Wisława Szymborska
El odio
Miren cuán activo está,
qué bien se conserva
en nuestro siglo el odio.
Con qué ligereza vence los grandes obstáculos.
Qué fácil le resulta saltar sobre su presa.
No es como otros sentimientos.
Es al mismo tiempo más viejo y más joven.
Él mismo crea las causas
que lo despiertan a la vida.
Duerme, pero jamás con un sueño eterno.
El insomnio no le resta fuerzas, se las da.
Con religión o sin ella,
lo importante es arrodillarse en la línea de salida.
Con patria o sin ella,
lo importante es lanzarse a la carrera.
Al principio, incluso la justicia funciona.
Después correrá solo.
El odio. El odio.
Su rostro lo deforma un gesto
de éxtasis amoroso.
Ay, esos otros sentimientos,
debiluchos y torpes.
¿Desde cuando la hermandad
puede contar con multitudes?
¿Alguna vez la compasión
llegó primera a la meta?
¿Cuántos seguidores arrastra tras de sí la duda?
El odio sí seduce, es perro viejo.
Avispado, listo, trabajador.
¿Hace falta decir cuantas canciones ha compuesto?
¿Cuántas páginas de la historia ha numerado?
¿Cuántas alfombras humanas ha desplegado,
en cuántas plazas, en cuántos estadios?
Es un maestro del contraste
entre el estruendo y el silencio,
entre la sangre roja y la blancura de la nieve.
Y ante todo, jamás le aburre
el leitmotiv del verdugo impecable
y su victima deshonrada.
Dicen que es ciego. ¿Ciego?
Tiene el ojo certero del francotirador.
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