Triunfo Arciniegas
SOBRE EL OFICIO
3 de octubre de 2024
En mi adolescencia era capaz de escribir toda la noche y amanecía con la mano inflamada y los tendones trabados. Mi madre me sobaba con Yodosilato. Me había aferrado a la escritura con la fiereza de los ciclistas colombianos que escalan montañas o la terquedad de los corredores que recorren Kenia día tras día para escapar de una vida miserable. Con el ojo de tigre de los boxeadores pobres. De los pobres boxeadores. La miseria afina el ojo y el hambre purifica la ambición.
Me recuerdo al amanecer tocando la puerta del cuarto de mi madre, frente al patio, y veo mi mano derecha entre sus manos. Ya no puedo hacerlo. Ni lo uno ni lo otro. Hace años que no soy escritor nocturno. Tampoco tengo a mi madre. Tampoco existe el patio. Ni la casa.
Hace un rato, como a las seis de la tarde, terminé una intensa jornada de catorce horas, pero no escribiendo sino ilustrando. He estado puliendo unas ilustraciones con Photoshop y tengo la mano derecha inflamada y adolorida. Me duele hasta el hombro. Estamos sobre el tiempo y los editores funcionan con fechas muy precisas. Bendigo los días así. Nunca he renegado de una larga e intensa jornada. Ojalá siempre fuera así. Empiezo muy temprano, entre tres y cuatro, cuando Mío viene a pedir su primera comida. Los gatos tienen un reloj por dentro. Si hay suerte continúo hasta mediodía. Las tardes son como para arrojarlas a los perros: no sirvo para nada. Pero de cuando en cuando hay gasolina para volar un poco más y de pronto hasta que el día se desvanece y uno queda como como un trapo pero con un regocijo que vuelve soportable la vida.
No siempre es así. La dicha no siempre funciona. Benditos días. Hambrientos pero gozosos. Como no hay tiempo para cocinar algo sabroso, paso la jornada con café, pan y huevos, como un muerto de hambre deslumbrado en París o Nueva York. La escritura es paraíso. No sólo por la belleza sino por la recuperación del mundo perdido. Por la elaboración de la nostalgia mediante la palabra. Tal es la magia.
Ya en la cama y hasta que el sueño haga presencia, un repaso a las desgracias del mundo en El País y The Guardian o un par de capítulos de una serie en Netflix. No hay entusiasmo para un libro. Tal vez cuando baje el ritmo de la escritura. Tal vez cuando la magia no sea tan hechizante.
El dolor me ha hecho recordar a mi madre y su bella complicidad. Debido a su insistencia logré terminar la Escuela Normal. Me sostuvo en las horas de debilidad y me salvó de terminar como mecánico o camionero. Me divierte imaginar al camionero, gordo y satisfecho, con una mujer en cada pueblo y un reguero de hijos, y la certeza de que torcí mi destino me alimenta.
Mi madre alcanzó a ver mis primeros libros y supo de mis primeros premios. Le debo tanto. Ana María Machado dijo en el 2000 en Cartagena de Indias, con toda razón: “Lo que soy se lo debo a los libros”. En mi caso, o en mi casa, precisando las cosas, lo que soy se lo debo a mi madre.
Esta noche quisiera decirle que sigo en la pelea. Que no me ha ido mal. Ojalá hubiera una manera de hacerle saber que ya son setenta libros. Que sigue dando vueltas en mi corazón y que su tenacidad me acompaña en las horas oscuras. Que gracias por todo.
3 de octubre de 2024
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