MUJERES ENCERRADAS
Cleptomanía y cirugías desastrosas: los dos encierros de Hedy Lamarr, la mujer más bella (e inteligente) del mundo
Las de inventora genial y de actriz bellísima son solo dos de las caras de una mujer poliédrica obligada a recluirse dos veces: por su primer marido en su juventud y por un mundo que no supo comprender su singularidad en su madurez.
SILVIA LÓPEZ
08 ABR 2020 19:31
“Tenía tantas caras, tantas aristas, que ni yo podía entender quién era Hedy Lamarr”, lamenta en el documental de 2017 Bombshell su hijo Anthony Loder. ¿Era ese genio que reivindica su legión de admiradores? ¿Era la impostora que denuncian sus detractores? ¿Una víctima inocente del mítico ‘doctor Feelgood’ (famoso por drogar sin informar a sus célebres pacientes)? ¿Una madre abnegada? La respuesta a todas estas preguntas es una mezcla de sí y no: Hedwig Eva Maria Kiesler estaba a medio camino entre esa versión femenina de Nikola Tesla y «la mujer más bella del mundo» (como la bautizó la Metro-Goldwyn-Mayer), lo que a todos los efectos sigue significando que fue un ser humano excepcional, pero con ella, nada se puede dar por sentado. Ella misma mentía a menudo en las entrevistas, y los editores a los que vendió sus memorias mezclaron invenciones absurdas con las confesiones de la actriz. “Soy una persona complejamente sencilla”, dijo en su última aparición televisiva en 1969, antes de adentrarse en la segunda de las dos largas reclusiones que experimentó en su vida.
El primer encierro de Hedy Lamarr
Nació, privilegiada y judía, en una Viena imperial y culta, una burbuja que empezó a desinflarse en la Primera Guerra Mundial y que definitivamente explotó a causa del nazismo, movimiento que siempre detestó. Su padre, Emil Kiesler, quien continuamente la espoleaba a preguntarse cómo podría funcionar cualquier cosa (ella recordaría con cariño, por ejemplo, cuando le explicó cómo se transmitía la energía que hacía circular los tranvías por su amada ciudad), murió en 1935 a causa de un infarto que la actriz siempre achacó a su preocupación por el ascenso del nacional socialismo. ¿Realmente estaba relacionado el fallo coronario del banquero Kiesler con el antisemitismo (aún incipiente entonces) en Austria? En ésta, como en prácticamente cada circunstancia de la vida de la actriz, se mezclan los hechos verificados con leyendas, en las que se intuye que podría haber parte de verdad, siempre en porcentajes variables.
Hecho: se casó en la iglesia de san Carlos Borromeo de Viena en 1933 con el fabricante de armas Friedrich Mandl, de madre católica y padre judío. Para ello, la actriz tuvo que convertirse al catolicismo. Leyenda: algunos biógrafos dicen que el magnate untó con sobornos y oro a sus padres; otros sostienen que la bella genio se infiltró voluntariamente como espía; y muchos que, simplemente, en ese momento le sedujo esa vida de opulencia.
Hecho: poco antes de casarse había rodado la película checa Éxtasis, escandalosa porque la adolescente se baña desnuda en un lago y, más tarde, una serie de primeros planos de su rostro suponen el que se considera el primer orgasmo rodado en la historia cine comercial. Leyenda: la película habría pasado desapercibida de no ser por dos motivos concomitantes, el primero sería que Mussolini vio una copia, ardió de pasión por la joven y convirtió el título (que supuestamente habría condenado por el Papa) en la cinta más buscada de Europa (Hitler, en cambió, la prohibía por los orígenes judíos de la protagonista); el segundo motivo sería que el recién casado y millonario Mandl, loco de celos, intentó impedir la circulación de la película y para ello compraba cada copia. La picaresca hizo que estas copias se multiplicaran hasta que el empresario cejó en su empeño, comprendiendo la inevitabilidad de su propagación.
Hecho: el matrimonio, que duró hasta 1937, fue bastante parecido a un secuestro. El llamado Henry Ford de Austria tenía 14 años más que la actriz. Celoso y contradictorio, el empresario lucía orgulloso la belleza excepcional de su esposa en numerosos banquetes, pero la controlaba hasta el delirio por miedo a perderla. No era la única de sus paradojas: fue uno de los proveedores de armas de los ejércitos del Eje pese a su ascendencia judía, de hecho, parte de sus empresas le fueron expropiadas por las leyes nazis que permitían incautar las propiedades de hebreos. Y aún así, durante toda su vida planeó sobre él la fama de colaboracionista con los nazis. [Según cuenta la biógrafa Ruth Barton en Hedy Lamarr: The Most Beautiful Woman in Film (The University Press of Kentucky), Mandl tenía motivos para estar celoso y uno de los amantes de la actriz habría sido un promintente nazi, lo que complica aún más la historia]. En cualquier caso, la joven Hedwig no solo no podía salir libremente, sino que sus criadas escuchaban sus llamadas. El castillo de Schwarzau, con 25 habitaciones de invitados y su coto de caza, fue una de sus cárceles de oro.
Leyenda: hay varias versiones sobre cómo fue posible su evasión (versiones facilitadas, de hecho, por la propia actriz, lo que complica más dilucidar la verdad), pero todas involucran a Laura, una criada con la que guardaba un gran parecido físico, motivo por el cual Hedwig la había seleccionado personalmente. Dependiendo de quién y cuándo se contara la historia, la actriz sedujo y mantuvo una relación lésbica con dicha criada para convencerla de ayudarla en su escapada. En otras versiones, la esposa cautiva puso somnífero en su té (a veces café) y cambió la taza con la de su sirvienta y, dejándola dormida en su propia cama, se vistió con la ropa de Laura y aprovechó para escapar.
Invenciones y Hollywood
Lo que es seguro es que, con las pocas joyas que había podido llevar consigo, Hedwig llegó a París y después a Londres. Allí, Louis B. Mayer estaba realizando entrevistas con actores, directores y guionistas judíos que huían de Europa. Como muchos empresarios, el productor no era exactamente un filántropo desinteresado, ya que les obligaba a firmar sus leoninos contratos (Bette Davis lo llamaría “sistema esclavista”) por salarios inferiores a los ya abusivos que recibía su plantilla estadounidense. Hedwig rechazó la primera oferta de Mayer (125 dólares por semana), pero se arrepintió enseguida y se las ingenió para embarcarse en el SS Normandie, el mismo transatlántico en el que regresaba el productor a América. Una vez a bordo, con aquellas joyas robadas de la casa de Mandl y bella como ella sola, se coló en primera clase durante una cena y ni Mayer, ni su esposa Margaret Shenberg, ni el también presente Douglas Fairbanks Jr. (ni seguramente ningún otro pasajero) pudieron obviarla. Hecho: la actriz bajó del Normandie rebautizada como Hedy Lamarr (Margaret lo sugirió porque le gustaba Barbara Lamarr), sin hablar apenas inglés y con un contrato de 500 dólares por semana. Leyenda: quién sabe cuánto de toda la historia que Mayer y Hedy se hartaron de contar.
La sombra de la polémica de Éxtasis era alargada y la carrera de Hedy, con 22 años, no conseguía despegar en Hollywood, así que concertó una entrevista con la mítica columnista Hedda Hopper para, entre lágrimas, contarle cómo había sido engañada y corrompida por el cine europeo, mucho menos puritano e íntegro que el estadounidense. ¿La entrevista surgió efecto? Sí y no. Llegaron los papeles protagonistas y nació el mito, pero también la inevitable suspicacia ante cualquier afirmación que hiciera la actriz desde entonces hasta su muerte, suspicacia compartida por periodistas, historiadores y biógrafos. Todo podía ser verdad como podía no serlo. Aseguraba, por ejemplo, que le parecía que los aviones entonces no eran lo suficientemente rápidos por culpa de sus alas (en ese momento, rectangulares y perpendiculares a la cabina), así que estudió la forma de los peces y los pájaros más rápidos del mundo y, con lo observado, hizo un dibujo muy parecido a las alas actuales que regaló a su amigo Howard Hughes (“el peor amante que he tenido”), quien se lo agradeció con un entusiasmado: “Eres un genio”.
Pero el invento que realmente la haría celebre (de hecho, por su cumpleaños, el 9 de noviembre, se celebra el Día Internaciona del Inventor) llegaría a principios de los 40, creado al alimón con su amigo, el vanguardista compositor George Antheil. Juntos trabajaron en su tiempo libre en varias ideas para ayudar a los Aliados. La más importante fue la del salto de frecuencia. Al principio de la Segunda Guerra Mundial, los submarinos alemanes atacaban sin cuartel a los barcos británicos, incluso cuando solo iban a bordo civiles. A Hedy le impactó especialmente un ataque en que murieron 83 niños, justo cuando ella preparaba el traslado de su madre a Estados Unidos. La muy innovadora tecnología nazi esquivaba con mucha antelación los anticuados torpedos de los británicos, así que la actriz y el músico idearon una forma de redirigir a voluntad la trayectoria de los proyéctiles, haciendo que las instrucciones enviadas fueran imposibles de descubrir y/o sabotear por parte del bando enemigo. Lo llamaron Sistema de comunicación secreta, se basaba en el salto en las frecuencias en las que que se transmitían los mensajes que teledirigían los torpedos y fue patentado en 1942 con el nombre de ambos artistas. La Marina estadounidense desestimó entonces desarrollar la idea porque la urgencia de la guerra obligaba a centrarse en las armas ya existentes, y archivó la patente.
Hecho: mientras estaba casada con Mandl, en Austria, la actriz, autodidacta en ingeniería, tenía mucho interés en conocer los engranajes de Hirtenberger, la empresa armamentística de su marido. Leyenda: pudo conocer las nuevas tecnologías desarrolladas por los técnicos de Hirtenberger y, una vez en Estados Unidos, simplemente copiar lo que allí había visto, como aseguraba el ingeniero del MIT Robert Price. Sin embargo, en la mítica entrevista con Fleming Meeks (para Forbes en 1990, el reportaje que descubrió a Lamarr como inventora), la actriz asegura que nunca tuvo acceso a esos secretos: “Friedrich nunca me dejó entrar en la fábrica, mi presencia incomodaba a la gente, no sé por qué”, explicaba. El hecho de que el ejército alemán nunca implementara nada parecido parece darle la razón.
Casandra postmoderna
En cualquier caso, la idea del salto de frecuencia era de una genialidad excepcional. Fuera original o plagiada en Hirtenberger. Fuera obra de la ciencia infusa o del estudio (“yo no tenía que trabajar mis ideas, venían naturalmente”, explicó la actriz a Meeks). Fuera más mérito de Antheil (que ya había sincronizado varias pianolas a distancia) o de la actriz (fascinada por el mando a distancia de 1939 de la compañía Philco). La idea está en la base del WiFi, del bluetooth o del GPS por citar aplicaciones actuales. Pero ya en la crisis de los misiles con Cuba del 62 y a lo largo de toda la carrera espacial, Estados Unidos empleó dispositivos basados en ese descubrimiento. Sin embargo, la fecha de caducidad de las patentes y el hecho de que la actriz no fuera nacionalizada estadounidense hasta 1953 supusieron dos barreras burocráticas que impidieron que recibiera un centavo por la idea.
Como Casandra en Troya, Lamarr sufrió a la vez la clarividencia y el descrédito. Vendiendo besos y haciendo bolos recaudó millones de dólares en Bonos de Guerra para el ejército americano. En Hollywood, papeles como los de Dalila y Tondelayo se grababan a fuego como epítome de la sensualidad y la belleza… Y nada más. Ingrid Bergman le ‘robó’ los personajes de Casablanca y Luz de gas, así que Lamarr, que quería demostrar que era una buena actriz, se dedicó a producir sus propias películas. Algunas nunca pudo venderlas, como La manzana de la discordia: era un drama histórico con varios relatos en el que interpretaba a varias mujeres, como Josefina Bonaparte o Helena de Troya, víctimas de su belleza. Así se cimentó su fama de narcisista, fama a la que contribuyeron sus seis matrimonios fracasados y los dos hijos naturales de los que siempre se hizo cargo. Ser madre soltera entonces no era sinónimo de resiliencia, sino de egoísmo.
Como broche, Lamarr era paciente de Max Jacobson, el Dr. Feelgood al que Aretha Franklin dedicó en una canción en 1967. Elvis, Marilyn, los Kennedy o Rockefeller también habían experimentado las increíbles propiedades regeneradoras de las inyecciones del buen doctor. En teoría, era un cóctel exclusivo de vitaminas ideado por él. En realidad, eran metanfetaminas. ¿Una mente superdotada como la de Lamarr no sospechaba que aquella fórmula “mágica” no podía estar compuesta solo de vitamina B? Su comportamiento se volvió errático incluso con sus hijos, a los que tan pronto obsequiaba como repudiaba. No se sabe si la abstinencia de metanfetaminas tuvo que ver, pero Lamarr hizo algo de lo que se arrepintió de por vida. En 1939 adoptó a un niño, James, al que rechazó por portarse mal un par de años después. Sus hijos naturales, Denise (nació en 1945) y Anthony (en 1947) veían a James en sus fotos de infancia pero no lo recordaban. Y no era el único fallo de raccord que descuadró a los pequeños. También barrió bajo la alfombra sus orígenes semitas. “No seas ridícula”, respondió a la pequeña Denise cuando le preguntó si eran verdad los rumores de que eran judíos. A la fama de narcisista se sumaba la de inestable.
A medida que iba cumpliendo años ideaba argucias para no aparentarlos: explicaba a sus cirujanos plásticos cómo debían camuflar en pliegues naturales de la piel las cicatrices de los liftings que se practicaba en brazos, piernas y rostro. En unas de sus últimas apariciones públicas, en The Merv Griffin Show, tiene 55 años pero aparenta unos 40. El presentador le pregunta por su imagen y ella lanza la pelota a un joven Woody Allen, cómico colaborador en el ’talk show’. “No sé qué es la imagen, ¿cuál es tu imagen, Woody?”. Con mucho ingenio, Allen (siempre sensible a la belleza femenina) responde embobado “la misma que la tuya”.
El segundo encierro de Hedy Lamarr
Aparentar 15 años menos no era suficiente para algunos periódicos, que la describían textualmente como “vieja y fea”. Dos detenciones por robar en tiendas (una en 1966, pese a llevar 14.000 dólares encima, y otra en 1991) y el hecho de mandar a su doble de Hollywood a testificar y hacerse por ella en el juicio por divorcio en 1960 terminaron por convertir en un chiste a una mujer que quiso cambiar el rumbo de la guerra. Mel Brooks, Andy Warhol y Lucille Ball, entre otros, hicieron sketches sobre ella.
Consciente de que sus memorias podrían redimirla, firmó con una editorial que la puso en contacto con Cy Rice y Leo Guild, los ghostwriters (lo que en España se llama “negro” literario) que las escribirían por ella. El resultado, Ecstasy and Me (Éxtasis y yo), publicado en 1966 en Estados Unidos (la versión española, de editorial Notorious, llegó en 2017), estaba lleno de escándalos inventados por los escritores que incluso habían metido confesiones de la actriz a su psicoanalista, el doctor Irving Taylor, que se saltó el secreto profesional. La mezcla de verdad y mentira era explosiva. Denunció a la editorial y perdió: había firmado un acuerdo para cobrar el dinero del adelanto. Según Beautiful: The Life of Hedy Lamarr (ST Martins) de Stephen Michael Shearer, ya había cobrado 80.000 dólares.
Gota a gota se colmó el vaso de la paciencia de Lamarr, que dejó de aparecer en público paulatinamente a principios de los 70. La prensa pasó a llamarla “patética ermitaña”. Se recluyó primero en el Hotel Blackstone de Nueva York, después en un piso en Manhattan; años después, en los 80, se instaló un pequeño apartamento en Florida del que se mudó en los últimos años a otro parecido. Según Shearer, a sus pocos invitados les hablaba en bucle de su pasado en Hollywood, sobre todo de los problemas de Gene Tierney, su rival profesional (mientras la Metro decía que Lamarr era la mujer más bella del mundo, la Twentieth Century Fox replicaba que Tierney era “incuestionablemente la mujer más bella de la historia del cine”) y sentimental (Tierney se casó con el magnate petrolero Howard Lee el mismo año en que éste se divorciaba de Hedy). No quería ver a su familia, como explican en el documental de Alexandra Dean Bombshell: la historia de Hedy Lamarr sus nietas: “se convirtió en una ermitaña. queríamos pasar tiempo con ella, pero nos mantuvo alejados”. Convencida de que sus familiares querían de ella lo mismo que el público, de vez en cuando les mandaba fotos de estudio firmadas, como si fueran sus fans. Su nieta Lodi Lodler solo la vio dos veces en persona. La degeneración macular la iba sumiendo en la ceguera, cuenta Shearer, pero por miedo a que la robaran era reacia a contratar ayuda. Nunca abandonó su autodisciplina. Comía una vez al día (normalmente steak tartar), no subió jamás de la talla 10 (40 en España), creía en las propiedades del descanso (por lo que dormía cuanto podía) y no encendía el teléfono hasta la media tarde.
En los años de reclusión solitaria, había días en los que hablaba hasta seis horas por teléfono y siguió sometiéndose a operaciones estéticas, cada vez con peores resultados, como se advierte en un triste vídeo casero incluido en el documental. En él, una siniestramente retocada Lamarr coloca unas flores que están junto a una foto de estudio enmarcada en la que aparece con Clark Gable. Concedió varias entrevistas, siempre que no implicaran fotos o vídeos, como la de Robert Price (el ingeniero que aseguraba que Lamarr como inventora era una plagiadora, al que accedió a ver en persona) o la de Fleming Meeks (el periodista de Forbes que cimentó su leyenda y que aún conserva los casettes de sus conversaciones telefónicas). Arruinada, intentó reivindicar su patente pero solo obtuvo el reconocimiento de algunos científicos (nunca los beneficios económicos de su aplicación, valorados en 30.000 millones de dólares actuales) que la premiaron en 1997 con el Milstar Award, que recogió en su nombre su hijo. Tres años después, a los 86, murió sola mientras dormía.
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