Ante uno de los palacios camuflados se detuvo más rato. La casa se encontraba al principio de la Rue Droite, una calle principal que atravesaba la ciudad en toda su longitud, de este a oeste. Su aspecto no tenía nada de extraordinario; era algo más ancha y vistosa que las demás, pero no imponente, ni mucho menos. Ante la puerta cochera había un furgón lleno de cubas que eran descargadas mediante una plataforma. Otro furgón esperaba tras el primero. Entró en la tienda un hombre con unos papeles, volvió a salir en compañía de otro hombre y ambos desaparecieron dentro del portal. Grenouille se hallaba al otro lado de la calle y observaba toda su actividad. Nada de lo que sucedía le interesaba y, no obstante, permanecía inmóvil. Algo lo retenía.
Cerró los ojos y se concentró en los olores que flotaban hacia él desde el edificio de enfrente. Había el olor de las cubas, vinagre y vino, y luego los múltiples y densos olores del almacén, los olores de la riqueza, transpirados por las paredes como un sudor fino y dorado, y finalmente, los olores de un jardín que debía encontrarse al otro lado de la casa. No era fácil captar los aromas más delicados del jardín porque se elevaban en jirones delgados por encima de los frontones del edificio antes de bajar a la calle. Grenouille distinguió la magnolia, el jacinto, el torvisco y el rododendro... pero en este jardín parecía haber otra cosa, algo divinamente bueno, una fragancia más exquisita que ninguna de las que había olfateado en su vida... Tenía que aproximarse a ella.
Meditó sobre si debía entrar sencillamente en la vivienda por la puerta cochera, pero había allí tantas personas ocupadas en la descarga y el control de las cubas, que no podría pasar inadvertido. Decidió retroceder por la misma calle hasta encontrar una callejuela o un pasaje que condujera a la fachada lateral de la casa. A unos metros de distancia se hallaba la puerta de la ciudad, al principio de la Rue Droite. La franqueó y se mantuvo pegado a la muralla, siguiéndola colina arriba. No tuvo que ir muy lejos para volver a oler el jardín, primero débilmente, mezclado todavía con el aire de los campos, y después cada vez más fuerte. Al final comprendió que estaba muy cerca. El jardín lindaba con la muralla de la ciudad y se encontraba justo a su lado. Retrocediendo unos pasos, pudo ver por encima del muro las ramas superiores de los naranjos.
Volvió a cerrar los ojos. Las fragancias del jardín le rodearon, claras y bien perfiladas, como las franjas policromas de un arco iris. Y la más valiosa, la que él buscaba, figuraba entre ellas. Grenouille se acaloró de gozo y sintió a la vez el frío del temor. La sangre le subió a la cabeza como a un niño sorprendido en plena travesura, luego le bajó hasta el centro del cuerpo y después le volvió a subir y a bajar de nuevo, sin que él pudiera evitarlo. El ataque del aroma había sido demasiado súbito. Por un momento, durante unos segundos, durante toda una eternidad, según se le antojó a él, el tiempo se dobló o desapareció por completo, porque ya no sabía si ahora era ahora y aquí era aquí, o ahora era entonces y aquí era allí, o sea la Rue des Marais en París, en septiembre de 1753; la fragancia que llegaba desde el jardín era la fragancia de la muchacha pelirroja que había asesinado. El hecho de volver a encontrar esta fragancia en el mundo le hizo derramar lágrimas de beatitud... y la posibilidad de que no fuera cierto le dio un susto de muerte.
Sintió vértigos, se tambaleó un poco y tuvo que apoyarse en la muralla y deslizarse con lentitud hasta que estuvo en cuclillas. En esta posición, mientras se recuperaba y frenaba su imaginación, empezó a oliscar la fatal fragancia con inspiraciones más cortas y menos arriesgadas. Y concluyó que el aroma de detrás de la muralla era ciertamente muy parecido al de la muchacha pelirroja, pero no del todo igual. Desde luego lo emanaba una muchacha pelirroja, de esto no cabía la menor duda. Grenouille la veía como dibujada en su imaginación olfativa: no estaba quieta, sino que saltaba de un lado a otro, se acaloraba y se refrescaba, por lo visto jugando a algo que requería movimientos rápidos y acto seguido, inmovilidad... con otra persona de olor totalmente mediocre. Tenía una piel de blancura deslumbrante, ojos verdosos y pecas en la cara, el cuello y los pechos... es decir —Grenouille contuvo un instante el aliento, luego olfateó con más fuerza e intentó evocar el recuerdo olfatorio de la muchacha de la Rue des Marais— ¡es decir, esta muchacha aún no tenía pechos en el verdadero sentido de la palabra! Tenía apenas un principio de pechos, tenía ondulaciones indescriptiblemente suaves y apenas olorosas, rodeadas de pecas, formadas tal vez hacía sólo pocos días, tal vez pocas horas... tal vez en este momento. En una palabra: la muchacha era todavía una niña. ¡Pero, qué niña!
A Grenouille le sudaba la frente. Sabía que los niños no olían de manera particular, tan poco como las flores aún verdes antes de abrir sus pétalos. En cambio ésta, este capullo casi cerrado del otro lado del muro, que ahora mismo empezaba —sin que nadie, excepto Grenouille, se apercibiera de ello— a abrir sus odoríferos pétalos, olía ya de modo tan divino y sobrecogedor que, cuando floreciera del todo, emanaría un perfume que el mundo no había olido jamás. Ahora ya huele mejor, pensó Grenouille, que la muchacha de la Rue des Marais; con menos fuerza, menos exuberancia, pero más delicadeza, más facetas y, al mismo tiempo, más naturalidad. Dentro de uno o dos años, esta fragancia habría madurado y adquirido una impetuosidad a la que nadie, hombre o mujer, podría sustraerse. Y la gente sería dominada, desarmada y quedaría indefensa ante el hechizo de esta muchacha, sin que nadie supiera la razón. Y como la gente es estúpida y sólo sabe usar la nariz para resollar, pero cree reconocerlo todo con los ojos, dirían todos que era porque la muchacha poseía belleza, gracia y donaire. En su miopía, cantarían las alabanzas de sus facciones regulares, de su figura esbelta, de su pecho impecable. Y sus ojos, añadirían, son como esmeraldas y sus dientes como perlas y sus miembros como el marfil... y demás comparaciones a cual más idiota. Y la nombrarían reina del jazmín y la pintarían necios retratistas y su imagen sería pasto de los mirones, que la proclamarían la mujer más hermosa de Francia. Y los jovencitos vociferarían noches enteras bajo su ventana, al son de la mandolina... ricachones gordos y viejos caerían de hinojos ante su padre para pedir su mano... y mujeres de todas las edades suspirarían al verla y soñarían con ser tan seductoras como ella durante un solo día. Y nadie sabría que no era su aspecto lo que de verdad los había conquistado, que no era su belleza exterior, supuestamente perfecta, ¡sino únicamente su fragancia, magnífica e incomparable! Sólo lo sabría él, Grenouille, que, por otra parte, ya lo sabía ahora. ¡Ah! ¡Quería poseer esta fragancia! No de una forma tan inútil y torpe como en el pasado la fragancia de la muchacha de la Rue des Marais, que se había limitado a aspirar como un borracho, con lo cual la había destruido. No, ahora pretendía apropiarse de la fragancia de la muchacha que jugaba detrás de la muralla, arrancársela como si fuera una piel y convertirla en suya. Aún ignoraba cómo conseguirlo, pero disponía de dos años para reflexionar sobre la cuestión. En el fondo, quizá no era más difícil que arrebatar el perfume de una flor rara.
Se levantó y casi devotamente, como si abandonara un lugar sagrado o a una mujer dormida, se alejó despacio, encorvado, sin ruido, para que nadie le oyera ni se fijara en él, para que nadie se apercibiera de su valioso descubrimiento. Así huyó, siguiendo la muralla, hasta el extremo opuesto de la ciudad, donde el perfume de la muchacha se dispersó al fin y él volvió a entrar en la ciudad por la Porte des Fénéants. Se detuvo a la sombra de las casas. El tufo maloliente de las callejuelas le dio seguridad y le ayudó a dominar la pasión que se había apoderado de él. Al cabo de un cuarto de hora volvía a estar completamente tranquilo. Como primera medida, pensó, no se acercaría más al jardín lindante con la muralla. No era necesario y le excitaba demasiado. La flor que crecía en él maduraría sin su intervención y, por otra parte, ya conocía las fases de su desarrollo. No debía embriagarse a destiempo con su perfume. Antes era preciso consagrarse al trabajo, ampliar sus conocimientos y perfeccionar sus habilidades de artesano para estar preparado cuando llegara el momento de la cosecha. Aún tenía dos años de tiempo.
El perfume, capítulo 35
Seix Barral, Bogotá, 1986, pp. 160-164
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