Cuando era niña, mi padre, un novelista joven y pobre, llenaba de libros nuestra casa sin muebles. Un diluvio se derramaba de las estanterías, cubriendo el suelo en torres desordenadas como una librería de viejo donde la organización se hubiera pospuesto para siempre. Para mí, los libros eran seres semivivientes que se multiplicaban y expandían constantemente sus límites. A pesar de las frecuentes mudanzas, podía sentirme a gusto gracias a todos esos libros que me protegían. Antes de hacer amigos en un barrio extraño, llevaba mis libros conmigo todas las tardes.
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