Este desayuno de caldo de papa con carne, arepa y chocolate, en provincia, vale cinco mil pesos colombianos, algo más de un dólar, y en Bogotá y otras ciudades, el doble. Así, elemental y barato, es para mí un manjar de dioses. Para un santandereano como yo, nada mejor. Y si el hambre es mucha, se puede engrandecer el pedido con un tamal o unos huevos.
Un mercado de pueblo es una versión del paraíso. Acá se dan los buenos días y se pregunta por los conocidos. Se hace mercado sin tarjeta, sin máquinas, es decir, con billetes y monedas. Los productos llegaron de madrugada, traídos por los mismos campesinos, y el aroma es un privilegio. Con tantos colores se le cae la baba a los pintores. A unos pasos están las ventas de frutas y un poco más allá los puestos de jugos. No cae mal un jugo de maracuyá, licuado en nuestra presencia. Somos afortunados porque el trópico nos permite este paisaje los doce meses del año.
No más por esto es tan jodido vivir en otra parte. O empezando por esto, digamos. ¿En qué otro país le van va a decir a uno “Qué te provoca, mi amor”?
Dicen que la nostalgia empieza con la comida.
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