jueves, 23 de septiembre de 2021

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Mavis Gallant


Mavis Gallant
TALLER DE ESCRITURA

    La primera ráfaga de ficción llega sin palabras. Consiste en una imagen fija, como una diapositiva, o mejor aún, como una instantánea congelada que muestra personajes en una situación simple. Por ejemplo, la visión de Barbara, Alec y sus tres hijos bajando de un tren en el sur de Francia anunciaron «Sin remisión». La escena en cuestión no sale en la historia pero permanece como una vieja fotografía de un periódico con una leyenda al pie en la que se dan todos los nombres. La rápida llegada y salida de esa imagen silenciosa podría asimilarse a los primeros momentos de una obra de teatro antes de que se pronuncie la primera palabra. La diferencia es que los personajes de ese fotograma no se ven, sino que son una evocación de futuro, y no necesitan hablar para explicarse. Todos los personajes salen a la luz con su nombre (que puedo cambiar), edad, nacionalidad, profesión, una voz y un acento característicos, un pasado familiar, una historia personal, un destino, cualidades, secretos, una actitud hacia el amor, la ambición, el dinero, la religión, y con un centro de gravedad propio.
    Durante los siguientes días anoto largos parlamentos de los diálogos. A esto le siguen escenas completas, completas en sí mismas, pero que conforman algo así como las partes de una película que aún no han sido ensambladas. No es que invente de manera deliberada nada de esto: simplemente ocurre. Hay escritores que dicen escuchar las palabras en sí, pero creo que ese «escuchar» hay que ponerlo entre comillas. Yo no escucho nada: sé lo que se está diciendo. Finalmente (describo un largo y complejo proceso de la manera más sencilla posible) parecerá que la historia está completa, en el sentido de que todo lo que hacía falta decir se ha escrito. Está completa pero es ilegible. Nada encaja. Una analogía cercana sería una película sin el montaje. Puede que el primer fotograma se haya disuelto en el sonido y el movimiento (Sylvie con su madre caminando cogidas del brazo en «Cruzar el puente»), o que acabe siendo el final (Jack y Netta en la place Masséna, en «La mujer del moro»), o algo secundario, como el joven Angelo mendigando monedas de Walter, que aparece someramente en «El verano de un hombre soltero».
    A veces se ve enseguida qué es lo que hace falta, lo cual no significa que se pueda hacer deprisa: he dejado aparte elementos de una historia durante meses e incluso años. Está acabado cuando parece cuadrar con un plan que, aunque es muy probable que yo tenga en la mente, no soy capaz describir, o cuando llego a la conclusión de que no puede ser escrito de manera más satisfactoria, al menos por mí. En unas pocas ocasiones esa lenta transformación de imagen a ficción comienza con algo atisbado en la realidad: una joven leyendo una carta del extranjero en el metro de París por la mañana temprano, un hombre en Berlín comiendo un plato de fiambre junto a una cortina de encajes que filtra la luz plomiza de la tarde; una madre norteamericana en Venecia haciendo todo lo posible para que se vea que lo está pasando bien y sus dos niñas atentas y discretas. Alguna vez, casi nunca, he visto claramente cómo un personaje que ha aparecido de nadie sabe dónde se está haciendo pasar por alguien que conocí en algún momento, disfrazado con tanto tacto como un extraño en un sueño. Siempre los he dejado estar. Todo lo que comienzo llega a publicarse, a su debido tiempo, y pasa a ser como una casa en la que viví antaño.


Prólogo de Mavis Gallant a Los cuentos, Ed. Lumen, 2009



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