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| Liv Ullmann |
Cuenta la escritora Linn Ullmann en su novela Los inquietos que su padre solía decirle a su madre que ella era su Stradivarius: “Un instrumento de la mejor clase con un sonido potente y rotundo”. Y que entonces la madre, emocionada, se llevaba la mano al pecho y repetía: “Soy su Stradivarius”. Sucede que ese padre era Ingmar Bergman, uno de los mejores y más influyentes directores de cine de la historia, y esa madre Liv Ullmann, una actriz sin duda de la mejor clase y capaz de los sonidos más poderosos y afinados, aun cuando de su boca no saliera una palabra.
De Liv Ullmann (Tokio, 1938) tiende a hablarse como “la musa de Bergman”, y ella misma no parece cansada de seguir hablando de quien fue su pareja durante cinco años, el padre de su hija Linn y autor de las mejores películas de su filmografía, que además la hicieron famosa. Eso a pesar de haber trabajado también con directores más que solventes como Mario Monicelli, Jan Troell, Richard Attenborough, Fons Rademakers o Sven Nykvist, de haber interpretado en el teatro –y en inglés, siendo el noruego su lengua materna- los papeles protagonistas de Anna Christie y Casa de muñecas, de haber dirigido ella misma cinco largometrajes, haber concursado en el festival de Cannes, haber sido nominada al Oscar como mejor actriz en dos ocasiones y ser la primera actriz escandinava con un Oscar honorífico desde Greta Garbo. En 2022, el actor John Lithgow afirmó al entregarle este último premio: “A los que digan que a ella nunca la habrían considerado uno de nuestros mejores intérpretes sin Ingmar Bergman, les respondería que a Bergman nunca le habrían considerado uno de nuestros mejores cineastas sin Liv Ullmann”. Y quizá no se equivocaba.
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Cuando Ingmar Bergman y Liv Ullmann se conocieron, él tenía ya 47 años y ella 20 menos. Él era un director reconocido mundialmente, con premios en varios festivales y dos Oscars a la mejor película de habla no inglesa, y había dirigido un puñado de obras maestras, entre ellas El séptimo sello, Fresas salvajes, El rostro, El manantial de la doncella o El silencio. Pero era consciente de que necesitaba un cambio de rumbo radical en su carrera para no acomodarse en la fórmula, el peor peligro que acecha a todo gran artista. Ella, por su parte, era una joven actriz desconocida fuera de Noruega y Suecia, donde comenzaba una prometedora carrera. Según cuenta en el documental la propia Ullmann, un día se encontró con Bergman mientras paseaba por la calle con su amiga Bibi Andersson, actriz bergmaniana que había tenido una relación sentimental con el director. Allí mismo, él le preguntó a ella si le gustaría trabajar en una de sus películas, y ella respondió que sí. Después, durante una convalecencia hospitalaria, Bergman vio unas fotos de las dos actrices juntas, y reparó en el parecido físico entre ellas. Ese fue el germen de su siguiente película, Persona (1966), protagonizada por Ullmann y Andersson, que lanzó a la primera actriz al estrellato y renovó la carrera del director. Hoy es considerada, con un amplio consenso, la mejor película de ambos, la más osada, radical y profunda de sus filmografías.
A sus 27 años, Liv Ullmann interpretaba el papel de una mujer al menos una década mayor, una famosa actriz llamada Elisabeth Vogler que un día, debo a una crisis nerviosa sufrida en pleno escenario, pierde el habla, y se retira a una casa junto al mar bajo los cuidados de la enfermera Alma (Bibi Andersson). Entre ambas mujeres se crean unas complejas dinámicas psicológicas en una cinta que por momentos se acerca al género de vampiros y que plantea cuestiones sobre identidad, género, creación artística, sociedad o política. Incluye momentos impensables en el cine comercial de mitad de los años sesenta, como un breve plano de un pene en erección y un monólogo de Alma en el que describe cómo participó en una orgía y, al quedar embarazada, decidió abortar. Pero lo más asombroso de ella es la interpretación de una muda Liv Ullmann, cuyo rostro cambiante refleja toda la ambigüedad, las contradicciones y el magnetismo de su personaje.
Pocos intérpretes ha habido en la historia del cine sonoro capaces de contar tanto con la expresión facial, y seguramente por eso Liv Ullmann fue vital en de la decena de películas de Bergman que ella protagonizó entre Persona y Saraband, su último largo como director, en 2003. En ese gran festival del rostro humano que es el cine de Bergman, un primer plano de Ullmann, aún sin pronunciar una palabra, asegura un enorme rango de emociones con los mínimos recursos. Solo con lo que dicen sus ojos, Ullmann es capaz de pasar en pocos segundos de la seducción al hastío, del estupor a la euforia, y volver si hace falta a la línea de salida. Como ejemplo, tenemos en Gritos y susurros (1972) el modo en que su expresión va congelándose progresivamente a medida que su amante, interpretado por Erland Josephson, desgrana las debilidades de su carácter. O esa escena increíble de Cara a cara… al desnudo (su segunda nominación al Oscar, en 1977) en la que, presa de una regresión a un trauma infantil, se ve poseída por el recuerdo de su abuela, y el espectador podría jurar que, a mitad del plano, sus ojos han sido reemplazados por los de otra persona. Un par de años después, en Sonata de otoño, no solo aguantaba el tipo frente Ingrid Bergman (que se llevó a matar con Ingmar Bergman durante el rodaje), sino que daba total credibilidad a un personaje que empezaba mostrándose como una mujer dócil y resignada y terminaba desatando una furia resentida de dimensiones mitológicas.
Pero quizá su mejor trabajo, el más completo de todos, es el que desempeñó en las seis horas de la serie Secretos de un matrimonio (1973), anatomía de la disolución de una pareja en la que ella atravesaba todos los estados emocionales imaginables, más algunos que hasta entonces no lo eran. Bergman quiso volver a contar con Ullmann para el papel de la madre de Fanny y Alexander (1982), pero ella lo rechazó por encontrarlo “demasiado triste”, lo que tuvo como consecuencia un enfado que al director le duró todo un año. Cuando, ya reconciliados, ella asistió a un pase de la película, lloró al comprender lo equivocado de su decisión. O así lo cuenta en el documental de Dheeraj Akolkar.
Es cierto que, fuera de Bergman, y a excepción de su alabado protagonista en el díptico Los emigrantes (primera nominación al Oscar, que perdió ante Liza Minnelli) y La nueva tierra, de Jan Troell, la carrera de Liv Ullmann ha resultado sorprendente discreta, sobre todo dadas sus cualidades. En la década de los 70, una vez finalizada la relación sentimental con el director, se trasladó a los Estados Unidos, y por un momento pareció que, aupada por su prestigio, iba a convertirse en una nueva Greta Garbo (en una anécdota que también se cuenta en el documental, Ullmann se encontró a Garbo por la calle y fue tras ella para presentarle sus respetos pero, lejos de agradecérselo o dirigirle siquiera la palabra, la protagonista de Ninotchka echó a correr horrorizada). Una serie de elecciones desafortunadas, con comedias mortuorias como 40 quilates, musicales artríticos como Horizontes perdidos o dramas históricos plúmbeos como La papisa Juana o Abdicación, hicieron fracasar el proyecto. En España protagonizó Leonor, dirigida por Juan Luis Buñuel, el hijo de Luis Buñuel, en el papel de una mujer regresada de entre los muertos para atormentar a su esposo y traer muerte y destrucción en una comarca medieval. Con una película argentina, La amiga, obtuvo en 1988 el premio de interpretación del festival de San Sebastián, a pesar de que su característica voz, de resonancia algo metálica, estaba doblada por otra actriz. Ciertamente no importaba mucho: todo lo decía con la expresión de sus ojos y su boca.
Más allá de sus libros (los biográficos Changing y Choices) y de sus excelentes películas como directora (donde destaca Infiel, con guion también autobiográfico de Bergman), Liv Ullmann es una autora con todas las letras. Eso es lo que ocurre en algunos casos, cuando se es actriz del modo portentoso, personal e insobornable en que lo es ella, cuando se da vida a personajes tan distintos sin necesidad de apoyos de caracterización y sin dejar de ser una misma a pesar de todo, cuando se construye un prototipo humano con tanta precisión que se consigue tocar el resorte de lo universal a partir de lo individual. Puede que sea un Stradivarius, pero su legado deja muy claro que sabe tocar una sonata de violín.
VANITY FAIR

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