jueves, 28 de marzo de 2019

Casa de citas / Emma Reyes / Mazamorra



Emma Reyes
MAZAMORRA

A Bogotá llegamos a un hotel miserable, que estaba junto a la Estación de la Sabana, teníamos una sola pieza para todas, el techo era de lata y el piso de ladrillo, estaba en el último patio junto al lavadero; no solamente moríamos de frío sino que, además, era tan oscura que durante el día teníamos que encender velas para poder ver. La señora María salía todos los días a la calle y volvía solo a la noche. Para que comiéramos las tres, nos dejaba diez centavos que solo nos alcanzaban para comprar pan y panela. El día lo pasábamos en la pieza o sentadas en el patio cuando había un poco de sol. Betzabé lloraba todo el día, decía que quería volver a Guateque, tenía verdadero terror de salir a la calle, el pan y la panela se los encargaba a dos viejitas que vivían en el mismo patio que nosotras, pues la tienda quedaba a tres cuadras y ella se aterraba de ir tan lejos en esa ciudad tan grande. En el mismo hotel vivía una mujer que era de Tunja y vivía con un policía, tenía dos niñas mucho más grandes que nosotras, era muy simpática y era la única que nos hablaba un poco. Cuando supo que nosotras solo comíamos pan y panela le dijo a Betzabé que eso era muy malo, que nos iban a dar lombrices y que además era muy poca comida, que ella hacía para ella y sus hijas mazamorra que era de más alimento. 
Cuando estaban discutiendo sobre el precio de la mazamorra llegaron las dos viejitas que nos traían el pan y la panela. Yo no sé cómo decidieron que, si nosotras dábamos nuestros diez centavos y las viejitas otros diez, más los diez de la mujer del policía, podríamos hacer una sola mazamorra para todos con carne, con papas y con habas. Había un solo problema, conseguir una olla muy grande, pues, según la mujer del policía, con todo ese dinero podíamos hacer tanta mazamorra que cada una podríamos tomar dos platos, uno al mediodía y calentar el otro para la noche. Betzabé dijo que ella tenía economizados cinco centavos, que ella los daba para comprar la olla, las viejitas dieron cada una un centavo, la mujer del policía dijo que, como era ella la que tenía la cocina, ella no daba para la olla. Detrás de la estación del tren había un mercado en la calle y decidieron que deberían ir todas juntas para saber cuánto valía una grande olla de barro. La olla valía veinte centavos y solo teníamos los cinco de Betzabé y los dos de las viejitas, es decir siete. Betzabé le habló a la señora María y, después de decir que la íbamos a arruinar, decidió darnos cinco centavos para la olla; a la mañana les dimos la gran noticia, ya teníamos doce. La mujer del policía dijo que bueno, que ella iba a dar los tres que tenía reservados para el jabón. En el primer patio vivía una señora un poco negra con un hijo ya grande que trabajaba en el tren; era el que cargaba el carbón para las máquinas, siempre estaba todo tiznado y a nosotras nos daba miedo mirarlo. La mujer del policía decidió hablar con ellos para ver si querían entrar en la vaca para la mazamorra, ellos aceptaron y el mismo día salieron a comprar la olla. Al día siguiente comimos la primera mazamorra, fue una verdadera fiesta; todos en el patio de atrás colocaron la grande olla entre muchos trapos en el hueco del sifón del patio y todos alrededor cada uno con su plato; había sagradamente un buen pedazo de carne para cada uno y muchas papas y habas y tallos. La mazamorra era hecha con masa. Era la mujer del policía la que hacía el mercado y era ella la que nos servía a todos. Naturalmente todos se volvieron amigos y Betzabé se hizo muy amiga del obrero del carbón. La señora María nunca participó en las mazamorras, regularmente no estaba, pero si estaba se quedaba encerrada en la pieza; tampoco tenía amistad con nadie, solo decía buenos días y seguía derecho, ella decía que eran gentes muy vulgares, pero le parecía bien que nosotras tomáramos mazamorra todos los días. 
Ya hacía como un mes que estábamos en esa casa y las mazamorras eran nuestra única diversión, el segundo plato, ese sí sin carne, lo ponían a calentar a las seis de la tarde; desde esa hora el que iba llegando se sentaba en el patio a esperar la llegada de la olla. Cuando aparecía la olla, todos dábamos un grito de alegría. Fue una tarde justamente que apareció el policía marido de doña Inés, como la llamábamos todos. Doña Inés empezaba a servir, estaba agachada con el plato y el cucharón en la mano, todos teníamos los ojos puestos sobre la olla. Fue el pum-pum de los dos disparos que nos hizo levantar los ojos, el policía con un revólver en la mano acababa de darle dos tiros a su mujer, que cayó como una piedra sobre la olla de la mazamorra, la olla se abrió en mil pedazos, todo el mundo corrió, Betzabé nos tiró contra la puerta de la pieza y nos encerramos todas tres con llave al interior. La mujer no se murió, pero nunca más volvimos a tener la mazamorra; volver a reunir el dinero para comprar una nueva olla era absolutamente imposible y de la parte nuestra la señora María nos prohibió todo contacto con las gentes de la casa. A los pocos días ella nos anunció que le habían dado la agencia de chocolate de un pueblo que se llamaba Fusagasugá. 
Emma Reyes
Memoria por correspondencia
Bogotá, Laguna Libros, 2012, pp. 75-79


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