Donald Hall
Pateando hojas
Traducción de Alejandro Oliveros
1
Es octubre. Pateo las hojas mientras regresamos a casa
después del juego, en Ann Arbor,
un día color hollín con aires de lluvia;
pateo hojas de arce,
setenta matices de rojos y amarillos
como papel viejo y hojas de álamo, pálidas y frágiles.
Y las del olmo, estandartes de una raza condenada.
Pateo las hojas que se elevan desde mi bota
produciendo un sonido familiar,
y revolotean y recuerdo
los octubres cuando caminaba hacia el colegio,
en Connecticut,
con pantalones cortos de pana que silbaban
como las hojas. Y un domingo mientras
compraba un vaso de sidra en el quiosco
de una sucia carretera de New Hampshire.
Pateo las hojas, otoño de 1955 en Massachusetts,
seguro de que mi padre estaría muerto
cuando ellas desaparecieran.
4
Pateo las hojas, hoy, mientras regresamos a casa después del juego,
en medio de la muchedumbre con sus brillantes insignias,
tan brillantes y numerosas como las hojas. El cabello
de mi hija es del mismo color rojo amarillento
de las hojas del abedul. Ella misma es alta como un abedul,
creciendo, llegando a los quince, creciendo. Y mi hijo
de veinte, flamante como un arce, de visita
de la universidad, anda delante de nosotros, saltando,
impaciente por viajar a través de los bosques de la tierra.
Los observo desde un montón de hojas,
a un costado de esta casa de cartón piedra, en Ann Arbor,
frente a la escuela donde aprendieron a leer,
sus figuras en la distancia disminuyen mientras saludan
pero ahora sé que soy yo quien disminuye,
no ellos, mientras voy de primero
hacia los hojas, tomando el camino que ellos
seguirán dentro de los próximos años y octubres.
7
Ahora caigo, salto y caigo, para sentir cómo se trituran
las hojas bajo mi cuerpo, y siento mi cuerpo
flotando en el océano de hojas, en la noche,
la noche que se eleva con las muerte y las hojas
que se mecen como el océano.
¡Ah, este caer delicioso en brazos de las hojas,
en el suave regazo de las hojas!
Nado en ellas, boca abajo, sin dificultad,
aspirando el olor agrio del arce, precipitándome
en largos deslizamientos hasta el fondo de octubre
donde la granja yace enroscada contra el invierno,
y la sopa despide sus olores a zanahorias y cebollas
hacia las humedecidas ventanas y cortinas,
y más allá de las ventanas veo el esbelto tronco
desnudo del arce con sus ramas; el roble
con algunas hojas de marrón otoñal
y los abetos conservando sus verdes.
Ahora salto y caigo, exultante, recuperando de la muerte,
a cuenta de la muerte, de acuerdo con los muertos,
el olor y sabor de las hojas,
y el placer, el único dilatado placer de ocupar
un lugar en la historia de las hojas.
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