jueves, 2 de noviembre de 2017

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Joan Didion

Joan Didion
UNA MANCHA DE SANGRE

«Y de repente… ya no existía.» En mitad de la vida estamos en la muerte, dicen los episcopalianos junto a la tumba. Más tarde me di cuenta de que durante aquellas primeras semanas le debí de repetir los detalles de lo sucedido a todo el mundo que vino a casa, a todos los amigos y parientes que trajeron comida, prepararon bebidas y pusieron platos en la mesa del comedor para toda la gente que se presentaba a comer o a cenar, a todos aquellos que recogieron los platos y congelaron las sobras y pusieron en marcha el lavavajillas y llenaron nuestra casa (todavía no conseguía pensar en ella como mi casa) por lo demás vacía, aun después de que yo me fuera al dormitorio (nuestro dormitorio, sobre cuyo sofá seguía habiendo un albornoz de toalla de la talla XL comprado en la década de 1970 en el Richard Carroll de Beverly Hills) y cerrara la puerta. Aquellos momentos en que me vencía abruptamente el agotamiento son lo que recuerdo mejor de los primeros días y semanas. No recuerdo haberle contado a nadie los detalles, pero debí de hacerlo, porque todo el mundo parecía conocerlos. En un momento dado me planteé la posibilidad de que se hubieran contado los detalles de la historia entre ellos, pero la rechacé de inmediato: la historia que conocían era en todos los casos demasiado precisa para haber corrido de boca en boca. Venía de mí.
Otra razón de que yo supiera que la historia venía de mí era que ninguna de las versiones que yo había oído incluía los detalles que yo todavía no podía afrontar, como, por ejemplo, la sangre en el suelo de la sala de estar, que se quedó allí hasta que José llegó por la mañana y la limpió.
José. Que formaba parte de nuestro hogar. Que se suponía que tenía que volar a Las Vegas aquel mismo día, el 31 de diciembre, pero al final se quedó sin ir. Aquella mañana José estuvo llorando mientras limpiaba la sangre. Cuando le conté lo que había pasado, al principio no me entendió. Estaba claro que yo no era la narradora ideal de aquella historia, mi versión tenía algo que resultaba al mismo tiempo demasiado brusco y demasiado elíptico, mi tono tenía algo que no conseguía comunicar el dato central de la situación (una incapacidad que me volví a encontrar más tarde, cuando se lo tuve que contar a Quintana), pero cuando José vio la sangre, sí que lo entendió.

Joan Didion, El año del pensamiento mágico


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