Viserys Targarye Ilustración de Elia Mervi |
Dany desmontó y entregó las riendas a uno de los esclavos. Mientras Irri y Doreah
le preparaban los cojines, buscó con la mirada a su hermano. La sala era inmensa y estaba abarrotada,
pero aun así la piel clara de Viserys, su cabello plateado y sus andrajos de mendigo lo habrían hecho
destacar. No lo vio por ninguna parte.
Recorrió con la mirada las mesas atestadas más cercanas a las paredes, junto a las que se
sentaban hombres que tenían las trenzas aún más cortas que las hombrías, sobre alfombras raídas y
cojines finos ante mesas bajas, pero todas las caras que vio tenían ojos negros y pieles cobrizas. Divisó
a Ser Jorah Mormont cerca del centro de la sala, próximo al hogar central. Era un puesto de respeto,
aunque no de gran honor: los dothrakis valoraban mucho las hazañas de un hombre con la espada.
Dany envió a Jhiqui para que lo invitara a su mesa. Mormont se acercó al instante, e hincó una rodilla
en tierra ante ella.
—Khaleesi —dijo—, estoy a vuestras órdenes.
—Sentaos y hablad conmigo —dijo ella palmeando un cojín de piel de caballo, a su lado.
—Me honráis. —El caballero se sentó en el cojín, con las piernas cruzadas. Un esclavo se
arrodilló ante él y le ofreció una bandeja de madera llena de higos maduros. Ser Jorah cogió uno y lo
mordió.
—¿Dónde está mi hermano? —preguntó Dany—. Debería haber llegado ya al festín.
—Vi a Su Alteza esta mañana —respondió él—. Me dijo que iba al Mercado Occidental, a
buscar vino.
—¿Vino? —dijo Dany, dubitativa. Sabía que Viserys no soportaba el sabor de la leche
fermentada de yegua que bebían los dothrakis, y que a menudo paseaba por los bazares para beber con
los mercaderes que llegaban en las grandes caravanas procedentes de oriente y de occidente. Por lo
visto, disfrutaba de su compañía más que de la de ella.
—Vino —confirmó Ser Jorah—, y tenía intención de reclutar algunos hombres para su
ejército, de entre los mercenarios que escoltan las caravanas. —Una sirvienta le puso delante una
empanada de morcilla, y Ser Jorah la cogió con ambas manos.
—¿Os parece buena idea? —preguntó Dany—. No tiene dinero para pagar soldados. ¿Y si lo
traicionan? —Los guardias de las caravanas no tenían muchos problemas en cuestión de honor, y el
Usurpador de Desembarco del Rey les pagaría muy bien por la cabeza de su hermano—. Deberíais
haber ido con él para protegerlo. Sois su espada juramentada.
—Estamos en Vaes Dothrak —le recordó—. Aquí nadie puede llevar armas ni derramar
sangre humana.
—Pero mueren hombres —replicó ella—. Me lo ha contado Jhogo. Algunos mercaderes
tienen eunucos muy corpulentos, capaces de estrangular a los ladrones con una tira de seda. De esa
manera no se derrama sangre, y los dioses no se enfurecen.
En ese caso, esperemos que vuestro hermano tenga suficiente sentido común para no robar
nada. —Ser Jorah se limpió la grasa de la boca con el dorso de la mano, y se inclinó hacia delante—.
Viserys tenía intención de llevarse vuestros huevos de dragón, pero le advertí que, si se atrevía a
tocarlos, le cortaría la mano.
—Los huevos... —Durante un instante Dany se quedó tan perpleja que no supo qué decir—.
Pero si son míos, me los regaló el magíster Illyrio, fueron un obsequio de bodas... y para qué los quiere
Viserys, si son sólo piedras...
—Lo mismo se puede decir de los rubíes, los diamantes y los ópalos de fuego, princesa. Y los
huevos de dragón son mucho más raros. Los mercaderes con los que ha estado bebiendo venderían sus
miembros por una de esas «piedras», así que con las tres Viserys podría comprar tantos mercenarios
como quisiera.
—Entonces... —Dany no lo sabía, ni siquiera se lo había imaginado—. Entonces debería
dárselos. No tiene por qué robarlos, sólo hacía falta que los pidiera. Es mi hermano... y mi rey.
—Es vuestro hermano —reconoció Ser Jorah.
—No lo entendéis, ser —dijo ella—. Mi madre murió al traerme al mundo, mi padre y mi
hermano Rhaegar murieron antes. De no ser por Viserys ni siquiera sabría sus nombres. Era lo único
que me quedaba. Lo único. Es lo único que tengo.
—Hablad en pasado —replicó ser Jorah—. Eso ha cambiado, khale-esi. Ahora pertenecéis a
los dothrakis. En vuestro vientre cabalga el semental que monta el mundo. —Tendió la copa, y un
esclavo se la llenó de leche fermentada de yegua, de olor agrio y llena de grumos.
Dany rechazó la suya. Hasta el olor le daba náuseas, y no quería correr el riesgo de vomitar el
corazón de caballo que había conseguido comerse.
—¿Qué significa eso? Todos lo gritan sin parar, pero no lo entiendo.
—El semental es el khal de khals, el que anuncian las antiguas profecías, niña. Unirá a los
dothrakis en un khalasar, y cabalgará hasta los confines de la tierra, según las leyendas. Todos los
pueblos del mundo serán su manada.
—Oh —dijo Dany con voz tenue. Se acarició el vientre hinchado, por encima de la túnica—.
Lo voy a llamar Rhaego.
—Ese nombre hará que al Usurpador se le hiele la sangre en las venas.
De pronto Doreah le tironeó del codo.
—Mi señora —susurró con voz apremiante—, vuestro hermano...
Dany miró hacia el otro extremo de la larga sala sin techo, y allí estaba, avanzando hacia ella.
Por su manera de caminar, comprendió que Viserys había conseguido vino... y algo semejante al valor.
Llevaba las ropas de seda escarlata, sucias y desgastadas por el viaje. La capa y los guantes
eran de terciopelo negro desteñido por el sol. Las botas estaban secas y agrietadas, y el cabello rubio
plateado revuelto y sucio. En la vaina de cuero del cinturón llevaba una espada larga. Los dothrakis
miraron el acero; Dany oyó las maldiciones, las amenazas y los murmullos airados que se alzaban
como una marea. La música se detuvo con un sonido nervioso de tambores.
—Id con él —ordenó a Ser Jorah. El corazón se le había helado en el pecho—. Detenedlo.
Traedlo aquí. Decidle que le daré los huevos de dragón si los quiere. —El caballero se levantó
rápidamente.
—¿Dónde está mi hermana? —gritó Viserys con la voz turbia de los borrachos—. He venido a
su festín. ¿Cómo os atrevéis a comer sin mí? Nadie come antes que el rey. ¿Dónde está? Esa puta no
se puede esconder del dragón.
Se detuvo junto al más grande de los tres hogares y escudriñó los rostros de los dothrakis. En
la sala había cinco mil hombres, y sólo unos pocos de ellos conocían la lengua común. Pero, aunque
sus palabras resultaran incomprensibles, sólo hacía falta verle la cara para saber que estaba borracho.
Ser Jorah se acercó rápidamente a él, le susurró algo al oído. Y lo agarró por el brazo, pero
Viserys se liberó de él.
—¡Quítame las manos de encima! ¡Nadie toca al dragón sin su permiso!
Dany lanzó una mirada ansiosa al banco más elevado. Khal Drogo decía algo a los otros khals.
Khal Jommo sonrió, y Khal Ogo soltó una risotada. Aquel sonido hizo que Viserys alzara la vista.
—Khal Drogo —dijo con la lengua espesa, pero en tono casi educado—, he venido al festín.
—Se alejó tambaleante de Ser Jorah, como si fuera a reunirse con los tres khals en el banco alto.
Khal Drogo se levantó, escupió una docena de palabras en dothraki tan deprisa que Dany no
pudo entenderlas, y señaló con el dedo.
—Khal Drogo dice que tu lugar no está en el banco alto —tradujo Ser Jorah para su
hermano—. Khal Drogo dice que tu lugar es aquél.
Viserys miró en la dirección en la que señalaba el khal. Era un lugar al fondo de la larga sala,
junto a la pared y oculto por las sombras; allí se sentaba lo más bajo de lo bajo, para que los hombres
mejores no tuvieran que soportar su presencia: los niños que aún no habían visto sangre, los hombres viejos de ojos
turbios y articulaciones rígidas, los de inteligencia corta y los tullidos. Lejos de la carne, y más lejos
aún del honor.
—No es lugar para un rey —replicó su hermano.
—Es lugar —replicó Khal Drogo en la lengua común que Dany le había enseñado—, para Rey
de los Pies Sangrantes. —Dio unas palmadas—. ¡Un carro! ¡Traed carro para Khal Raggat!
Cinco mil dothrakis celebraron la ocurrencia con risotadas y gritos. Ser Jorah estaba de pie
junto a Viserys, le gritaba algo al oído, pero el clamor era tal que Dany no alcanzó a oír qué le decía.
Su hermano gritó algo a su vez, y los dos hombres se enzarzaron, hasta que Mormont derribó a
Viserys al suelo.
Entonces su hermano desenvainó la espada. El acero desnudo reflejó el fuego de los hogares
con un brillo rojizo.
—¡No te acerques a mí! —siseó Viserys.
Ser Jorah retrocedió un paso, y su hermano se puso de pie, inseguro. Blandió sobre la cabeza
la espada que el magíster Illyrio le había prestado para darle un aspecto más regio. Desde todos los
puntos de la sala los dothrakis le gritaban y le lanzaban maldiciones.
Dany dejó escapar un grito de terror. Ella sabía qué significaba sacar allí la espada, aunque su
hermano no lo comprendiera.
—Ahí está —dijo con una sonrisa. Al oírla, Viserys había vuelto la cabeza, como si la viera
por primera vez. Avanzó hacia ella hendiendo el aire, como si se abriera paso entre sus enemigos,
aunque nadie se había interpuesto en su camino.
—La espada... no debes... —le suplicó—. Por favor, Viserys. Está prohibido. Deja la espada,
comparte mis cojines. Hay comida, bebida... ¿quieres los huevos de dragón? Te los daré, pero suelta la
espada.
—Haz lo que te dice, idiota —le gritó Ser Jorah—. ¡Vas a hacer que nos maten a todos!
—No pueden matarnos —dijo Viserys entre risas—. En la ciudad sagrada no pueden derramar
sangre... pero yo sí. —Puso la punta de la espada entre los pechos de Daenerys, y la fue deslizando por
la curva de su vientre—. Vengo a buscar lo que es mío —dijo—. Quiero la corona que me prometió.
Te compró, pero no te pagó. Dile que quiero que me pague, o te llevaré lejos. A ti y a los huevos. Si
quiere, se puede quedar con su potrillo. Te lo sacaré de la barriga y se lo dejaré aquí. —La punta de la
espada apartó las sedas y le pinchó el ombligo. Dany vio que Viserys estaba llorando. Llorando y
riendo a la vez. Y aquel hombre había sido su hermano.
Muy lejos, como si fuera en otro mundo, Dany oyó los sollozos de su doncella Jhiqui,
diciendo que no se atrevía a traducir aquello, que el khal la ataría a su caballo y la arrastraría hasta la
Madre de las Montañas. Rodeó a la chica con un brazo.
—No tengas miedo —dijo—. Yo se lo contaré. —No sabía si conocía suficientes palabras,
pero cuando terminó Khal Drogo pronunció unas cuantas frases secas en dothraki, y Dany supo que la
había comprendido. El sol de su vida bajó del banco alto.
—¿Qué ha dicho? —preguntó sobresaltado el hombre que había sido su hermano.
En la sala se había hecho un silencio tal que podía oír el tintineo de las campanillas en el pelo
de Khal Drogo al caminar. Sus jinetes de sangre lo siguieron como tres sombras cobrizas. Daenerys se
había quedado fría.
—Dice que tendrás una corona de oro tan espléndida que los hombres temblarán al
contemplarla.
Viserys sonrió y bajó la espada. Aquello fue lo más triste, lo que más adelante desgarraría el
alma, su manera de sonreír.
—Eso es todo lo que quería —dijo—. Lo que me prometió.
Cuando el sol de su vida llegó junto a ella, Dany le rodeó la cintura con un brazo. El khal dio
una orden, y sus jinetes de sangre avanzaron. Qotho agarró por los brazos al hombre que había sido su
hermano. Haggo le rompió la muñeca con un simple movimiento brusco de sus manos enormes.
Cohollo le quitó la espada de sus flácidos dedos. Y ni siquiera entonces comprendió Viserys qué iba a
suceder.
—No —gritó—. ¡No podéis tocarme, soy el dragón, el dragón, y quiero mi corona!
Khal Drogo se soltó el cinturón. Los medallones eran enormes, de oro puro, muy
ornamentados, cada uno de ellos tenía el tamaño de la mano de un hombre. Gritó una orden. Los
esclavos de las cocinas sacaron un pesado caldero de hierro del hogar, derramaron el guiso por el
suelo, y volvieron a ponerlo sobre las llamas. Drogo tiró su cinturón al interior y observó con rostro
inexpresivo cómo los medallones se ponían al rojo y empezaban a deformarse. Dany vio cómo las
llamas bailaban en sus ojos de ónice. Un esclavo le tendió un par de gruesos mitones de piel de
caballo, y él se los puso sin siquiera mirarlo.
Viserys empezó a chillar, el grito agudo y sin palabras del cobarde que se enfrenta a la muerte.
Pataleó, se retorció, lloriqueó como un perro y sollozó como un niño. Pero los dothrakis lo sujetaron
con fuerza. Ser Jorah había conseguido llegar al lado de Dany. Le puso una mano en el hombro.
—Daos la vuelta, princesa, os lo suplico.
—No —respondió ella. Se puso las manos sobre el vientre en gesto protector.
—Hermana, por favor... —Por fin Viserys había clavado la mirada en ella—. Dany, diles...
haz que... hermanita...
Cuando el oro estuvo medio fundido, casi líquido, Drogo cogió el caldero.
—¡Corona! —rugió—. Aquí. ¡Una corona para Rey del Carro! —Y puso el caldero en la
cabeza del hombre que había sido su hermano.
El sonido que emitió Viserys Targaryen cuando aquel espantoso yelmo de hierro le cubrió la
cara no fue humano. Sus pies marcaron un ritmo frenético en el suelo de tierra, se agitaron y al final se
detuvieron. Sobre el pecho le cayeron goterones de oro fundido, y la seda escarlata empezó a humear...
pero no se derramó ni una gota de sangre.
Dany se sentía extrañamente tranquila.
«No era un dragón —pensó—. El fuego no mata a un dragón.»
George R.R. Martin
Juego de tronos
Bogotá, Ramdom House, 2015, pp. 474 -480
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