domingo, 23 de octubre de 2022

Cartas / De Saul Bellow a Martin Amis

 

Isabel Fonseca, Martin Amis, Janis, Rosie y Saul Bellow, en East Hampton, Nueva York, en el verano de 2001


A Martin Amis 
Brookline, 7 de febrero, 2000


Querido Martin:


Era un correspondiente dispuesto pero, por alguna razón, a lo largo de los años, perdí la costumbre de escribir cartas. Quizá en el fondo de eso estuviera la muerte de tantos amigos, una primera generación y luego una segunda y después incluso una tercera. Sospecho que he perdido la cuenta. Quizá hasta las confidencias que hago a mis amigos sean ahora ofrecidas a mis lectores. Eso, si es cierto, no es una tendencia positiva, pero no estoy preparado para ir más lejos en esa dirección. Basta decir que tengo ganas de hablar contigo y que muchas veces veo que vuelvo hacia ti en busca de alivio. Es un juego de niños tener conversaciones imaginarias, por alguna razón convencidos —como los niños— de que lo imaginario es fielmente traducido a las mentes de nuestros amigos.

Pero todo el tiempo pienso en Ravelstein. Nunca he escrito algo como Ravelstein, y la mezcla de hechos y ficción se me ha ido de las manos. Hay además otros elementos, porque los hechos son muy impuros. Existen los hechos, y después existen los hechos periodísticos con sus acentos habituales. Puedes incluso ver a los periodistas transformando los hechos en escándalo y, hacia la cima, escándalos que se convierten en mitos, trasladándose al territorio medieval reservado para la peste. No estoy preparado para oír la campanilla de un leproso en los cruces del afecto y el encanto excéntrico.

Parece que mucha gente conocía la verdad sobre Allan. Si no la pura verdad, la clase flexible y versátil con la que está familiarizada la política universitaria. Así que me vi retado por gente fanática. Descubrí muy pronto que Allan tenía enemigos que se preparaban para revelar que había muerto de SIDA. En ese momento perdí la cabeza; cuando el New York Times me llamó para resolver el asunto me desmoroné: no supe ser más astuto que los periodistas. Así que aquí estoy, el autor de un homenaje que se ha transformado en uno de esos civilizados desastres para los que nadie puede estar preparado.

Como bien sabes, la atención del público y de la prensa es pocas veces agradable, y con raras excepciones (el Papa, por ejemplo) no le concede un respiro a nadie. Le digo a la gente que Ravelstein me pidió que escribiera una memoria y que habría sido falso y perverso omitir del relato que hacía de su vida la enfermedad que lo mató. Con una sabiduría omnisciente como la suya habría sido imposible no predecir qué saldría de esto. Pero yo estaba preparado, o eso pensaba, para manejar todos los bochornos que iban a abalanzarse sobre mí. No podría haberme mirado al espejo si me hubiera apartado de un personaje de la estatura de Ravelstein. Hace mucho entendí que lo que llamamos el arte de la ficción se marchitaba porque… bueno, porque las democracias modernas no son heroicas.

Pero descubro que debo explicar la democracia no heroica a los periodistas y el público, y eso me deprime más allá de todos los límites de las depresiones previas. Obtengo todo el consuelo que puedo reflexionando que en todo caso a mi edad la tienda está a punto de cerrar las puertas. La semana pasada vi a mi anciana hermana en Cincinnati. Tiene nueve anos más que yo, y cuando me enteré de la noticia del accidente de un avión de Air Alaska en la costa del Pacífico pensé: «¿Por qué no también Delta Airlines, en el Río Ohio?». Pero no. Aterricé sin peligro y me llevaron al manicomio de lujo donde vive mi hermana. Se alegró de que hubiera ido a verla y quería ver fotografías del nuevo bebé. De lo que no hablamos es de que no queda ni una sola tumba libre en el terreno familiar.

Janis cree que esta es una carta opresiva, pero me ha levantado el ánimo.


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