Patrick Süskind
LA CASA DE MADAME GAILLARD
Aunque no contaba todavía treinta años, madame Gaillard ya tenía la vida a sus espaldas. Su aspecto exterior correspondía a su verdadera edad, pero al mismo tiempo aparentaba el doble, el triple y el céntuplo de sus años, es decir, parecía la momia de una jovencita. Interiormente, hacía mucho tiempo que estaba muerta. De niña había recibido de su padre un golpe en la frente con el atizador, justo encima del arranque de la nariz, y desde entonces carecía del sentido del olfato y de toda sensación de frío y calor humano, así como de cualquier pasión. Tras aquel único golpe, la ternura le fue tan ajena como la aversión, y la alegría tan extraña como la desesperanza. No sintió nada cuando más tarde cohabitó con un hombre y tampoco cuando parió a sus hijos. No lloró a los que se le murieron ni se alegró de los que le quedaron. Cuando su marido le pegaba, no se estremecía, y no experimentó ningún alivio cuando él murió del cólera en el Hôtel-Dieu. Las dos únicas sensaciones que conocía eran un ligerísimo decaimiento cuando se aproximaba la jaqueca mensual y una ligerísima animación cuando desaparecía. Salvo en estos dos casos, aquella mujer muerta no sentía nada. Por otra parte... o tal vez precisamente a causa de su total falta de emoción, madame Gaillard poseía un frío sentido del orden y de la justicia. No favorecía a ninguno de sus pupilos, pero tampoco perjudicaba a ninguno. Les daba tres comidas al día y ni un bocado más. Cambiaba los pañales a los más pequeños tres veces diarias, pero sólo hasta que cumplían dos años. El que se ensuciaba los calzones a partir de entonces recibía en silencio una bofetada y una comida de menos. La mitad justa del dinero del hospedaje era para la manutención de los niños, la otra mitad se la quedaba ella. En tiempos de prosperidad no intentaba aumentar sus beneficios, pero en los difíciles no añadía ni un sou , aunque se presentara un caso de vida o muerte. De otro modo el negocio no habría sido rentable para ella. Necesitaba el dinero y lo había calculado todo con exactitud. Quería disfrutar de una pensión en su vejez y además poseer lo suficiente para poder morir en su casa y no estirar la pata en el Hôtel-Dieu, como su marido. La muerte de éste la había dejado fría, pero le horrorizaba morir en público junto a centenares de personas desconocidas. Quería poder pagarse una muerte privada y para ella necesitaba todo el margen del dinero del hospedaje. Era cierto que algunos inviernos se le morían tres o cuatro de las dos docenas de pequeños pupilos, pero aun así su porcentaje era mucho menor que el de la mayoría de otras madres adoptivas, para no hablar de las grandes inclusas estatales o religiosas, donde solían morir nueve de cada diez niños. Claro que era muy fácil reemplazarlos. París producía anualmente más de diez mil niños abandonados, bastardos y huérfanos, así que las bajas apenas se notaban.
Para el pequeño Grenouille, el establecimiento de madame Gaillard fue una bendición. Seguramente no habría podido sobrevivir en ningún otro lugar. Aquí, en cambio, en casa de esta mujer pobre de espíritu, se crió bien. Era de constitución fuerte; quien sobrevive al propio nacimiento entre desperdicios, no se deja echar de este mundo así como así. Podía tomar día tras día sopas aguadas, nutrirse con la leche más diluida y digerir las verduras más podridas y la carne en mal estado. Durante su infancia sobrevivió al sarampión, la disentería, la varicela, el cólera, una caída de seis metros en un pozo y la escaldadura del pecho con agua hirviendo. Como consecuencia de todo ello le quedaron cicatrices, arañazos, costras y un pie algo estropeado que le hacía cojear, pero vivía. Era fuerte como una bacteria resistente, y frugal como la garrapata, que se inmoviliza en un árbol y vive de una minúscula gota de sangre que chupó años atrás. Una cantidad mínima de alimento y de ropa bastaba para su cuerpo. Para el alma no necesitaba nada. La seguridad del hogar, la entrega, la ternura, el amor —o como se llamaran las cosas consideradas necesarias para un niño— eran totalmente superfluas para el niño Grenouille. Casi afirmaríamos que él mismo las había convertido en superfluas desde el principio, a fin de poder sobrevivir. El grito que siguió a su nacimiento, el grito exhalado bajo el mostrador donde se cortaba el pescado, que sirvió para llamar la atención sobre sí mismo y enviar a su madre al cadalso, no fue un grito instintivo en demanda de compasión y amor, sino un grito bien calculado, casi diríamos calculado con madurez, mediante el cual el recién nacido se decidió “contra” el amor y “a favor” de la vida. Dadas las circunstancias, ésta sólo era posible sin aquél, y si el niño hubiera exigido ambas cosas, no cabe duda de que habría perecido sin tardanza. En aquel momento habría podido elegir la segunda posibilidad que se le ofrecía, callar y recorrer el camino del nacimiento a la muerte sin el desvío de la vida, ahorrando con ello muchas calamidades a sí mismo y al mundo, pero tan prudente decisión habría requerido un mínimo de generosidad innata y Grenouille no la poseía. Fue un monstruo desde el mismo principio. Eligió la vida por pura obstinación y por pura maldad.
Como es natural, no decidió como decide un hombre adulto, que necesita una mayor o menor sensatez y experiencia para escoger entre diferentes opciones. Adoptó su decisión de un modo vegetativo, como decide una judía desechada si ahora debe germinar o continuar en su estado actual.
O como aquella garrapata del árbol, para la cual la vida es sólo una perpetua invernación. La pequeña y fea garrapata, que forma una bola con su cuerpo de color gris plomizo para ofrecer al mundo exterior la menor superficie posible; que hace su piel dura y lisa para no secretar nada, para no transpirar ni una gota de sí misma. La garrapata, que se empequeñece para pasar desapercibida, para que nadie la vea y la pise. La solitaria garrapata, que se encoge y acurruca en el árbol, ciega, sorda y muda, y sólo husmea, husmea durante años y a kilómetros de distancia la sangre de los animales errantes, que ella nunca podrá alcanzar por sus propias fuerzas. Podría dejarse caer; podría dejarse caer al suelo del bosque, arrastrarse unos milímetros con sus seis patitas minúsculas y dejarse morir bajo las hojas, lo cual Dios sabe que no sería ninguna lástima. Pero la garrapata, terca, obstinada y repugnante, permanece acurrucada, vive y espera. Espera hasta que la casualidad más improbable le lleve la sangre en forma de un animal directamente bajo su árbol. Sólo entonces abandona su posición, se deja caer y se clava, perfora y muerde la carne ajena...
Igual que esta garrapata era el niño Grenouille. Vivía encerrado en sí mismo como en una cápsula y esperaba mejores tiempos. Sus excrementos eran todo lo que daba al mundo; ni una sonrisa, ni un grito, ni un destello en la mirada, ni siquiera el propio olor. Cualquier otra mujer habría echado de su casa a este niño monstruoso. No así madame Gaillard. No podía oler la falta de olor del niño y no esperaba ninguna emoción de él porque su propia alma estaba sellada.
En cambio, los otros niños intuyeron en seguida que Grenouille era distinto. El nuevo les infundió miedo desde el primer día; evitaron la caja donde estaba acostado y se acercaron mucho a sus compañeros de cama, como si hiciera más frío en la habitación. Los más pequeños gritaron muchas veces durante la noche, como si una corriente de aire cruzara el dormitorio. Otros soñaron que algo les quitaba el aliento. Un día los mayores se unieron para ahogarlo y le cubrieron la cara con trapos, mantas y paja y pusieron encima de todo ello unos ladrillos. Cuando madame Gaillard lo desenterró a la mañana siguiente, estaba magullado y azulado, pero no muerto. Lo intentaron varias veces más, en vano. Estrangularlo con las propias manos o taponarle la boca o la nariz habría sido un método más seguro, pero no se atrevieron. No querían tocarlo; les inspiraba el mismo asco que una araña gorda a la que no se quiere aplastar con la mano.
Cuando creció un poco, abandonaron los intentos de asesinarlo. Se habían convencido de que era indestructible. En lugar de esto, le rehuían, corrían para apartarse de él y en todo momento evitaban cualquier contacto. No lo odiaban, ni tampoco estaban celosos de él o ávidos de su comida. En casa de madame Gaillard no existía el menor motivo para estos sentimientos. Les molestaba su presencia, simplemente. No podían percibir su olor. Le tenían miedo.
Patrick Süskind
El perfume, capítulo 4
Seix Barral, Bogotá, 1986, pp. 23-27
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