Juan Manuel Roca
DOMINGO EN EL PARK WAY
Hay momentos del día en que el Park Way de La Soledad se llena con toda clase de perros. Se trata, según parece, de un barrial y criollo festival de canes.
Perros góticos como un lebrel que hace pasarela, una deidad sin duda grácil y aristócrata. Perros con cara de pegante como un boxer que camina a paso de conga, perros más falderos que un don Juan de barrio y hasta un pinscher que es una miniatura transistorizada que debe tener garantía para ladrar las 24, pues no se le acaba la cuerda nunca. Creo que lleva ladrando desde comienzos del año.
Pero la verdad, me lo dice una amiga canólatra, los defectos de los perros, su amor a la propiedad privada, sus vínculos policivos desde La Conquista, su clasismo que los hace ladrar como primadonas cuando pasa un indigente, es culpa del hombre que los adocenó de tal manera y no de ellos. De acuerdo. Pero es que nadie está diciendo que el hombre sea mejor que los perros.
Nada más abrumador que esos (y esas) que les hablan a los perros como si fueran niños: "trae el palito, mi bebé", etcétera.
Es tal la soledad de algunos de sus dueños (y dueñas) que la única manera de hablar con alguien del género humano es a través de sus perros:
-Dígame, ¿qué come Cronos? -pregunta un hombre de chaqueta de la más fina gamuza y bufanda de seda que parece haberse vestido para un derby aunque no tengamos hipódromo.
-Cronos es gourmet -le responde la rubia antañona-. No come sino en casa y de modo balanceado.
A todas estas miro a Cronos. Es un perro diminuto de no sé qué raza y pienso:
-Buena idea tiene su amo del tiempo, es breve pero intenso el animalito, ladra a toda mecha.
Tengo temor de que llegue a tal punto la simbiosis entre niños y perros que suceda el momento en que el dueño (o la dueña) de un can, su mucama o mucamo le pongan al bebé de la casa un hueso en la cuna y al perro un biberón en la perrera.
De regreso a casa veo el gato del mecánico del barrio. Me gustaría sugerirle que lo bautizara, a tono con su oficio, con el muy lírico nombre de "hidráulico". El felino me sonríe de manera sospechosa, enigmática, como lo haría el gato de Cheshire que tenía por amo, si es que los gatos tienen amos, a un presbítero llamado Lewis Carroll.
Ahora, ya en casa y recostado en un sofá, me sigue persiguiendo a lo lejos "un horizonte de perros", como diría en un bello poema Federico García Lorca.
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