Payaso y mujer Alberto Cadavid Fotografía de Triunfo Arciniegas |
Triunfo Arciniegas
LA MUJER DEL PAYASO
LA MUJER DEL PAYASO
Toqué con suavidad tres veces, según mi estilo, y en seguida abrieron. Saludé con la voz grave y lenta, dolorida, que usaba para estos casos.
–Siga, por favor –dijo Carmen Jerez, la viuda, y me condujo por un corredor mal iluminado, adornado de matas gigantes que me buscaban el rostro como mujeres confianzudas, hasta un cuarto donde el aire se había vuelto una sopa pestilente.
El viejo doctor Marancar, calvo y jorobado, cerró un maletín negro y gordo, en cuyo vientre podía refugiarse una docena de conejos, nos observó con ojos de entomólogo por encima de los anteojos y se despidió con una venia.
–Roberto –dijo la viuda–. Roberto, ¿por qué te fuiste?
Lo dijo tres veces, como si conversara con el loro. Roberto no respondió. Todas claman lo mismo, no importa cuánto hayan detestado al difunto. La muerte quema los rencores. Cuando le pedí a la viuda, en voz baja, que abriera la ventana, su mano encendió la pequeña lámpara de la mesita de noche, su mano blanca de dedos finos, infinitos anillos y uñas pintadas de rojo sangre. Tendido en la cama, con traje de paño, corbata y zapatos nuevos, demasiado bonitos para un tipo que no iba a caminar el resto de sus domingos, Roberto se veía bien, sereno, casi feliz. Tomé las medidas y discutí de precios y arandelas con la viuda. Quería un ataúd con flores.
–¿Cuántas docenas, doña Carmen?
–Usted no me entiende –dijo la viuda–. Las quiero pintadas en el cajón.
El cliente siempre tiene la razón. En este caso, el representante del cliente. Le pintaríamos lo que quisiera: ángeles con ojos de ternero degollado, golondrinas con mensajes en el pico, mariposas sicodélicas, siemprevivas y nomeolvides.
–Un cajón de colores –precisó la viuda–. Quiero un entierro alegre, ¿me entiende? Ni siquiera voy a llorar.
Nos pusimos de acuerdo en los colores. En otras palabras, la viuda quería la bandera del país de los locos salpicada de flores.
–Con ventanitas.
–¿Cómo dice?
–Quiero el cajón con dos ventanitas, una a cada lado, para que Roberto contemple el mundo por última vez. Quiero que nos vea felices. Era un hombre muy alegre, ¿sabe usted? Era un payaso.
Salí de prisa a cumplir con todos los encargos y regresé en la carroza con el ataúd y los candelabros después de mediodía. Ya estaban de fiesta. Osiris Sánchez había enviado una caja de ron y otra de aguardiente, con un sufragio de lágrimas vivas. Al principio creí que me había equivocado de casa. Habían desempolvado las pelucas y los trajes más extravagantes, bebían y se retorcían de risa. Alguien gritó:
–Comamos y bebamos, camaradas, porque miren lo que les pasa a los payasos.
Despaché a Agapito con la carroza, y me quedé para ultimar detalles y presentar la cuenta. Encontré a la viuda en el patio, recién bañada y sin anillos, en bata y debajo de un sombrero verde con plumas de pavo real. Arrodillado junto a una Biblia que servía de mesita para los frascos de esmalte, un enano le pintaba las uñas.
Casandra, en cuclillas, fumaba su apestoso tabaco debajo de un naranjo agrio. Un perro tuerto me ladró sin ganas. El enano ni siquiera levantó la cabeza.
–¿Le parecen bonitos mis pies? –dijo la viuda–. Eso no es nada para todo lo que tengo.
Soltó una carcajada y en seguida se tapó la boca, acordándose de su reciente estado. Soltó una lágrima, una sola, que resbaló hasta la orilla de su boca, divino manjar para un hombre muerto de sed en mitad del desierto, y espantó con el pie al mono que trataba de ver por debajo de la bata. Vino hacia mí, descalza, y me abrazó. El enano nos persiguió con un frasco de esmalte en una mano y el pincel en la otra. Un payaso trepaba en la sala por la cuerda de la lámpara y otro intentaba volar con un paraguas. Alguien lanzaba cuchillos alrededor de las fotos de Roberto que adornaban las paredes. Platón y Aristóteles, siameses oaxaqueños, jugaban ajedrez y bebían mezcal.
–Se hacen trampa –dijo la viuda.
Una mujer medio desnuda paseaba un león viejo por la casa. Me asombraron por igual el relieve de sus costillas y la longitud de sus piernas. “Cómete al león, muchacha”, quise gritarle, pero la timidez me atragantó.
–Apuesto que el león se la come –murmuró la viuda en mi oreja–. No se asombre: en otros tiempos leí las cartas. Pero con tipos como usted, tan transparentes, no se precisan para saber ciertas cositas. Es Piscis, ¿verdad?
Me ofrecieron una botella y bebí. Pura candela. Nadie vestía de negro, como si cumplieran una orden expresa de la viuda, que besaba a todos en la boca y poco le importaba que la bata a cada rato descubriera sus encantos y tatuajes. Complacida con los encargos, me pellizcó la mejilla como si fuese un niño regordete y sonrosado y me lanzó un sonoro beso. “Muchacho bello”, dijo. Se arrancó una pluma del sombrero y me la ofreció. Le pedí precaución con los acabados.
–Son flores frescas –expliqué, y bebí de otra botella.
Alguien oía a Pink Floyd en una de las habitaciones, y en otra, un aprendiz de trompetista interpretaba el Himno Nacional. La casa era una fiesta tan desbordada que muchos, incluida la viuda, que se despojó de la bata por dos o tres minutos, se probaron el cajón antes de encerrar allí a su dueño definitivo. Me perturbó el esplendor de su geografía: el dragón hambriento que volaba hacia el pezón izquierdo, la serpiente dormida alrededor del ombligo y el bosque negro en forma de corazón que resguardaba la cueva de la dicha. De un salto regresó a la tierra de los mortales.
–Me hubiera gustado mandarlo al más allá con dos o tres muchachas –dijo, entrando a una bata que no le hacía falta para nada–. Me puso los cachos con cuanta negra se le atravesó.
Y aclaró, abriendo los brazos en cruz:
–Soy un vino blanco. Fino. ¿No le dan ganas de beberme?
Acomodamos a Roberto y todo el mundo estuvo de acuerdo en que se veía más vivo que nunca. Quise retirarme para que oraran en la intimidad, pero la viuda no me lo permitió. Le cantó un bolero al finado a través de una de las ventanitas y luego me hizo pasar al comedor para un suculento almuerzo, que despaché sudando como un caballo, entre un trapecista vestido de verde y una mujer barbuda. Frente a nosotros, una contorsionista bizca, de orejas puntiagudas y cabello erizado, devoraba una rana en salsa de almendras, con una generosa guarnición de papas a la francesa y ensalada mixta, y bebía a grandes sorbos, dejando derramar hasta sus pechos un líquido espeso y rojo, vino de Transilvania o sangre de murciélago. Un malabarista tartamudo y el domador, de espesos bigotes, se limpiaron la boca con la pelusera del antebrazo y se retiraron entre eructos y gruñidos. Otros se sentaron luego y terminaron muchas horas después. Busqué a la viuda, pero no la encontré. Se la pregunté a un mago ebrio que trataba de esconder en el sombrero un conejo asado, sobras del almuerzo, para su mujercita.
–¿Entonces el muerto es de verdad? –dijo–. Con razón lo vi tan pálido. ¿No es ésta la convención anual de los Bebedores del Agua Sagrada? ¿De cuál Carmen me habla?
Extraviado, abrí la puerta del baño por equivocación y sorprendí, sentada en la taza, a una monja que hojeaba entre lágrimas una revista pornográfica.
El enano, que se había pintado las uñas de negro, y los párpados con tonos azules y violáceos, armaba un tabaco de marihuana con una hoja arrancada de la Biblia. Me miró con rencor y escupió en el piso, como retándome a duelo. Calculé que ya se había fumado el Génesis. No me pareció oportuno preguntarle por la viuda y desaparecí de su vista.
Un caballero antiguo vomitaba en su sombreo de copa, arqueándose con gracia de bailarina para no embadurnar el traje, y los siameses, con lamentable puntería, orinaban en la maceta de las astromelias.
–Si me caso con Aristóteles, ¿qué hacemos con Platón? –dijo Casandra.
Aunque ya era de noche, no podía retirarme sin la cuenta cancelada. Humedecí con saliva la yema del índice y repasé las facturas como si fuesen billetes. Oí la risa de la viuda en una habitación pero no me atreví a interrumpir. Esperé en la sala junto al difunto. Casi nadie se acercaba a verlo. Me dormí sentado, a la orilla de aquella fiesta, arrullado por el suave traqueteo de una cama y una frase, una letanía convertida en súplica: “Mátame”. Soñé con María Cruz Delina en el aeropuerto de Málaga. Elevábamos una cometa amarilla. "Si me alcanzas te doy un beso", prometió. María Cruz Delina corría como el viento, se elevaba arrastrada por la cometa, se perdía entre las nubes. Alguien me tocó el hombro. Desperté con jirones de nube en la boca, junto al rostro de la viuda.
–Tenemos camas si quiere descansar –dijo, atándose la bata.
–Lo siento, la estaba esperando.
La viuda me extendió un cheque entre bostezos. Lo guardé en el bolsillo de la camisa, junto a la pluma, y avancé hasta la puerta.
–Ojalá nos acompañe mañana –dijo.
No me perdería aquel entierro por nada del mundo.
–Y no es necesario que venga vestido de murciélago.
Como era tarde, dejé el cheque en Apocalipsis por debajo de la puerta. Caminé hasta la casa de mi tía porque ya habían pasado los últimos autobuses. Oculté la pluma de pavo real debajo de la almohada y colgué el traje negro, la pinta de murciélago que me imponía la casa de pompas fúnebres. Le escribí una carta apasionada a María Cruz Delina, enfermera del hospital de Málaga, y, vestido de verde, la llevé a la oficina de correos temprano, apenas abrieron. Don Jacobo, dueño de Apocalipsis, me recibió con los brazos abiertos.
–¿De qué charco vienes? La viuda acaba de llamar, muchacho. Quedó tan contenta que ya nos contrató para sus próximos maridos. Espera que la acompañes en la pena. Ya te echó el ojo.
Me miró por encima de los anteojos.
–Ay, Federico, qué envidia más negra, vas a embriagarte con Carmencita Jerez.
Me espantó como si fuese una gallina:
–Deja todo y ve a ver qué se ofrece.
Necesitaban café.
–La cocinera se escapó anoche con el trapecista y nos vamos a quedar dormidos antes de llegar al cementerio –dijo la viuda apenas me vio, empujándome a la cocina con todos sus anillos. Conservaba el sombrero de plumas del día anterior pero había cambiado la bata azul de flores moradas por un vestido rojo, ceñido y escotado, y saltaba a la vista que había olvidado la ropa interior. El finado la había dejado enterita, madre mía, Carmen Jerez del Paraíso, y como no era pecado desear a la mujer del muerto, estremecido, cerré un instante los ojos para morder su nuca y deslizar la lengua hasta sus nalgas–. Si así eres verde, muchacho bello, cómo serás maduro. ¿Sabes hacerlo? Si no, te enseño.
Preparé el menjurje en la olla más grande y lo repartí entre los que todavía seguían despiertos. Como la viuda consideró que era demasiado temprano, organizó con el finado un recorrido por los barrios bajos, al otro lado de la estación del tren, hasta la casa de placeres de Petrona Sanguino, negra otoñal todavía hermosa, más conocida como La Malquerida. Las muchachas, recién levantadas, todavía en paños menores, se apoderaron del cajón y nos vimos a gatas para recuperarlo. De lejos, parecía un partido de fútbol. Todas gritaban. Algunas enseñaban los senos para que el finado se fuera al más allá con un bello paisaje, entre alabanzas y maldiciones, y me pareció que Roberto torcía los ojos. Las dejamos en un río de lágrimas, resignadas, con más pinta de viudas que la misma Carmen Jerez.
Una de las muchachas nos alcanzó corriendo y señaló con el índice su barriga de elefante:
–Carmen, tenemos que hablar de esta gracia.
Los hombres depositaron el cajón sobre los rieles y todo mundo permaneció atento al desarrollo de la escena. El tren podía arrastrar a Roberto hasta el Páramo de Berlín, pero no nos quedaríamos con la curiosidad.
–Me he acostado con varias, querida, pero hasta el momento no he preñado a ninguna –dijo la viuda.
–Es una de las payasadas de tu marido –precisó la muchacha.
–Pero me parece, negrita, que en esa pista más de un payaso ha hecho función –remató la viuda.
Y soltó una risa que hizo dar media vuelta a la muchacha.
Encabezado por los siameses, uno de negro y otro de rojo, el cortejo torció por la antigua y empedrada Calle del Deseo, donde dos o tres damas quebraron sus tacones. Nos refrescamos frente al portón de la casa que el arzobispo Miguel Ángel de Quevedo hizo construir en otro siglo para la tatarabuela de La Malquerida, la célebre nigromante, cuyo fantasma todavía asustaba a los borrachos. El domador de espesos bigotes atrapó con el látigo una rama que se asomaba a la calle, trepó hasta el borde del muro, erizado de picos de botella, y contempló por todos nosotros, pobres mortales, los legendarios jardines, que abarcaban la manzana entera, hasta que el alboroto de los perros nos obligó a marcharnos.
–El paraíso, hermanos, ni más ni menos –explicó, hechizado.
Flanqueado por dos meseros adolescentes, uno rubio y otro moreno, Osiris nos hizo adiós desde un charco de lágrimas. Pasamos frente a Apocalipsis, Bello final para una bella vida, precios módicos. Don Jacobo se quedó mirando la multitud con cierto arrobo, como diciendo:
–Cuánta clientela, Federico, cuánta clientela.
Era lo menos parecido a un entierro. Una parranda de locos fuera de carnaval. Arrastramos a medio mundo. Íbamos bailando, cantando, quemando pólvora, por calles polvorientas y destartaladas, de cantina en cantina. Coplas obscenas contaban la vida de Roberto. En algún momento tuvimos que devolvernos, aunque no recordábamos bien por dónde habíamos venido, porque alguien advirtió que se nos había olvidado el cajón. Entre tanto desorden, los de adelante pensamos que el cajón venía atrás, y los de atrás pensaron lo contrario. Ay, Roberto. ¿Se estaría despidiendo otra vez de las negras de La Malquerida?
–Ni muerto deja las malas mañas –dijo la viuda.
Las puntiagudas sandalias y el alcohol la hacían trastabillar. Más de uno acudió a ofrecerle el hombro, no para evitar su caída sino para que no se nos perdiera entre las nubes, pues ciertamente las amplias alas del sombrero hacían pensar que practicaba lecciones de vuelo. Vi o imaginé diminutas gotas de sudor en su nariz. Quise beberlas. El enano marihuanero, presto a limpiar las sandalias de su ama con una servilleta, mantenía una estrecha vigilancia. En un momento sus ojos, para la viuda, eran de ternero degollado, y al siguiente me arrojaban candela.
Marc Chagall, Over the Town |
Encontramos a Roberto en el Callejón de los Ciegos, donde unos niños, confundiéndolo con Pericles, estaban a punto de prenderle fuego. Celebramos la ocurrencia con pólvora. Oímos las campanas de la iglesia del Señor de la Humildad y nos apuramos a quemar los últimos voladores porque se nos hacía tarde. Llevamos al difunto por el camino más corto. La mayoría de la gente se quedó en la puerta, en el atrio, en las cantinas más cercanas, mientras oficiaban la misa. Cinco o seis sorbos de aguardiente, en la cantina de Carmen Peralta, me patearon al más allá. El cajón volvió bendito y la viuda echando chispas porque, según supimos, el cura se acordó que el finado le había quedado mal con una función de caridad. Menos mal que el cementerio estaba ahí, a un tiro de piedra. Corrimos a mandar con Roberto saludos a los acostados y robamos flores del vecindario. Corrimos, es un decir: trastabillamos, trasbocamos.
–De tumba en tumba, me voy de rumba –gritó una de las locas que nos acompañaba, y echó a correr por la avenida principal.
El sepulturero selló la tumba casi a oscuras, y con una puntilla la viuda escribió sobre el cemento fresco: Roberto Antonio Cáceres, y un poco más abajo, papacito rico. Proseguimos la fiesta en la calle porque nos echaron. Locos de amor, nos arrojamos flores y nos dijimos cosas bonitas. Aunque no había árboles, brincamos de rama en rama. Aullamos como lobos y nos relamimos como gatos. El enano, borracho, quiso trepar por uno de los postes del alumbrado público. Mientras una loca masticaba pétalos, otra se derramó la cerveza en los senos.
–Leo manos y ombligos –dijo Casandra, de rodillas.
La viuda nos invitó a la casa, donde una cocinera arrepentida y un trapecista muerto de la vergüenza nos esperaban con pezuñas de cerdo en salsa agridulce y pechugas de pollo maceradas con miel de abejas.
–Jerez para todos –gritó la viuda, sin las sandalias y sin el sombrero de plumas, algo despeinada y con el maquillaje desparramado–. Carmencita para el finado, señores. Jerez para todos hasta el amanecer.
Ya había hecho amigos, golpeaba hombros con toda confianza, y me sentía feliz porque en mi oficio, y con tanta competencia, la amistad es clave. Recorrí la casa de Carmen Jerez a mi antojo. En el patio, a la luz de la luna, la mujer casi desnuda dormía con la cabeza recostada en la barriga del león, junto a un racimo de uvas a medio consumir y una peluca rubia. El mago, la oveja descarriada de los Bebedores del Agua Sagrada, flotaba con los ojos cerrados en el humo de la pipa que fumaba un conejo chamuscado. Volví a la sala, donde eché de menos al difunto, y me senté en la misma silla. Estaba por dormirme cuando la viuda se acercó y me tocó el hombro.
–¿Es usted casado? –me preguntó.
Pamplona, 1994
Mujeres muertas de amor
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