Mavis Gallant
THE NEW YORKER
El miedo de haber heredado un legado defectuoso, una vocación sin un talento que la sostuviera, me persiguió desde muy joven. Esa era la razón de que hiciera trizas más de lo que salvaba, el porqué de que fuera reacia a enseñar mi trabajo, salvo a uno o dos amigos, y no con mucha frecuencia. Cuando tenía veintiún años alguien a quien le había dado dos historias solo para que las leyera, las mandó a una revista literaria local, y pude ver el aspecto que tenía un relato rodeado de poesía y otras ficciones. Envié otra de mis historias a una emisora de radio. Me pagaron algo y descubrí cómo sonaba mi trabajo con una voz diferente. Después de eso seguí escribiendo sin la intención de publicar nada ni de pedir opinión alguna durante seis años. Entonces yo tenía veintisiete años y me estaba convirtiendo exactamente en aquello que no quería ser: una periodista que escribía ficción en su tiempo libre. Pensé que la cuestión de escribir o dejar de hacerlo de una vez por todas tenía que ser decidida antes de cumplir los treinta. La única solución parecía ser romper con todo e intentarlo: me daría dos años. No daba la impresión de que me preocupase mucho de qué viviría durante aquellos dos años. Cuando miro atrás creo que tenía concentrados todos mis esfuerzos en largarme.
No había ciudad en el mundo que me atrajera más que París. Cuando me preguntan el porqué no soy capaz de decirlo. Se trataba de un lugar en el que no tenía amigos, contactos, ni posibilidad de encontrar empleo en caso de que fuera necesario —aunque tal como yo razonaba las cosas, si tenía que ir allí con un trabajo y un salario en mente, era mejor quedarme donde estaba—; un lugar en el que posiblemente me quedaría sin dinero. Aquello de que tal vez no sobreviviera, que tal vez tuvieran que rescatarme de lo más profundo y ponerme en un barco rumbo a casa, jamás me entró en la cabeza. Lo que creía era que si había de darme el nombre de escritora, tendría que vivir de la escritura. Si no era capaz de vivir de ello, al menos modestamente, destruiría cada uno de los legajos, cada traza, cada libreta, y viviría de cualquier otro modo. Pasara lo que pasase no iba a hacer mi entrada en los treinta como una periodista (o lo que fuera) cuyas historias se iban amontonando en su cesta de picnic. Decidí enviar tres de mis historias a The New Yorker, una después de otra. Con que me aceptaran una sería suficiente. Si rechazaban las tres lo tomaría como algo decisivo. Pero entonces hice algo que puede parecer extraño y contradictorio: unos días antes de poner la primera historia en el correo (estaba pasándolas canutas calibrando si estaba bien o era una basura), le dije al director del periódico que dejaba el trabajo. Creo que tenía miedo de echarme atrás. No hacía mucho que el periódico había comenzado un plan de pensiones y yo había pedido quedar al margen de él. Trabajaba en una oficina en la que había visto a gente desfilar hacia la jubilación y esa perspectiva me horrorizaba. El director creyó que por alguna razón yo no estaba contenta. Me mandó a ver a otra persona que tenía el papel de averiguar de qué se trataba. En esa segunda oficina me dijeron que me había vuelto loca, que no servía de nada enseñarles el oficio a las mujeres, que siempre abandonaban, que algún día volvería arrastrándome a pedir que me devolvieran el puesto, que todos los reporteros piensan que pueden escribir, que tenía la audacia de llamarme a mí misma escritora cuando tan solo era como un arquitecto que jamás ha diseñado una casa. Volví a mi escritorio, mecanografié una renuncia formal y la entregué.
The New Yorker devolvió la primera historia con una amable carta que decía: «¿Tiene usted alguna otra cosa que pueda enseñarnos?». La segunda la admitieron. La tercera ya no me gustaba. La rompí y mandé una nueva historia desde París.
Prólogo de Mavis Gallant a Los cuentos, Ed. Lumen, 2009
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