lunes, 25 de abril de 2022

Triunfo Arciniegas / Bogotá, mi perversa amada

 



Triunfo Arciniegas

BOGOTÁ, MI PERVERSA AMADA

21 de abril de 2022


Es como una mala mujer sin cuya  presencia la vida es imposible. Casi no puedo respirar junto a su cuello y dejo de hacerlo en la distancia. Tengo con Bogotá una relación absolutamente masoquista. Le debo mucho pero acá nunca he sido feliz.


Lo primero que hice esta tarde, al llegar al hotel, fue lustrar los zapatos, a pesar del cansancio porque fue un vuelo demorado y anoche no dormí un solo segundo, tal vez para arrancarme el aire tan provinciano que llevo marcado a sangre y fuego desde los pies a la cabeza. 


Fue un vuelo con tres horas de retraso y sin compensación alguna por parte de la aerolínea. Ni una taza de café. Además, para colmo de males, tuve que esperar mi equipaje casi dos horas. ¿Cómo es posible que uno recorra más de quinientos kilómetros en menos de una hora y deba esperar una maleta, de pie y con dolor de espalda, casi dos, y con el único paisaje de una banda que da vueltas y vueltas porque no tiene más nada que hacer en la vida? El aviso luminoso dice que espere el equipaje en la banda doce, y ahí me planto, hasta que llegan las maletas de todo el mundo menos la mía. Pregunto y a su vez me preguntan, y me dicen que vaya a la banda diez. ¿Entonces los avisos luminosos están divulgando información falsa?  La campaña electoral lo contamina todo. Pero no, voy a la banda diez y solo hay una pequeña maleta azul, inalcanzable, en una banda muerta, tal vez baleada por las otras bandas, cuentas pendientes en las que no me corresponde meter las narices, y una pobre señora que se pregunta cómo llegar hasta la maleta azul. “Camine por encima”, le digo, y no me río de la obviedad de mi propio consejo por motivos de cansancio. A la señora le va a quedar difícil caminar por debajo. Que me siga en las redes para más consejos.


Y ahí estoy, más agotado que furioso, en camino a una oficina, donde me recomiendan que vaya a la sección de equipaje sobredimensionado. ¿Y cómo no va a estar sobredimensionado si vengo de un encierro de veintisiete meses bien contados y con siete propuestas para los editores? Antes de viajar uno debería hacer un curso de adivino para localizar la maleta de inmediato. Y ahí está, por fin, la sobredimensionada, tan gorda como yo, tan maltratada y empolvada. “Es de las antiguas”, dirá luego el botones. “Solo he visto dos en la vida”, aclarará sin que nadie se lo solicite. Voy a pensar, pero no lo diré porque voy a seguir más agotado que perverso: La otra es la maleta de su madre. Y ojalá no repare en el polvo, porque lo mismo.


Salgo a la divina luz de la tarde arrastrando mi sobredimensionada y otras dos, una con mi cámara y los celulares y los cuadernos de viaje, y otra con bolsos y otras bellezas de Trespiés, porque soy un nada práctico caracol miope que viaja con la casa a cuestas. Y ahí están todavía esperando aunque sé que sospecharon que me había volado a Venecia o París. Pasa un modesto taxi con un letrero: "El chamizo”. Le pregunto a la dulce muchacha si nos vamos en ese chamizo y me responde, con sus sonrientes ojos, porque el tapabocas no me permite contemplar su boca, que acá no tratan tan mal a los escritores. Luego me entero que la empresa cobra más de cincuenta mil pesos por cada escritor que transporta del aeropuerto al hotel. Con ese dinero casi se hace el viaje redondo de Pamplona a Cúcuta. Bogotá está por las nubes, no solo por sus 2700 metros más cerca de las estrellas, que no se comen, sino sobre todo por los precios.


En ninguna otra parte del mundo me siento tan mal vestido como acá. En Pamplona salgo a la esquina por el pan hasta con las camisas rotas que uso para pintar y en México me paseo con otras que envidirían los payasos o los cantantes de música guapachosa. En Cúcuta, tierra de nadie, salen en pantaloneta y chancletas y hasta sin camisa, como si nada. En Río de Janeiro uno puede pasear casi en pelota y la gente, con esa relación tan bella con el cuerpo, ni se da cuenta. Viejos y adolescentes, bellos y feos, gordos y flacos, recorren Copacabana como si fuese el paraíso. Perdón por mi torpeza: es el paraíso. En Nueva York o Los Ángeles a uno le hacen falta trapos para competir con tanto loco suelto. Las ciudades son mujeres, complejas e infinitas, y todas huelen distinto. Nueva York es como el pan recién sacado del horno, qué locura, ni siquiera París, tan legendaria, me conmueve tanto, me hace cerrar los ojos y decirme: estoy acá, benditos sean los dioses.


En Bogotá hay que conservar las formas. El padre Marino Troncoso, entonces director de la maestría que cursaba hace unos treinta años en la Pontificia Universidad Javeriana, donde finalmente me inventó la generosa beca Fumio Ito y a quien le dediqué “Caperucita Roja y otras historias perversas”, tomó mis manos entre las suyas, él sentado y yo pie de pie, y dijo: "El mismo campesino imbécil”.


Con razón era él único al que los vigilantes le exigían documentos. Me veían como mosca en leche. Entre tanto niño bonito y reinas de belleza, era el espía que vino del páramo. Me enfurecía con los vigilantes pero ahora entiendo su elemental mirada y, por otra parte, nadie me quita lo mirado, en mí más arraigado incluso que lo bailado. Soy una cámara fotográfica con patas. Con putas patas. Llegaba temprano a la Javeriana y me sentaba a contemplar en sitios estratégicos. Soy lector de piernas. Soy hombre de piernas desde chiquito. Una vez, en una de las empedradas calles de Málaga, derramé el almuerzo de mi padre por seguir el hechizo de un caminado. Sólo por contemplar la cadencia de las cubanas vale la pena hacer el viaje al malecón de La Habana. “La belleza está en el caminado”, dice María Félix. Y explica que de nada le sirve la gracia a una mujer si camina como Chencha.


En Bogotá viví la peor traba de mi vida. Fui a pagar un chicle en una venta callejera y el resplandor de la moneda, que terminó en el piso, me mandó al carajo. Me sumergí en otro mundo, donde la gente se doblada como si fuese de plastilina e insistía en tocarme cuando era yo que avanzaba entre la multitud de la carrera séptima como un borracho. Me pregunté qué hacían mis padres en Bogotá. La situación continuó hasta que di con uno de los compañeros de la maestría, lo abracé y le rogué que me acompañara. Me dejó frente al edificio donde vivía Evelio Rosero con Paula Sanmartin, en La Candelaria. Evelio se asomó a la ventana y bajó a rescatarme del delirio. Me sometió a un riguroso interrogatorio hasta dar con el pastel que me dio Juan Carlos Moyano en su casa sin advertirme de sus ancestrales ingredientes. La traba fue bajando pero yo seguía teorizando sobre el ser ahí y el estar ahí, una conferencia inédita hasta el momento y que francamente no termino de entender. Aquella tarde se acabó mi amistad con el escritor y teatrero Moyano, pero Evelio sigue en el cuarto del corazón destinado a los afectos eternos.


A Bogotá vuelvo una y otra vez, como una maldición, desde cuando el almuerzo común y corriente o corrientazo, como le dicen los bogotanos, valía noventa pesos, hasta ahora que va por los nueve mil. Benditos sean los dioses. Y no lo digo de manera irónica porque en estos tiempos tan sensibles no quiero que me parta un rayo. Los dioses siguen con sus antiguos métodos.


En una ciudad tan hipócrita, mis gestos resultan bruscos y hasta groseros. Acá se finge el aprecio porque les interesan sobre todo las buenas maneras, y el amor es más lujurioso. Después de tanta compostura y frases tan educadas, entonadas con ciertos elegantes matices, en la intimidad se desatan. En la cama las buenas maneras importan un culo. Lo que importa es otra cosa. Y es uno de los secretos bogotanos para sobrevivir.


De Bogotá se mencionan el caos y los trancones, los ladrones, las putas y los políticos, por supuesto, pero no los magníficos amantes. Mientras las calles se comportan como serpientes enloquecidas, otros inventan el deseo.


Bogotá, 21 de abril de 2022


(Autorretrato con Bogotá desde el hotel Hilton)

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