El 1 de septiembre de 1753, aniversario de la ascensión al trono del rey, en el Pont Royal de la ciudad de París se encendió un castillo de fuegos artificiales. No fueron tan espectaculares como los de la boda del rey ni como los legendarios fuegos de artificio con motivo del nacimiento del Delfín, pero no por ello dejaron de ser impresionantes. Se habían montado ruedas solares en los mástiles de los buques y desde el puente caían al río lluvias de estrellas procedentes de los llamados toros de fuego. Y mientras tanto, en medio de un ruido ensordecedor, estallaban petardos y por el empedrado saltaban los buscapiés y centenares de cohetes se elevaban hacia el cielo, pintando lirios blancos en el firmamento negro. Una muchedumbre de muchos miles de personas, congregada en el puente y en los “quais” de ambas orillas del río, acompañaba el espectáculo con entusiasmados “ahs”, “ohs”, “bravos” e incluso “vivas”, aunque el rey ocupaba el trono desde hacía treinta y ocho años y había rebasado ampliamente el punto culminante de su popularidad. Tal era el poder de unos fuegos artificiales.
Grenouille los presenciaba en silencio a la sombra del Pavillon de Flore, en la orilla derecha, frente al Pont Royal. No movió las manos para aplaudir ni miró una sola vez hacia arriba para ver elevarse los cohetes. Había venido con la esperanza de oler algo nuevo, pero pronto descubrió que los fuegos no tenían nada que ofrecer, olfatoriamente hablando. Aquel gran despilfarro de chispas, lluvia de fuego, estallidos y silbidos dejaba tras de sí una monótona mezcla de olores compuesta de azufre, aceite y salitre.Se disponía ya a alejarse de la aburrida representación para dirigirse a su casa pasando por las Galerías del Louvre, cuando el viento le llevó algo, algo minúsculo, apenas perceptible, una migaja, un átomo de fragancia, o no, todavía menos, el indicio de una fragancia más que una fragancia en sí, y pese a ello la certeza de que era algo jamás olfateado antes. Retrocedió de nuevo hasta la pared, cerró los ojos y esponjó las ventanas de la nariz. La fragancia era de una sutileza y finura tan excepcionales, que no podía captarla, escapaba una y otra vez a su percepción, ocultándose bajo el polvo húmedo de los petardos, bloqueada por las emanaciones de la muchedumbre y dispersada en mil fragmentos por los otros mil olores de la ciudad. De repente, sin embargo, volvió, pero sólo en diminutos retazos, ofreciendo durante un breve segundo una muestra de su magnífico potencial... y desapareció de nuevo. Grenouille sufría un tormento. Por primera vez no era su carácter ávido el que se veía contrariado, sino su corazón el que sufría. Tuvo el extraño presentimiento de que aquella fragancia era la clave del ordenamiento de todas las demás fragancias, que no podía entender nada de ninguna si no entendía precisamente ésta y que él, Grenouille, habría desperdiciado su vida si no conseguía poseerla. Tenía que captarla, no sólo por la mera posesión, sino para tranquilidad de su corazón.
La excitación casi le produjo malestar. Ni siquiera se había percatado de la dirección de donde procedía la fragancia. Muchas veces, los intervalos entre un soplo de fragancia y otro duraban minutos y cada vez le sobrecogía el horrible temor de haberla perdido para siempre. Al final se convenció, desesperado, de que la fragancia provenía de la otra orilla del río, de alguna parte en dirección sudeste.
Se apartó de la pared del Pavillon de Flore para mezclarse con la multitud y abrirse paso hacia el puente. A cada dos pasos se detenía y ponía de puntillas con objeto de olfatear por encima de las cabezas; al principio la emoción no le permitió oler nada, pero por fin logró captar y oliscar la fragancia, más intensa incluso que antes y, sabiendo que estaba en el buen camino, volvió a andar entre la muchedumbre de mirones y pirotécnicos, que a cada momento alzaban sus antorchas hacia las mechas de los cohetes; entonces perdió la fragancia entre la humareda acre de la pólvora, le dominó el pánico, se abrió paso a codazos y empujones, alcanzó tras varios minutos interminables la orilla opuesta, el Hotel de Mailly, el Quai Malaquest, el final de la Rue de Seine...
Allí detuvo sus pasos, se concentró y olfateó. Ya lo tenía. Lo retuvo con fuerza. El olor bajaba por la Rue de Seine, claro, inconfundible, pero fino y sutil como antes. Grenouille sintió palpitar su corazón y supo que no palpitaba por el esfuerzo de correr, sino por la excitación de su impotencia en presencia de este aroma. Intentó recordar algo parecido y tuvo que desechar todas las comparaciones. Esta fragancia tenía frescura, pero no la frescura de las limas o las naranjas amargas, no la de la mirra o la canela o la menta o los abedules o el alcanfor o las agujas de pino, no la de la lluvia de mayo o el viento helado o el agua del manantial... y era a la vez cálido, pero no como la bergamota, el ciprés o el almizcle, no como el jazmín o el narciso, no como el palo de rosa o el lirio... Esta fragancia era una mezcla de dos cosas, lo ligero y lo pesado; no, no una mezcla, sino una unidad y además sutil y débil y sólido y denso al mismo tiempo, como un trozo de seda fina y tornasolada... pero tampoco como la seda, sino como la leche dulce en la que se deshace la galleta... lo cual no era posible, por más que se quisiera: ¡seda y leche! Una fragancia incomprensible, indescriptible, imposible de clasificar; de hecho, su existencia era imposible. Y no obstante, ahí estaba, en toda su magnífica rotundidad. Grenouille la siguió con el corazón palpitante porque presentía que no era él quien seguía a la fragancia, sino la fragancia la que le había hecho prisionero y ahora le atraía irrevocablemente hacia sí.
Continuó bajando por la Rue de Seine. No había nadie en la calle. Las casas estaban vacías y silenciosas. Todos se habían ido al río a ver los fuegos artificiales. No estorbaba ningún penetrante olor humano, ningún potente tufo de pólvora. La calle olía a la mezcla habitual de agua,excrementos, ratas y verduras en descomposición, pero por encima de todo ello flotaba, clara y sutil, la estela que guiaba a Grenouille. A los pocos pasos desapareció tras los altos edificios la escasa luz nocturna del cielo y Grenouille continuó caminando en la oscuridad. No necesitaba ver; la fragancia le conducía sin posibilidad de error.
A los cincuenta metros dobló a la derecha la esquina de la Rue des Marais, una callejuela todavía más tenebrosa cuya anchura podía medirse con los brazos abiertos. Extrañamente, la fragancia no se intensificó, sólo adquirió más pureza y, a causa de esta pureza cada vez mayor, ganó una fuerza de atracción aún más poderosa. Grenouille avanzaba como un autómata. En un punto determinado la fragancia le guió bruscamente hacia la derecha, al parecer contra la pared de una casa. Apareció un umbral bajo que conducía al patio interior. Como en un sueño, Grenouille cruzó este umbral, dobló un recodo y salió a un segundo patio interior, de menor tamaño que el otro, donde por fin vio arder una luz: el cuadrilátero sólo medía unos cuantos pasos. De la pared sobresalía un tejadillo de madera inclinado y debajo de él, sobre una mesa, parpadeaba una vela. Una muchacha se hallaba sentada ante esta mesa, limpiando ciruelas amarillas. Las cogía de una cesta que tenía a su izquierda, las despezonaba y deshuesaba con un cuchillo y las dejaba caer en un cubo. Debía tener trece o catorce años. Grenouille se detuvo. Supo inmediatamente de dónde procedía la fragancia que había seguido durante más de media milla desde la otra margen del río: no de este patio sucio ni de las ciruelas amarillas. Procedía de la muchacha.
Por un momento se sintió tan confuso que creyó realmente no haber visto nunca en su vida nada tan hermoso como esta muchacha. Sólo veía su silueta desde atrás, a contraluz de la vela. Pensó, naturalmente, que nunca había olido nada tan hermoso. Sin embargo, como conocía los olores humanos, muchos miles de ellos, olores de hombres, mujeres y niños, no quería creer que una fragancia tan exquisita pudiera emanar de un ser humano. Casi siempre los seres humanos tenían un olor insignificante o detestable. El de los niños era insulso, el de los hombres consistía en orina, sudor fuerte y queso, el de las mujeres, en grasa rancia y pescado podrido. Todos sus olores carecían de interés y eran repugnantes... y por ello ahora ocurrió que Grenouille, por primera vez en su vida, desconfió de su nariz y tuvo que acudir a la ayuda visual para creer lo que olía. La confusión de sus sentidos no duró mucho; en realidad, necesitó sólo un momento para cerciorarse ópticamente y entregarse de nuevo, sin reservas, a las percepciones de su sentido del olfato. Ahora “olía” que ella era un ser humano, olía el sudor de sus axilas, la grasa de sus cabellos, el olor a pescado de su sexo, y lo olía con el mayor placer. Su sudor era tan fresco como la brisa marina, el sebo de sus cabellos, tan dulce como el aceite de nuez, su sexo olía como un ramo de nenúfares, su piel, como la flor de albaricoque... y la combinación de estos elementos producía un perfume tan rico, tan equilibrado, tan fascinante, que todo cuanto Grenouille había olido hasta entonces en perfumes, todos los edificios odoríferos que había creado en su imaginación, se le antojaron de repente una mera insensatez. Centenares de miles de fragancias parecieron perder todo su valor ante esta fragancia determinada. Se trataba del principio supremo, del modelo según el cual debía clasificar todos los demás. Era la belleza pura.
Grenouille vio con claridad que su vida ya no tenía sentido sin la posesión de esta fragancia. Debía conocerla con todas sus particularidades, hasta el más íntimo y sutil de sus pormenores; el simple recuerdo de su complejidad no era suficiente para él. Quería grabar el apoteósico perfume como con un troquel en la negrura confusa de su alma, investigarlo exhaustivamente y en lo sucesivo sólo pensar, vivir y oler de acuerdo con las estructuras internas de esta fórmula mágica.
Se fue acercando despacio a la muchacha, aproximándose más y más hasta que estuvo bajo el tejadillo, a un paso detrás de ella. La muchacha no le oyó.
Tenía cabellos rojizos y llevaba un vestido gris sin mangas. Sus brazos eran muy blancos y las manos amarillas por el jugo de las ciruelas partidas. Grenouille se inclinó sobre ella y aspiró su fragancia, ahora totalmente desprovista de mezclas, tal como emanaba de su nuca, de sus cabellos y del escote y se dejó invadir por ella como por una ligera brisa. Jamás había sentido un bienestar semejante. En cambio, la muchacha sintió frío.
No veía a Grenouille, pero experimentó cierta inquietud y un singular estremecimiento, como sorprendida de repente por el viejo temor ya olvidado. Le pareció sentir una corriente fría en la nuca, como si alguien hubiera abierto la puerta de un sótano inmenso y helado. Dejó el cuchillo, se llevó los brazos al pecho y se volvió.
El susto de verle la dejó pasmada, por lo que él dispuso de mucho tiempo para rodearle el cuello con las manos. La muchacha no intentó gritar, no se movió, no hizo ningún gesto de rechazo y él, por su parte, no la miró. No vio su bonito rostro salpicado de pecas, los labios rojos, los grandes ojos verdes y centelleantes, porque mantuvo bien cerrados los propios mientras la estrangulaba, dominado por una única preocupación: no perderse absolutamente nada de su fragancia.
Cuando estuvo muerta, la tendió en el suelo entre los huesos de ciruela, le desgarró el vestido y la fragancia se convirtió en torrente que le inundó con su aroma. Apretó la cara contra su piel y la pasó, con las ventanas de la nariz esponjadas, por su vientre, pecho, garganta, rostro, cabellos y otra vez por el vientre hasta el sexo, los muslos y las blancas pantorrillas. La olfateó desde la cabeza hasta la punta de los pies, recogiendolos últimos restos de su fragancia en la barbilla, en el ombligo y en el hueco del codo.
Cuando la hubo olido hasta marchitarla por completo, permaneció todavía un rato a su lado en cuclillas para sobreponerse, porque estaba saturado de ella. No quería derramar nada de su perfume y ante todo tenía que dejar bien cerrados los mamparos de su interior. Después se levantó y apagó la vela de un soplo.
Momentos más tarde llegaron los primeros trasnochadores por la Rue de Seine, cantando y lanzando vivas. Grenouille se orientó olfativamente por la callejuela oscura hasta la Rue des Petits Augustins, paralela a la Rue de Seine, que conducía al río. Poco después descubrieron el cadáver. Gritaron, encendieron antorchas y llamaron a la guardia. Grenouille estaba desde hacía rato en la orilla opuesta.
Aquella noche su cubil se le antojó un palacio y su catre una cama con colgaduras. Hasta entonces no había conocido la felicidad, todo lo más algunos raros momentos de sordo bienestar. Ahora, sin embargo temblaba de felicidad hasta el punto de no poder conciliar el sueño. Tenía la impresión de haber nacido por segunda vez, no, no por segunda, sino por primera vez, ya que hasta la fecha había existido como un animal, con sólo una nebulosa conciencia de sí mismo. En cambio, hoy le parecía saber por fin quién era en realidad: nada menos que un genio; y que su vida tenía un sentido, una meta y un alto destino: nada menos que el de revolucionar el mundo de los olores; y que sólo él en todo el mundo poseía todos los medios para ello: a saber, su exquisita nariz, su memoria fenomenal y, lo más importante de todo, la excepcional fragancia de esta muchacha de la Rue des Marais en cuya fórmula mágica figuraba todo lo que componía una gran fragancia, un perfume: delicadeza, fuerza, duración, variedad y una belleza abrumadora e irresistible. Había encontrado la brújula de su vida futura. Y como todos los monstruos geniales ante quienes un acontecimiento externo abre una vía recta en la espiral caótica de sus almas, Grenouille ya no se apartó de lo que él creía haber reconocido como la dirección de su destino. Ahora vio con claridad por qué se aferraba a la vida con tanta determinación y terquedad: tenía que ser un creador de perfumes. Y no uno cualquiera, sino el perfumista más grande de todos los tiempos.
Aquella misma noche pasó revista, primero despierto y luego en sueños, al gigantesco y desordenado tropel de sus recuerdos. Examinó los millones y millones de elementos odoríferos y los ordenó de manera sistemática: bueno con bueno, malo con malo, delicado con delicado, tosco con tosco, hedor con hedor, ambrosíaco con ambrosíaco. En el transcurso de la semana siguiente perfeccionó este orden, enriqueciendo y diferenciando más el catálogo de aromas y dando más claridad a las jerarquías. Y pronto pudo dar comienzo a los primeros edificios planificados de olores: casas, paredes, escalones, torres, sótanos, habitaciones, aposentos secretos... una fortaleza interior, embellecida y perfeccionada a diario, de las más maravillosas composiciones de aromas.
El hecho de que esta magnificencia se hubiera iniciado con un asesinato le resultaba, cuando tenía conciencia de ello, por completo indiferente. Ya no podía recordar la imagen de la muchacha de la Rue des Marais, ni su rostro ni su cuerpo. Pero conservaba y poseía lo mejor de ella: el principio de su fragancia.
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