jueves, 24 de octubre de 2024

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Han Kang
OSCURIDAD

Acaba de entrar un pájaro al edificio, un herrerillo más pequeño que el puño de un niño. Sin poder encontrar la salida, se da de cabezazos contra las paredes y contra la barandilla de la escalera que lleva al piso de arriba, gorjeando lastimosamente.
Ella acaba de traspasar la entrada de la academia y se para en silencio. Al ver que el ave vuelve a golpearse contra la pared de cemento, se gira y deja abierta la otra hoja de la puerta de cristal.
«Tienes que salir», dice ella desde algún lugar más profundo que la lengua y la garganta.
Para guiarlo hacia el exterior, da suaves golpecitos en la pared con su bolso. El herrerillo lo interpreta como una amenaza, pues vuela hacia la oscuridad de las escaleras que conducen al sótano y se oculta debajo de la barandilla.
«No te escondas ahí. Tienes que salir».
Ella retrocede un par de pasos y el pájaro se pone a piar débilmente, como si hubiera bajado la guardia. Al volver a acercarse un poco, el piar se interrumpe. Ella mira afuera a través de la puerta abierta de par en par. Las ramas blanquecinas de los árboles están sumidas en el fulgor del anochecer estival. Un taxi con las luces antiniebla encendidas se detiene ante las puertas de cristal de la academia.
Del taxi se baja un hombre vestido con camisa blanca lisa y pantalones de algodón de color gris oscuro. Para no tropezarse con el escalón del umbral, enciende una linterna apenas desciende del coche. Al entrar en el edificio iluminado, apaga la linterna, se acomoda la pesada cartera llena de libros al hombro y se acerca a ella. Dudando un poco, le pregunta en voz baja:
—¿Qué hay ahí?
Él se inclina hacia el ser vivo de color oscuro que ella está observando, bajo la barandilla. El ave se mueve un poco en la oscuridad. Él enciende la linterna y lo ilumina. ¿Será un ratón? ¿Un gatito? No puede distinguir lo que es.
Oye la respiración tensa de ella. Es la primera vez que la escucha emitir un sonido. Tiene el pelo recogido en una coleta y los mechones a los lados de la cara se mueven al ritmo de su respiración. Siente el deseo de mirarla bien. No hay suficiente luz y tendría que iluminarle la cara con la linterna para verle la expresión.
Se pregunta si debería hablarle de nuevo con el lenguaje de signos, pero ella se aleja. Se alejan la blusa de manga corta y los pantalones negros; la cara, el cuello y los brazos blanquecinos. Sus tacones bajos resuenan en la escalera como marcando los signos de puntuación de una oración. Él se queda escuchando atentamente esos sonidos que no se interrumpen hasta el pasillo del segundo piso, reflexionando sobre los complejos sentimientos que le despiertan esos tacones que se alejan interminables, y se pregunta cuándo fue la última vez que sintió algo parecido.
***
Él se dispone a seguirla, pero entonces oye el piar y se detiene. Al inclinarse sobre la barandilla, ve que la criatura negra que estaba agazapada e inerte empieza a subir a saltitos, dos, tres escalones, desde el sótano. Enciende la linterna y la criatura vuelve a encogerse y se queda quieta. Solo entonces se da cuenta de que se trata de un pájaro.
—Sal. No puedes quedarte ahí.
Su voz reverbera en el oscuro corredor. Gira la cabeza y mira hacia los árboles al otro lado de la puerta de entrada. Anochece con rapidez y las siluetas de los troncos y ramas se ven casi negras.
Dudando un poco, abre su cartera y saca un grueso cuaderno. Lo enrolla y lo sostiene en una mano, mientras baja con cuidado iluminando la escalera con la linterna. Su intención es no bajar más de tres escalones. Al inclinarse para golpear el suelo con el cuaderno enrollado, el herrerillo echa a volar gorjeando enloquecido. Queriendo evitar al pájaro que se le abalanza encima, pierde pie y se le cae la linterna. El pájaro se golpea contra la pared y la barandilla de la escalera y vuela de nuevo hacia él, provocando que se le resbalen las gafas de la nariz y caigan al suelo. Asustado por los aleteos cerca de su oreja, se tapa la cara y se tambalea. Pisotea sin querer los lentes, que se rompen y acaban rodando unos escalones más abajo. Batiendo las alas con desesperación, el pájaro se lanza en dirección a las puertas de cristal. Vuelve a golpearse contra la pared de cemento, contra los buzones metálicos.
***
Él permanece sentado en las tinieblas de la escalera. Ve todo negro y deformado. Con las manos temblorosas, palpa la superficie del escalón buscando las gafas. La linterna se encuentra abajo, a una profundidad insondable, emitiendo un halo difuso de luz.
—¿Hay alguien? —llama con la voz ronca—. ¿Hay alguien ahí?
Acerca el reloj a sus ojos para mirar las agujas fosforescentes, pero no distingue la hora. Deben de ser las ocho y cuarto más o menos. Es jueves de la última semana de julio, la víspera del día en que casi todo el mundo empieza las vacaciones de verano. Las clases del viernes se habían cancelado y la secretaria le había dicho que dejaría abierta el aula de griego antes de salir un poco antes para marcharse a su pueblo. El hombre de mediana edad había avisado de que faltaría a clase, así que en el aula del segundo piso solo estarían la mujer, el estudiante de posgrado y el estudiante de filosofía. Ella no podría prestarle ninguna ayuda y los otros dos eran capaces de quedarse charlando más de media hora antes de echar en falta al profesor.
Tantea las escaleras con ambas manos. Cuando termina de buscar en un escalón, baja al siguiente sin levantarse, sentado. Por suerte, encuentra su cartera no muy lejos. Abre el cierre delantero y rebusca en su interior, y entonces cae en la cuenta de que se ha dejado el móvil en casa. Esa tarde le habían devuelto la carta que envió hacía un mes a Alemania, y, después de dejarla en el escritorio, se había quedado pensativo un buen rato. Al darse cuenta de que se le estaba haciendo tarde, se afeitó con prisas y se olvidó de coger el móvil antes de salir de casa.
Después de ponerse la cartera en bandolera, vuelve a tantear las escaleras. Solo encuentra polvo, pelusas y trozos de algo duro que no acierta a saber qué es. Cada vez que toca esos fragmentos de bordes filosos, los palpa con cuidado, pero no está seguro de si son los cristales rotos de sus gafas.
Apoyándose en sus manos y en el trasero, sigue bajando hacia la luz difusa como si proviniera del fondo del mar. Tiene que coger esa linterna como sea. Al barrer el siguiente escalón con la mano, se le escapa un quejido. Ha encontrado sus gafas, pero están destrozadas. Se muerde el labio inferior al sentir la sangre lacerante y tibia que corre por su mano derecha. Palpando con la mano sana, percibe que se ha torcido la montura y que los dos cristales están rotos.
***
¿Cuánto tiempo habrá pasado?
No oye ruido alguno.
Hasta el pájaro está silencioso, como si hubiera escapado
finalmente por las puertas o hubiera muerto por los golpes en la cabeza.
Es tan grande el silencio que hasta podría oír las voces retumbantes de los dos estudiantes varones si estuvieran hablando. Pero si por casualidad ninguno de los dos hubiera venido hoy, en el aula del segundo piso solamente estaría ella.
La imagina sentada en silencio en el aula vacía y cierra con fuerza los ojos. Desaparece la lejana luz y la reemplaza una oscuridad ondulante, casi la misma que percibe cuando tiene los ojos abiertos.
No puedo pedirle ayuda a ella, piensa, no puede oírme.
Abre de nuevo los ojos y vuelve a palpar los escalones con la mano izquierda para bajar hacia la luz difusa. Entonces oye los tacones que resuenan en el pasillo del piso superior. Tratando de no tocar los fragmentos de los lentes rotos, empieza a subir apoyándose en las manos y las rodillas. No hay duda alguna. ¡Son
los tacones de la mujer! Golpea la barandilla de hierro con el puño y también le pega varias veces con su pesada cartera. Aunque ella no pueda oír, quizá pueda sentir las vibraciones.
—¡Auxilio! —grita, aunque sabe que no servirá de nada.
Por fin, los tacones bajan por la escalera que conduce al sótano.
Él no puede distinguir la masa oscura que se mueve en medio de
la oscuridad circundante. Lo único que percibe es que los pasos se han detenido cerca, que se oye vagamente una respiración, que alguien se aproxima. Abre mucho los ojos y, dirigiéndose hacia donde suenan los ruidos, dice:
—¿Puede oírme? ¿Hay alguien más arriba? Se me han roto las gafas y tengo muy mal la vista... ¿Podría llamar a alguien? Necesito un taxi para ir a una óptica antes de que cierren... ¿Puede oírme?
Siente en la nariz un suave aroma a jabón de manzana. Dos manos frías y ágiles lo cogen por debajo de las axilas. Él se incorpora dejándose levantar por esas manos y trata de afirmarse sobre sus pies. Apoyándose en esa persona, sube uno a uno los escalones. Cada vez que se tambalea, los brazos que lo sujetan le ayudan a mantener el equilibrio.
Nota que cambia la intensidad de la oscuridad. Percibe que ha llegado a la parte superior de las escaleras y que está en el vestíbulo iluminado. Ve siluetas blanquecinas y negruzcas. También los buzones grises, las paredes blancas y la absoluta oscuridad que reina más allá de las puertas.
Ella lo rodea por la cintura con un brazo, y con la otra mano lo sujeta por la muñeca. Siente una brisa húmeda en la cara. Están ante las puertas de cristal abiertas de par en par. Percibe vagamente la cara de ella, sus brazos blanquecinos. Se frota contra la camisa la sangre de la mano lastimada y se le caen las gafas retorcidas y rotas que había recogido. ¿Esas manchas rojas que caen al suelo son su propia sangre? Se agacha para coger las gafas, pero no las encuentra. Humedeciéndose los labios resecos con la punta de la lengua, le dice a ella:
—Dentro de la cartera está mi billetera. Hay dinero suficiente para tomar un taxi. Tiene que haber una alguna óptica abierta en el centro. Necesito unas gafas nuevas.

Han Kang
La lección de griego


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