaba en el cuarto de los trastos.
Salté de la cama y fui corriendo a la pieza, entré en punta de pies. La cuna la habían puesto sobre una estera en la mitad del cuarto, me senté en el suelo y empecé a mirarlo despacito y por pedacitos. Las orejitas eran chiquitas, perfectas, la carita muy blanca, la boca de labios gruesos, el pelito era negro, los pies largos y finos, las manos eran chiquiticas, no le pude abrir los dedos, los tenía apretados y húmedos, la boca la tenía entreabierta de un lado y parecía que estuviera riendo. Al rato vino Betzabé con una botella de tetero, lo alzó, se sentó en la silla y se puso a darle el tetero. El Niño abrió los ojos. Se parecían a los de Eduardo, negros, enormes. Yo no me cansaba de mirarlo. Le pregunté a Betzabé cómo se llamaba, dijo que la señorita María había dicho que se llamaría José sin Sal, pues no pensaba bautizarlo. Helena y yo lo llamábamos el Niño.
Mi vida cambió; ni el marrano, ni las gallinas y sus huevos, ni los árboles y sus frutas, nada me volvió a interesar fuera de estar junto a él; si estaba despierto, yo estaba sentada junto, hablando y jugando con él, si dormía me sentaba en la puerta a esperar que se despertara, si lloraba corría, gritando a Betzabé para que viniera con el tetero. La señorita María había prohibido terminantemente que lo sacáramos del cuarto, no quería que los vecinos lo vieran o lo sintieran llorar. Como no tomaba ni aire ni sol, era cada día más blanco transparente, pero crecía y engordaba. Como único vestido le ponían una camisita de bayetilla blanca y una tira larga que le enrollaban en la cintura, que llamaban fajero y que Betzabé decía que no había que quitársela porque se le salía el alma por el ombligo. Yo le pregunté que qué era el alma y ella me dijo que era todo lo que uno tenía por dentro.
Como no tenía ni pañales, ni calzoncito, hacía caca y pipí sobre la cuna que estaba cubierta con un pedazo de caucho rojo. Betzabé me enseñó a limpiarle con hojas de lengua vaca que cogíamos en el solar, pero a la noche, como yo dormía, regularmente a la mañana lo encontraba untado de caca hasta el pelo.
La señorita María volvió a la vida de antes, es decir que salía a las seis de la mañana para la agencia y volvía tarde a la noche. El único día que veía al Niño era los sábados que Betzabé y yo íbamos al río a lavar la ropa y ella y Helena se quedaban en la casa.
Cuando el Niño empezó a crecer y a moverse mucho, le cambiaron la cuna de paja por uno de los cajones vacíos del chocolate. Eran unos cajones muy profundos y yo ya casi no podía estirar los brazos hasta el fondo para limpiarlo. Cuando Betzabé no me veía, yo me montaba sobre una piedra y me dejaba escurrir entre el cajón, el Niño reía y gritaba de alegría cuando yo me metía en el cajón con él. Igual que el marrano, era mío y nadie se ocupaba de él, yo tenía la impresión que del Niño tampoco se ocupaba nadie y que era solo mío.
Emma Reyes
Memoria por correspondencia
Bogotá, Laguna Libros, 2012, pp. 55-58
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