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Ilustración de Häri Run |
Cuando estudiaba en la Escuela Normal, tuvimos de rector un cura marica que abusó de nuestro compañero más inteligente. Su brillo se apagó literalmente. Era muy tímido y sé que el cura Luna le jodió la vida. Estudiaba recostado contra un árbol que aún existe, entre el río y la cancha de fútbol, y no hablaba con nadie. Recuerdo sus zapatos negros, con cordones ajustados, como de oficinista.
Años después, un profesor que había dejado la Escuela Normal para trabajar en la Universidad, nos contó muerto de risa que el cura Luna intentó seducirlo en la rectoría.
Tuvimos otro rector marica, un tal Baudilio, una loca completa que manoseaba a todos los muchachos. Alguna vez me tocó el pecho para saber si me había salido una teta: un cepillo, un pequeño objeto verde y rectangular, debajo del suéter, en el bolsillo de la camisa. Este marica, narrador deportivo, al césped le decía “el gramado esmeraldino”, y al balón, por supuesto, “el esférico”.
Tuvimos un rector al que le decían con justicia Bigote de Brocha, un déspota con lentes oscuros y marco de pasta negra, un tirano, como el Pluma Blanca que me tocó como rector cuando fui profesor en el Colegio Provincial, un político infame. Un tipo que se robó un bosque entero.
Detesto la Escuela Normal y el Colegio Provincial con la misma intensidad.
Otro rector fue Cola de Pato. Así caminaba. Y el último, Guido, una buena persona. Rechoncho, bajito, calvo. Su mujer le ponía el cuerno sin compasión.
Bigote de Brocha citó a mi madre en la rectoría y le gritó: “Señora, su hijo odia a la humanidad”. Yo, de apenas doce o trece años, estaba en corredor y oí la frase con absoluta claridad. Qué pena con mi madre.
El mundo era triste y sigue siéndolo.
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