miércoles, 22 de noviembre de 2017

Casa de citas / Hilary Mantel / Mary Joplin


Hilary Mantel
Mary Joplin



Puedo ver a Mary Joplin ahora, acuclillada en los matorrales con las rodillas separadas y la falda estirada sobre los muslos. En el más cálido de los veranos (y aquel lo era) Mary tenía mocos y frotaba meditativamente la punta de su respingona nariz con el dorso de la mano, e inspeccionaba el brillante rastro caracolero que en él quedaba. En cuclillas las dos, la hierba cosquilleante nos llegaba hasta las orejas: la misma hierba que, cuando pasaba la mitad del verano, dejaba de hacer cosquillas y arañaba y trazaba líneas blancas, como el arte de una tribu primitiva, en nuestras piernas desnudas. A veces nos levantábamos a la vez, como si tiraran de nosotras unos hilos invisibles. Apartando en franjas la áspera hierba, nos acercábamos un poco más a donde sabíamos que estábamos yendo, a donde sabíamos que no debíamos ir. Luego, como por una señal predeterminada, nos agachábamos de nuevo para hacernos medio invisibles por si Dios echaba una ojeada a los campos. 

Hablábamos ocultas en la hierba: yo monosilábica, reservada, ocho años, con unos pantalones cortos demasiado pequeños, a cuadros blancos y negros, que habían sido de mi talla un año antes; Mary con los brazos flacos y huesudos, las rótulas como platitos de hueso, las piernas llenas de cardenales, su risilla y su cacareo burlón y sus sorbetones. Alguna mano desconocida, tal vez la suya, le había colocado en las greñas una cinta blanca retorcida; por la tarde se le había desplazado hacia un lado, de modo que su cabeza parecía un paquete mal atado.

Hilary Mantel / La coma

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