Johnson detrás del presidente Kennedy cuando dejaban el Hotel Texas, en Fort Worth, el día que el presidente fue asesinado |
Antonio Muñoz Molina
Lyndon Johnson
Pero quién dice que hace falta inventar para urdir una narración devoradora. New Yorker acaba de publicar un capítulo del tercer volumen —creo que el último— de la biografía de Lyndon Johnson que lleva escribiendo Robert A. Caro casi un cuarto de siglo. Es el relato de un solo día en la vida de un hombre, de unas pocas horas en ese día. El 22 de noviembre de 1963, en Dallas, en las primeras horas de la mañana, Johnson era un vicepresidente que se sabía fracasado y ensombrecido por la presencia cegadora de John F. Kennedy. La gente aclamaba al pasar a John y a Jackie Kennedy y a él ni lo veía. En otra época había sido un hombre poderoso al que se tenía miedo y del que se solicitaban favores. El puesto ingrato de la vicepresidencia lo había borrado. El relato organiza como teselas en un mosaico o voces en una polifonía los recuerdos de los testigos y las fotografías y las imágenes de los noticiarios. En un descapotable de alquiler, Johnson mira tristemente la limusina negra desde la cual el presidente saluda a la multitud agitando los brazos y un momento después hay como un torbellino que no se entiende qué es, suena algo que parece el petardeo repetido de un motor. Un agente del servicio secreto empuja a Johnson hacia el suelo del coche y lo aplasta bajo su peso. Unas dos horas después, Kennedy ha muerto y en ese hombre que empezó la mañana desdibujado en la casi nulidad se ha operado una transformación. Habla de otro modo, tiene otra expresión y otra estatura que abruma a los que se le acercan. Ahora es el presidente de Estados Unidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario