martes, 1 de agosto de 2017

Casa de citas / Scott Fitzgerald / Tengo un adjetivo para ti

Zelda Sayre y Francis Scott Fitzgerald
F. Scott Fitzgerald
TENGO UN ADJETIVO PARA TI

Al joven Fitzgerald podemos suponerle, de entrada, una infancia difícil. "Mi padre es un imbécil. Mi madre una neurótica", escribió. Un padre guapetón, pero indolente, sureño y repeinado, y una madre que aparece en las fotos con expresión ceñuda, ojerosa y adusta. Como si hubiera llevado el mismo vestido siempre. Como si acabase de tragarse una espina y tratara de disimular ante el anfitrión. Una mujer estricta y posesiva, huraña como la bruja de los cuentos, que lo abrigaba en exceso, en invierno, con bufandas y gorros y verdugos y calzoncillos largos, y que cultivaba sus rizos rubios, de niño, y sus ojos azules, como quien planta hortensias en un jardín florido. Fue a Princeton, donde obtuvo algunas de las peores notas que se recuerdan, y donde se encargó del grupo de teatro y de la revista. 
Fitzgerald, elegante y meloso, ligón y mujeriego, seductor implacable -el pelo engominado y una flor en el ojal de la chaqueta-, las mujeres caían en sus brazos como polillas atraídas por la luz. Se cuenta que en los bailes, en los felices veinte que vivió como nadie, siempre les regalaba un adjetivo: "Tengo un adjetivo para ti", les decía. 
Su catálogo de conquistas, de fotos dedicadas e iniciales, resulta interminable. Una vez, en París, cenando con los Joyce, estuvo flirteando con Nora toda la noche: en el primero y en el segundo plato, en los postres y en el café, hasta que James amenazó con tirarse por una ventana si su mujer no le decía que parara en ese instante.


JESÚS MARCHAMALO / DAMIÁN FLORES,
44 escritores de la literatura universal
Siruela, Madrid, 2009, págs. 87 y 88



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