miércoles, 20 de septiembre de 2023

Un personaje / Leonora Carrington

El dramático encierro español de la pintora surrealista Leonora Carrington
Ilustración de Regina García

MUJERES ENCERRADAS

El dramático encierro español de la pintora surrealista Leonora Carrington

La artista británica fue encerrada contra su voluntad en un sanatorio de Santander al acabar la Guerra Civil. Esta es la historia de una rebelde que pudo entrar en la realeza británica pero optó por vivir sin poner freno a sus pasiones.


«Un viejo topo que nada en los cementerios». Así se definía a sí misma Leonora Carrington (Lancanshire, Inglaterra, 1917- Ciudad de México, 2011), la pintora y artista surrealista que vivió en España uno de los encierros y confinamientos más alucinantes (literalmente) del género autobiográfico. Sus Memorias de Abajo –la edición más reciente es la de la colección Héroes Modernos en Alpha Decay en 2017, traducida del francés original por Francisco Torres– es la prueba de un prodigioso ejercicio de memoria escrito durante cinco tardes de agosto en 1943, tres años después de su confinamiento forzoso, maniatada y drogada a base de inyecciones de luminal y cardiazol, en un sanatorio de Santander al acabar la Guerra Civil.
«¡No admito su fuerza, el poder de ninguno de ustedes, sobre mí. Quiero ser libre para obrar y pensar; odio y rechazo sus fuerzas hipnóticas!», gritaba impotente al doctor Morales, responsable del centro que la encerró y que se consideraba «su amo» entre las paredes de «Abajo». Así apodó a su estancia en el sanatorio español, una particular bajada a los infiernos de la que logró salir gracias a la mediación de un primo doctor aristócrata, que sirvió de señuelo para trazar su huida del fascismo (y de su familia) a Portugal y de ahí a México.
La de Carrington es la historia de una mujer rebelde, indómita, apasionada, libre de convenciones sociales. También algo bruja. La artista dotó a toda su obra de un halo mágico repleto de simbolismos (tenía predilección por el ocultismo) e incluso llegó a ilustrar una baraja del Tarot, a la que recurría con frecuencia –fue maestra de su amigo Alejandro Jodorowsky, al que hacía lecturas y lecciones desde la cocina de su casa en México–. Jungiana y fanática de la cábala, feminista y ecologista, ella fue la prueba viviente de que las adversidades y de los confinamientos forzosos también se sale triunfal en la vida.

Retrato de Leonora Carrington en la National Portrait Gallery.

¿Aristocracia brit? Mejor huir con un amor prohibido

«Ser mujer sigue siendo muy difícil todavía. Y debo decir, con un mejicanismo, que solo se supera con mucho trabajo cabrón». La cita que rescató Javier Rodríguez- Domínguez en su obituario en El País resume a la perfección el espíritu a contracorriente que definió su vida. Hija de madre irlandesa y padre británico, Carrington se crió juntos a sus hermanos en Crookhey Hall, una de esas mansiones victorianas con torreta, campo de croquet y lago en sus terrenos. Presentada como debutante en un baile en el palacio Buckingham en 1935, la artista dio carpetazo a la vida aristócrata que había organizado su padre para ella y optó por huir a Francia con Max Ernst, el pintor y artista surrealista, casado por aquel entonces y veintiséis años mayor que ella. Carrington y Ernst se encontraron en el restaurante Barcelona de la londinense Beak Street, con Man Ray, Lee Miller y los Eluard. Fue la propia Miller la que los convertiría en símbolo e icono de la libertad primaveral al fotografiarlos juntos en Cornwall en 1937, poco antes de su huida a París.
Tras pasar por  la capital y codearse con buena parte del artisteo de la época, la pareja se instaló en el pequeño pueblo de Saint-Martin-d’Ardèche, donde convirtieron su finca en un centro artístico para desarrollar sus aptitudes. En mayo de 1940, Ernst fue detenido y trasladado por segunda vez a un campo de concentración, declarado enemigo del régimen por un gendarme de Vichy. «Estuve llorando varias horas en el pueblo; luego volví a mi casa, donde me pasé veinticuatro horas provocándome vómitos con agua de azahar, interrumpidos por una pequeña siesta. Esperaba aliviar mi sufrimiento con estos espasmos que me sacudían el estómago como terremotos. Ahora sé que esta no era sino una de las razones de esos vómitos: había visto la injusticia de la sociedad, primero quería limpiarme yo misma, y luego ir más allá de su brutal ineptitud», contaría sobre ese episodio en sus memorias.
Carrington pasó ahí su primer encierro, de tres semanas, hasta que decidió tomar cartas en el asunto. «Comí muy poco, evitando la carne escrupulosamente; bebía vino y alcohol, y me sustentaba de patatas y ensaladas, a un promedio, quizá, de dos patatas al día». La visita de una amiga inglesa, Catherine, que se apoyaría en el psicoanálisis para animarla a olvidarse de la influencia de su padre y de Ernst apostando por seducir a dos hombres jóvenes («sin éxito»), es el catalizador para su huida de Francia frente al acercamiento de las tropas alemanas. «Acepté porque en Madrid esperaba conseguir que estamparan un visado en el pasaporte de Max. Aún me sentía ligada a Max. Este documento, que llevaba su retrato, había adquirido entidad propia; era como si llevase conmigo a Max. Acepté un poco impresionada por los argumentos de Catherine, que me iban infundiendo, hora tras hora, un creciente temor. Para Catherine, los alemanes significaban la violación. A mí eso no me asustaba; no le daba la menor importancia. Lo que me inspiraba pánico era pensar que eran robots, seres descerebrados y descarnados».

‘Leonora bajo la luz de la mañana’, pintado por Max Ernst en 1940 en su finca francesa poco antes de ser trasladado a un campo de concentración, fue subastado en Sotheby’s por casi 8 millones de dólares en 2012. FOTO: SOTHEBY'S

Un traje de toallas para liberar a Franco de su embrujo

Ese pánico a encontrarse con «robots y seres descerebrados» marcaría toda su estancia en España con episodios crudos y surrealistas. Obsesionada con el encantamiento fascista en la población («tuve el convencimiento de que Madrid era el estómago del mundo y de que yo había sido elegida para la empresa de devolver la salud a este órgano digestivo»), coincide con un holandés judío en el Hotel Roma de Madrid, Van Ghent, un tipo que dice tener conexiones con los nazis y que ella cree que «hipnotiza a los transeúntes de Madrid». Ella misma narra un episodio en el que se enfrenta a él en una terraza de un bar y acaba siendo violada por varios hombres «en una casa de balcones adornados con barandillas de hierro forjado, al estilo español» para después ser abandonada, desnuda, cerca del Retiro.
Carrington creía entonces que «la Guerra Mundial estaba siendo dirigida hipnóticamente por un grupo de personas —Hitler y compañía— que en España eran representadas por Van Ghent». Visita al cónsul británico en Madrid para contarle su teoría sobre como liberar las mentes de los españoles del embrujo fascista. «Este buen ciudadano británico se dio cuenta en seguida de que estaba loca, y telefoneó a un médico llamado Martínez Alonso, el cual, una vez informado de mis teorías políticas, coincidió con él. Ese día se me acabó la libertad«, recordaba en sus memorias.
El cónsul y su familia decidieron encerrarla en una habitación del Ritz, espacio en el que ella siguió urdiendo sus planes de salvación, eso sí, semidesnuda. «Yo me sentía perfectamente contenta; me lavé la ropa y me confeccioné diversas prendas de gala con toallas de baño para mi visita a Franco, la primera persona a la que debía librar de su sonambulismo hipnótico. En cuanto Franco estuviese libre, llegaría a un entendimiento con Inglaterra, luego Inglaterra con Alemania, etcétera. Entretanto, Martínez Alonso, totalmente confundido por mi estado, me administraba bromuro a litros y no paraba de suplicarme que no estuviese desnuda cuando los camareros me traían la comida. Le tenía aterrado y hecho polvo con mis teorías políticas; y tras un calvario de quince días, se retiró a una estación balnearia de Portugal, dejándome bajo los cuidados de un médico amigo suyo, Alberto N». El traslado a Abajo, al sanatorio Santander, fue inminente. «Durante el trayecto, me administraron tres veces Luminal y una inyección en la espina dorsal: anestesia sistémica. Y me entregaron como un cadáver al doctor Morales, en Santander».

Memorias de Abajo, el cuadro del encierro español

El calvario al que vio sometidos sus delirios en Santander está narrado con absoluta precisión y sin un ápice de autocompasión en sus memorias. Lucidez en la locura. Maniatada con correas, vejada, aturdida por las drogas y las inyecciones de Cardiazol (electroshock químico), Carrington narra de memoria sus alucinatorias experiencias con el tratamiento (viajes extrasensoriales a supuestas tierras santas que vislumbró dentro del recinto) y los crueles métodos del Dr. Morales, al que, por cierto, le hacía su horóscopo diario.
Allí, precisamente está fechado Memorias de Abajo, el cuadro que representa su estancia en el sanatorio español y una de sus obras más inquietantes. La escena se ubica en los lúgubres jardines del recinto, y los dos caballos representan el alter ego de Leonora. Carrington sentía una conexión entre su cuerpo y los elementos. En sus memorias recuerda cómo en España dejó de tener la menstruación, «una función que iba a reaparecer solo tres meses más tarde, en Santander. Estaba transformando mi sangre en energía total —masculina y femenina, microcósmica y macrocósmica— y en un vino que se bebían la luna y el sol»

‘Memorias de abajo’, el cuadro de Leonora que representaría su encierro en Santander. FOTO: © 2019 ESTATE OF LEONORA CARRINGTON / ARTISTS RIGHTS SOCIETY (ARS), NEW YORK. CORTESÍA DE GALLERY WENDI NORRIS
Su episodio duró medio año. Ayudada por un primo médico relacionado con la aristocracia, la artista logró salir del sanatorio, viajar a Madrid, esquivar a su vigilante mandado por la familia y de ahí marchar a Lisboa para reencontrarse con Renato Léduc, «amigo de Picasso». Su familia quería internarla en Sudáfrica, a ella le horrorizaba la idea. Carrington recordó que con el escritor, periodista poeta y mexicano se había cruzado por Madrid antes de ir a parar a Santander y éste ya le advirtió de citarse con ella en la capital lusa, donde era secretario de la embajada. Decidida, se presentó en la instalaciones para reunirse con él y para pedir ayuda. «Tenía tanto miedo de mi familia como de los alemanes. Encontré a Renato atractivo la primera vez que le vi, y aún me lo seguía resultando. Tenía una cara morena como la de un indio, y el cabello muy blanco. No; estaba perfectamente en mis cabales. Era capaz de cualquier cosa para que no me enviaran a Sudáfrica, para no doblegarme a los designios de mi familia», narra en su libro. En la misma embajada, Léduc le pidió matrimonio:«Vamos a casarnos. Sé que es horrible para los dos, porque no creo en esa clase de cosas, pero…», le dijo.
Lo hicieron y se reencontró con Max Ernst, liberado del campo de concentración e inmerso en una relación con Peggy Guggenheim –después la dejaría por Dorothea Tanning–. «Era algo extraño estar con los hijos de todo el mundo, los exmaridos y las exesposas (allí estaba Laurence Vail, anterior marido de Peggy Guggenheim, con su nueva esposa, Kay Boyle). Me parecía muy mal que Max estuviera con Peggy. Yo sabía que no la amaba, y aún conservo la vena puritana de considerar que no se debe estar con alguien a quien no se ama. Pero Peggy se ha maleado mucho. Era una persona bastante noble, generosa, y jamás se mostró desagradable. Se ofreció a pagar mi avión a Nueva York, a fin de que pudiera irme con ellos. Pero no quise; estaba con Renato. Finalmente fuimos en barco a Nueva York, donde permanecí casi un año, hasta que nos marchamos a México. Esa es la historia».

La musa de nadie

Carrington y su marido pasaron un tiempo con los surrealistas en Nueva York y después marcharon a México. Se divorciaría de Léduc y tendría dos hijos con el húngaro Chiki Weisz. Allí pasaría el resto de su vida, convertida en la gran dama del surrealismo desde su casa en la colonia Roma, donde entablaría buena amistad con Remedios Varo, Kati Horna, Buñuel o Alejandro Jodorowsky y se involucró en el movimiento feminista sin dejar nunca de lado su carrera artística. Su independencia fue un estandarte en un movimiento muy masculinizado. «La tendencia de las mujeres artistas a ser eclipsadas por sus parejas masculinas es, lamentablemente, recurrente, y para las mujeres involucradas en el círculo surrealista, la situación era aún más tensa», recordaría Anwen Crawford sobre el paradigma surrealista de Carrington. «Los surrealistas estaban fascinados por las mujeres: mujeres hermosas, mujeres locas, mujeres jóvenes, o preferiblemente las tres, unidas en la figura ideal de la mujer enamorada, la mujer-niño, cuya naturaleza indómita podría ser el conducto hacia un reino de fantasía e indulgencia». Ella peleó contra todos esos reduccionismos.
«Yo nunca tuve tiempo de ser musa de nadie. Valoraba demasiado mi tiempo y tenía demasiado trabajo intentando ser artista y rebelándome contra mi familia como para hacer de musa a nadie», explicaría. E incluso relataría en Leonora Carrington, Una vida surrealista (Turner, 2017), como mandó a paseo al mismísimo Joan Miró. Una vez, este le dio una monedas para que fuera a comprarle cigarrillos. «Le devolví el dinero y le dije que fuera a comprarlos él. No me dejé intimidar por ellos».

Leonora Carrington con “Lepidoptera”, pintada en 1969, en una imagen de 1975. Foto de Jerry Engel 

EL PAÍS




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