martes, 8 de octubre de 2024

Casa de citas / David Mitchell / Jocasta

 




Zedelghem, 29-VIII-1931


    Sixsmith:


    Estoy sentado al escritorio en camisón. La campana de la iglesia da las cinco. Otro amanecer sediento. La vela está gastada del todo. Una noche agotadora. J. vino a mi cama a medianoche y, durante nuestra gimnasia, alguien trató de abrir la puerta sin llamar. ¡Qué horrible tragicomedia! Gracias a Dios, J. había echado el pestillo al entrar. El picaporte chirrió y empezaron a aporrear la puerta con insistencia. El miedo puede nublarte las ideas, pero también despejártelas y, acordándome del
Don Juan, escondí a J. en un nido de colchas y sábanas sobre la revuelta cama. Atravesé el cuarto a tropezones, sin poder creer que me estuviese ocurriendo a mí, chocándome adrede con los objetos para ganar tiempo, y, al llegar a la puerta, grité:
    —¿Qué diablos pasa? ¿Un incendio?
    —¡Abre, Robert!
    ¡Era Ayrs! Imagínate la escenita: yo ya estaba preparado para esquivar los balazos. Desesperado, le pregunté qué hora era, sólo para ganar un poco más de tiempo.
    —¡Yo qué sé! ¿Qué importa la hora? Muchacho, tengo una melodía para violín que es una maravilla y no me deja dormir, así que tienes que transcribírmela, ¡ahora mismo!
    ¿Podía fiarme de él?
    —¿Y no puede esperar hasta mañana?
    —¡Ni hablar, Frobisher! ¡Mañana se me habrá olvidado!
    ¿Por qué no bajábamos al salón de música?, le pregunté.
    —¡Porque despertaríamos a todos, y además, ya tengo todas las notas ordenadas en la cabeza!
    Le dije que esperase, que iba a encender una vela. Abrí la puerta y allí estaba Ayrs, con un bastón en cada mano, momificado en su camisón a la luz de luna. Detrás de él estaba Hendrick, callado y vigilante como un tótem.
    —¡Déjame pasar, quítate de en medio! —Ayrs me apartó de un empujón—. Venga, coge pluma y papel pautado, enciende la luz, rápido. ¿Para qué diantres cierras con cerrojo si luego duermes con las ventanas abiertas? Los prusianos ya se largaron y los fantasmas atraviesan la puerta como les da la gana.
    Farfullé no sé qué memez sobre la incapacidad de dormir en un cuarto no cerrado con llave, pero ni me escuchó.
    —¿Tienes papel aquí o mando a Hendrick que nos lo traiga?
    El alivio de saber que V. A. no había venido a pescarme beneficiándome a su señora hizo que su atropello pareciese menos intolerable de lo que en realidad era, así que le dije que sí, que tenía papel y pluma y que adelante. La vista de Ayrs es demasiado débil para ver nada sospechoso en las lomas de mi cama, pero Hendrick todavía entrañaba un posible peligro. Nunca hay que confiar en la discreción del servicio. Después de que Hendrick ayudase a sentarse a su patrón y le echase una manta por los hombros, le dije que ya le avisaría cuando terminásemos. Ayrs no me contradijo: ya estaba tarareando. ¿Un destello de complicidad en los ojos de H? No lo puedo asegurar: la habitación estaba demasiada oscura. El criado hizo una reverencia casi imperceptible y se retiró como si llevase puesto un par de patines bien engrasados, cerrando la puerta con suavidad.
    Me salpiqué la cara con un poco de agua de la jofaina y me senté enfrente de Ayrs, temiendo que J. se olvidase de la tarima crujiente y tratase de escabullirse de puntillas.
    —Listo.
    Ayrs me tarareó la sonata, compás por compás, y después nombró las notas. A pesar de las circunstancias, la singularidad de la miniatura no tardó en cautivarme. Es una pieza cristalina, cíclica, oscilante. Al cabo de novena y seis compases, Ayrs la dio por concluida y me dijo que le pusiese el rótulo
triste. Acto seguido me preguntó:
    —¿Qué te parece?
    —No estoy seguro —le dije—. No tiene nada que ver con su obra. Ni con la de nadie. Pero es hipnótica.
    Ayrs estaba abatido, como un hipotético cuadro prerrafaelista titulado La musa saciada abandona a su títere. Los trinos de los pájaros espumaban en el jardín presagiando el alba. Pensé en las curvas de J. bajo las sábanas, a escasos metros de distancia, y tuve hasta un peligroso arrebato de deseo. Por una vez, V. A. no estaba seguro de sí mismo.
    —He soñado con un… café de pesadilla, radiante de luz, pero subterráneo, sin salida. Llevaba mucho tiempo muerto. Todas las camareras tenían la misma cara. La comida era jabón y la única bebida eran tazas de espuma. La música que sonaba —dijo, señalando la partitura con un dedo exhausto— era ésta.
    Toqué la campanilla para llamar a H. Quería a Ayrs fuera de mi cuarto antes de que la luz del día revelase la presencia que se escondía en mi cama. Al cabo de un minuto H. llamó a la puerta. Ayrs se puso en pie y acudió renqueante; detesta que lo vean mientras lo ayudan.
    —Buen trabajo, Frobisher.
    Su voz me llegó desde el fondo del pasillo. Cerré la puerta y lancé un enorme suspiro de alivio. Trepé a la cama de nuevo, donde mi caimán sumergido en un pantano de sábanas hundió sus dientecillos en su joven presa.
    Habíamos dado inicio a un lúbrico beso de despedida cuando, maldita sea mi estampa, la puerta volvió a abrirse con un chirrido.
    —Se me olvidaba, Frobisher.
    ¡La madre de todas las Blasfemias, no había echado el pestillo! Ayrs vino directo a la cama, parecía el naufragio o del Hesperus. J. volvió a esconderse rápidamente bajo las sábanas, mientras yo hacía todo tipo de ruidos para expresar mi sorpresa. Gracias a Dios, Hendrick se quedó en el pasillo: ¿casualidad o tacto? V. A. dio con el pie de la cama y allí que se sentó, a escasos centímetros del bulto que era J. Como a ésta le diese por estornudar o toser, hasta el cegato de Ayrs se daría cuenta.

    —Un asunto delicado, así que iré al grano. Jocasta. No es una mujer muy fiel. En lo conyugal, me refiero. Los amigos me dan a entender las indiscreciones que comete, los enemigos me informan de sus aventuras. ¿Alguna vez… te ha… ya me entiendes?
    Tensé la voz de manera magistral.
    —No, señor, me temo que no le entiendo.
    —¡Ahórrate la timidez, muchacho! —Ayrs se me acercó—. ¿Mi mujer te ha tirado los tejos? ¡Tengo derecho a saberlo!
    Evité, por un pelo, soltar una risita nerviosa.
    —Su pregunta me parece de un gusto pésimo. —El aliento de Jocasta me calentaba el muslo. Debía de estar asándose bajo las mantas—. Yo no llamaría «amigo» a nadie que se dedicase a divulgar tales inmundicias. En el caso de la señora Crommelynck, francamente, la idea me parece tan imposible de concebir como de asimilar. Si, y digo si, presa de un ataque de nervios, llegase a comportarse de un modo tan lamentable… Bien, en ese caso, de verdad se lo digo, Ayrs, yo pediría consejo a Dhondt o hablaría con el doctor Egret.
    La verborrea sofística es una buena cortina de humo.
    —O sea, ¿que no me vas a responder con una sola palabra?
    —Le voy a responder con dos: ¡rotundamente no! Y con eso espero que quede zanjado el tema.
    Ayrs dejó pasar un buen rato.
    —Frobisher, eres joven, eres rico, tienes cerebro y, por lo que oigo, no eres del todo repugnante. No entiendo muy bien por qué estás aquí.
    Estupendo. Se estaba poniendo sensiblero.
    —Usted es mi Verlaine.
    —¿Ah, sí, joven Rimbaud? ¿Y dónde está tu
Temporada en el infierno?
    —En apuntes, en mi cráneo, en mis tripas, Ayrs. En mi futuro.
    No sé si Ayrs sintió ironía, piedad, nostalgia o desprecio. El caso es que se marchó. Eché el pestillo y cogí la horizontal por tercera vez en esa noche. El vodevil de alcoba, cuando sucede en la vida real, es algo tristísimo. Jocasta parecía enfadada conmigo.
    —¿Qué pasa? —le pregunté entre dientes.
    —Mi marido te adora —dijo mientras se vestía.
    Zedelghem está en ebullición. Las cañerías gruñen como tías ancianas. He estado pensando en mi abuelo, cuya genialidad la generación de mi padre eludió por completo. Un día me enseñó un aguafuerte de un templo siamés. No recuerdo cómo se llamaba, pero desde que cierto discípulo de Buda rezase allí hace siglos, todos los caudillos, tiranos y monarcas del reino lo habían aderezado con torres de marfil, arboretos olorosos, cúpulas doradas, habían mandado pintar murales en los techos abovedados y engastar esmeraldas en los ojos de las estatuillas. El día en que el templo sea igual a su equivalente en la Tierra de los Puros, dice la historia, ese día la humanidad habrá cumplido su objetivo y el Tiempo tocará a su fin.
    Se me ocurre que, para personas como Ayrs, ese templo es la civilización. Las masas, los esclavos, los campesinos y los soldados de a pie habitan en las grietas de sus losas, ignorantes hasta de su ignorancia. No sucede lo mismo con los grandes estadistas, científicos, artistas y, sobre todo, con los compositores de la época, de cualquier época, que somos los arquitectos de la civilización, sus albañiles y sacerdotes. Para Ayrs nuestra función es hacer más resplandeciente la civilización. Su mayor, o tal vez su único, deseo, es erigir un minarete que los herederos del progreso puedan señalar dentro de mil años y decir: «¡Mira, ése es Vyvyan!».
    Qué vulgar es esa ansia de inmortalidad, qué vana, que falsa. Los compositores somos simples escritorzuelos de pinturas rupestres. Escribimos música por la sencilla razón de que el invierno es eterno y porque si no, los lobos y las tormentas de hielo se nos tirarían a la yugular aún más rápido.
    Tuyo,
    R. F.




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