Ilustración de Triunfo Arciniegas |
BIPOLAR
Vivo entre el acelere y la depresión. Soy bipolar o, como se decía antes, de manera más gráfica y explícita, maníaco depresivo. El acelere es súbito, inesperado, una llamarada que a veces dura unas cuantas horas, unos días, un par de semanas por mucho, y que aprovecho para escribir y cranear fantásticos planes cuya realización impide la inseparable depresión. Porque siempre vuelvo a la oscuridad, y la caída es lenta si se compara con la naturaleza del acelere. Dolorosa e inexorable. Como una muerte.
Ahí esta, agazapada, con sus puñales, como un ratero en un callejón, esperando el momento, mientras hablo o escribo como loco, mientras quiero abrir las ventanas y volar, mientras grito o salto de pura exaltación. O planeo magníficas venganzas que nunca llevo a cabo. O redondeo desgracias con la gente que me cruzo.
Y luego, nada. Caigo. Todo ha pasado y tal vez nunca volveré a saborear esa fugaz dicha tan embriagadora. Es una muerte cotidiana, un acabóse implacable y devastador, una agonía que los extraños no entienden. De nada sirve que a uno le digan que la vida es hermosa. Es como si le dijeran a un cojo que camine derecho como hacen los demás.
Entonces uno vuelve a ser el idiota parado en una esquina que no sabe por cual calle seguir porque da lo mismo aquí o allá, porque vaya donde vaya es el mismo. El mismo imbécil que no responde el teléfono porque se sabe incapaz de mantener una conversación coherente, porque se avergüenza de sus propios sueños, que lo abandonan como a un león viejo.
Tengo el mal desde niño. Me veo llorando sin razón en una de las empedradas calles de Málaga, subiendo a la casa de mi abuela Candelaria. "¿Qué tiene este mocoso?", decía mi padre, y mi madre, sin entender pero más tolerante, sólo respondía: "Déjelo". Así son las cosas, qué se se pude hacer. Estoy marcado por una frase de Truman Capote que leí en mis primeros años: "Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y éste sólo tiene por finalidad la autoflagelación". Es decir, todo tiene su precio. La vida, que no es justa, se rige por leyes de crueldad.
Es decir, si alcanzo el paraíso de la exaltación, debo pagar por la estadía. Si veo lo que otros no ven, debo entregar un ojo. Es más, debo arrancármelo y ofrecerlo en la piedra del sacrificio.
Al principio puedo leer o ver televisión, aún conservo los ojos aunque sin brillo ni furor. Tal vez visite a alguien y ese alguien me vea normal y piense que no me pasa nada y que incluso tengo una buena vida.
Pero en los peores días me tiendo en la cama sin un libro abierto, sin el televisor encendido, y sigo una línea imaginaria, con la mente vacía. Voy y vuelvo con esa línea. Soy el animal que se lame las heridas en el cuarto del fondo de la casa y aúlla sin sonidos, para nadie, en el aire espeso y estancado, y luego, ya sin ojos, sin manos, apenas un gusano ciego que se arrastra.
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