Liset Lantigua
CUBA
La última vez que fui a Cuba era enero de 2017. Mi papá Fernando había muerto aquí en octubre del 2016, dos meses después de haber llegado a Quito con toda su vida en un bolso de mano, tras 20 años de separación y cuando fue posible. Yo sabía que iba a ser un viaje duro. Iba a ver al hermano de papi, iba a hablar con él sobre su muerte. Llegué al pueblo en la tarde. Al día siguiente fui a visitar al tío Lolo que vivía -toda su vida de 82 años- en un pueblo cuya alegría estaba bajo tierra, y la prosperidad y las ilusiones (y sin agua o minas). Lolo perdió la vista a los 15 años. Yo lo quería mucho. Otras veces lo he dicho: Lolo se fue quedando ciego siendo cartero y aún sin ver repartía las cartas con un truco de los dedos y de la memoria. Hasta que ya no. Sabía que iba a ser un viaje duro. Iba a verlo al cabo de unos años, 5 o 7, no sé. Escuchó mi voz y me preguntó por él. Tan solo eso. "¿Y Fernando?" y rompió a llorar con una pureza y una orfandad sin consuelo. Y llena de dolor como iba, lloré con él allí. De octubre a enero había llorado imaginando ese viaje, no había razón para que allí, ante los sollozos de ese hombre lindísimo, ante su desgracia irremediable, no llorara por papi otra vez. Le fui contando lo que él ya sabía, lo que podía contarle, lo que tenía nombre aún en medio del horror. Lolo no paraba de repetir: "Si yo debí morir, no él". Papi había muerto a los 64 años, lleno de ganas, la muerte lo tuvo que aplastar. Quería recuperar el tiempo, los abrazos, llevarnos el café, ver a las niñas crecer lo poquito que les faltaba... Recuperar. Y Lolo tenía ganas de morir porque ya había muerto de oscuridad, de muerte de su madre, de casa triste, de calor, de un colchón malísimo, de falta de placer, de todo... De modo que la muerte, inintercambiable como es, lo hizo mal. Siempre lo hace mal. En la tarde de ese mismo día quise ir a la casa en la que crecí, a mi barrio. Pasé mi infancia en un reparto de casas iguales y patios grandes, lleno de gente que había ido a la guerra de Angola o a alguna otra. Creo que solo nuestra casa no tenía un 'combatiente'. Papi no fue a esa guerra pero tuvo que hacer algo peor: reclutar, y lo sabía. No hay mayor pesar ni mayor derrota que mandar a alguien de 20 años a sobrevivir, no se diga a morir. Papi fue un hombre triste casi siempre. Cuando estaba alegre, lo estaba mucho y era para amarnos y para volver a ponerse triste. La gente del barrio era buena, no recuerdo una sola persona de allí que no lo hubiera sido. Era gente de una bondad. En los peores momentos nos pasábamos de un patio a otro el mechero encendido porque la vida era un apagón. La única persona que no fue buena en los años esos no era de allí, y un día se fue para siempre. El barrio tenía una esperanza de asfalto en primer lugar, porque una calle de tierra es una cosa que siempre puede mejorar, llegar a tener sus aceras y sus farolas... En el año 1997, cuando me fui, la calle seguía igual, de modo que la ilusión se había ensanchado y además de aceritas y luces nocturnas había echado otras prosperidades donde tomar un helado y conversar, quién sabe... Esa tarde, al cabo de 20 años constaté que la calle de mi barrio se había borrado: la hierba se había ocupado de cualquier atisbo de ilusión, había llenado, con el concierto prolijo del abandono, cualquier dibujo: ni aceras, ni farolas, ni una cafetería, ni un jardín, ni un trillo. Pensé que los combatientes de mi barrio, todos, vivos y muertos, habían perdido la guerra, todas sus guerras: las perdidas y las doblemente perdidas. Y también sus hijos y sus nietos. Y yo. Y mis hermanas. Y papi. Y los amigos de aquellas noches de poesía sin luz, porque eso aún no importaba y aunque nos queríamos ir, dábamos gracias donde más dolía y teníamos palabras que abrazar, y dudas, antes de que la hierba las borrara.
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