Triunfo Arciniegas
LA CASA DE LAS LUNAS
Debo confesarlo: toda la vida he sido un lector apasionado, desde mucho antes de enamorarme de Melissa Walter. Di con ella luego de leer una extenuante biografía de Picasso, tres novelas de Calvino, todos los cuentos de Poe y Crónica de pobres amantes, pues así de dispersas han sido siempre mis lecturas. Entonces, hechizado por Flaubert, sobrellevaba con Emma Bovary, su personaje, un sudoroso romance que pervirtió mi adolescencia. Quise salvarla del seductor y del médico mediocre y terminé perdido. Aún veo la zapatilla balanceándose en la punta de su pie, el carruaje del deseo que atraviesa la ciudad con sus amantes dentro, la mano pálida y desnuda que se asoma a la ventanilla para arrojar la lluvia de papel de la carta del rechazo. Aún me veo en la cama del solitario, ansioso y delirante.
Entonces Melissa Walter me sometió a la dura prueba de olvidar a Bovary. Confieso que no parecía un libro especial: una edición lastimosa, un ejemplar maltratado. Quiero decir, era como todos, como un soldado en un ejército o, mejor, como un ladrillo en la pared. No más de doscientas páginas sin un solo subrayado, sin una sola acotación, y un título que juzgué demasiado largo, Verano en la casa de las lunas. Una traducción, por supuesto. Su autor había muerto recientemente, según rezaba la tapa, pero por la fecha de la edición calculé que llevaba unos diez años bajo tierra. Aunque aquella tarde me debatía entre El desprecio, de Moravia, y Sangre de amor correspondido, de Puig, lecturas tan aplazadas y esperadas, decidí probar las delicias del verano. El viento de la dicha pasaba las páginas y la belleza me dolía en los ojos. El mismo viento que palpa los pezones de Melissa Walter a través de la blusa “como una mano enamorada”. La muchacha, toda una preciosidad, hace autostop durante las cien primeras páginas, con distintas aventuras, hasta llegar a la casa de campo de su abuela, una loca feliz que pinta pequeñas lunas doradas en todas las paredes y se viste como una quinceañera. Cualquiera se detiene ante el resplandor de las piernas de Melissa, la llamarada de sus cabellos, el elemental hechizo de su sonrisa. Todos la pretenden pero nadie la consigue. Melissa se contempla en el espejo el lunar entre los senos, se pinta la boca y colma de besos el espejo, los besos rodean una verga roja. Los pezones brotan furiosos entre las yemas de los dedos. Melissa lee a escondidas las cartas de amor de la abuela y admira en las fotografías la belleza de su juventud. "Polvo que se va y no vuelve", murmura. En la cocina, con las piernas abiertas, despluma el pollo de la cena. Esquiva con gracia los acosos de Abelardo Cabeza de Piedra, el hombre más rico de la región, cuya casa es el escenario de las fiestas más escandalosas: hombres y mujeres, desnudos y trabados, alrededor de la piscina. Allí, en la finca, Melissa aprende de la vida con la abuela y del amor con un muchacho que fabrica jaulas en la vecindad. De esta última relación encontré memorable la escena del río donde se baña desnuda, luego de hacer el amor por primera vez, de pie, contra un árbol cuya corteza le lastima su trasero de diecisiete años. El muchacho le muerde la piel enrojecida, brillante como un pez, entre risas y chapoteos. Para divertirse, ella le escribe frases de amor sobre el vientre, y él le promete que alguna noche cabalgarán desnudos en el caballo del patrón. Llegan los últimos días del verano y las cosas se complican.
Luego, un final breve y anhelado: el muchacho de las jaulas defiende a Melissa del patrón lujurioso y huyen en tren hacia el mar mientras el patrón, don Abelardo Cabeza de Piedra, borracho, se ahoga en la piscina.
Ya era de noche cuando salí del libro. Como casi siempre, el último lector, el que se va cuando empiezan a apagar las luces y la bibliotecaria lleva más de media hora observando su reloj y zapateando. Un borracho de imágenes que no sale al alba del delirio sino a la noche de otras páginas. Otro libro, a mitad de camino, junto a la almohada. Cierto recelo de mezclar las historias, de contaminar a la bella Melissa con otros personajes, me detenía, me desviaba del camino a casa. Bebí un café en El Ángel Tuerto y llamé a Fernanda. Su madre me informó que había viajado a Sacramento “para hacerse ver los ojos”. Fernanda me debía algunos libros y unas cuantas noches. Tal vez recuperara los libros. Una brisa de alfileres barría las calles de Lejanías. Unos adolescentes se besaban con hambre en un escaño del parque y unas veinte personas, con abrigo y bufanda, hacían cola para ver Sombras y niebla, con Woody Allen y Mia Farrow. Tampoco quise mezclar niebla y lunas doradas. En la esquina de la Playa con Bahía de los Santos (tan lejos del mar y con esos nombres) se había amontonado la gente. Un accidente de tránsito tal vez. "Un ladrón", dijeron. Un ladrón de relojes que huía en bicicleta burló el pare y se estrelló contra un taxi. Una mujer describió cómo el cuerpo se estrellaba contra la pared mientras la bicicleta seguía avanzando por la orilla de la acera. No me acerqué a conocer el rostro del bandido. No encajaban lunas doradas y bandidos ensangrentados. La brisa helada me empujó a casa. La soledad me envolvía como una campana de cristal. No quería ver a nadie, sólo gozar, saborear el instante, ladrón de imágenes. Tocar el lunar entre los senos, despertar los rosados pezones.
Me enamoré de esta muchacha, no pude olvidarla. En alguna reunión de borrachos Felisberto dijo que conocería a una mujer preciosa y se enamorarían hasta la locura y no podríamos soportar verlos tan felices, más allá del bien y del mal, hablé con verdadera imprudencia de la novela y, cuando llegué al episodio del río, alguien me contradijo en los detalles. "Melissa vende jaulas", dijo Victorio más adelante, cuando se me acabó el hilo y sólo quise dormir en el sillón y no saber más de este mundo, y Felisberto aclaró que Melissa hace las jaulas para que el muchacho, que se dedica a las cometas, las venda en el pueblo. Las cometas sólo se venden en agosto. En fin, los tres que conocíamos la novela contamos tres versiones distintas. Un desacuerdo nos animaba para precisar otros y a medida que hablábamos más nos distanciábamos. La muchacha no llega a la casa de las pequeñas lunas doradas haciendo autostop sino en bicicleta, según Victorio, y en el jeep de un médico amigo, según Felisberto, aunque coincidimos en el esplendor de las piernas, las hojas del camino, un gato en una venta de artesanías. Contaron incidentes que yo no recordaba. Victorio y Felisberto, con cierta pasión, discutieron sobre unos cuantos personajes que en mi lectura pasaron desapercibidos. Ambos aseguraron que el muchacho empuja al patrón a la piscina. Por dinero, según Victorio, y por celos, según Felisberto.
Tal vez hastiado del silencio, de cabecear como un pájaro, Silvio propuso que leería la novela para nosotros y que, por favor, cambiáramos de tema. Acudió a la biblioteca pública, donde se encontraba el único ejemplar que conocíamos en Lejanías, lejos de todo, y nos reunió tres noches después junto a una botella de vino. El lunar de entre los senos que, según Felisberto, asciende al cuello, y, según Victorio, se acerca a la nariz, ha desaparecido. ¿De todo el divino cuerpo? No sería la única contrariedad: Silvio, complacido, nos dejó con la boca abierta. Dijo que la muchacha no hace ni vende jaulas: se dedica a cuidar pájaros. "Ardillas", precisó Felisberto. "Pájaros", insistió Silvio. En todo caso, la muchacha da de comer a los animales casi desnuda: la abuela, algo loca y enamorada de un fantasma, no se fija en las cosas de este mundo. "Un poco ciega", dijo Felisberto. "Y loca", insistió el narrador. Melissa llega a la casa de la abuela en el jeep de su padre. Aunque sigue enamorada de un estudiante de medicina que pasa las vacaciones en San Fernando del Chorro, una ciudad cercana, donde viaja con frecuencia embutida en unos jeans recortados casi a la altura de las ingles y una blusa mal abotonada, Melissa se entretiene con el muchacho que asea la piscina de una mansión de los alrededores. En las noches cabalgan desnudos en un caballo blanco. La luna los sorprende bañándose. Don Abelardo Cabeza de Piedra le ofrece a Melissa cuanto tiene a cambio de sus amores y muere accidentalmente en la piscina luego del rechazo. El estudiante de medicina también muere ahogado, en un pozo del río. Melissa y el muchacho, que retozan desnudos en el bosque “una vez por página”, descubren el cadáver. Por último, acosada por los remordimientos, Melissa huye hacia el mar sin despedirse del muchacho.
Observé que en todas las versiones, sola o acompañada, Melissa abandona las páginas de la novela. Es decir, la casa de las pequeñas lunas doradas.
No me reí cuando después de la botella inicial y otras que aparecieron como por arte de magia, Silvio se acercó, puso su mano en mi hombro y dijo, tan complacido como antes: "El lunar se le corrió al culo en la página 92". Le agradecí que no divulgara el secreto y entonces, con esa mirada de pájaro, me echó el cuento: "¿Cuándo vas a prestarme Madame Bovary?"
Trastornado por la versión de Silvio, y sobre todo por ese segundo muerto, torpeza de narrador, torpeza estética que desmejoraba la novela, abandoné la reunión con ganas de esconderme. Me molestaba ese gesto de Silvio, como persiguiendo con la mirada una mosca invisible, y el continuo chasquear de sus dedos. Luego acepté que pretendía culparlo, como si se hubiese inventado la versión de la novela cuando Silvio no era dado a tales vicios. La dicha se esfumaba. La gente había salido de cine con la cabeza llena de sombras y niebla y era tarde. Vi un muchacho que corría con una cartera de mujer. Entré a La vaca que ríe y pedí una cerveza en la mesa del fondo, de espaldas a todo el mundo. Quería pensar. Al levantar el vaso y tocar la espuma, una mano se posó como un pájaro en mi hombro. Desde esa mano fui por un brazo hasta un hombro desnudo, luego a una garganta y luego a un rostro perseguido. “Lorena Álvarez”, dije. Venía ahora cuando el ansia no era la misma. “Anselmo”, dijo. Le sonreí mientras me borraba el bigote de espuma. "Oh dulces prendas por mí mal halladas", suspiré. La mujer confesó sin preámbulos que me buscaba, vi su decisión en la rigidez de su boca y me dejé llevar. Preguntó por Fernanda y le dije que seguía en Sacramento. Hablamos de cualquier cosa casi a gritos, luego salimos, maldiciendo el volumen de la música. Le ofrecí mi chaqueta. Tropezó, la sostuve y ya no nos separamos. No nos dijimos nada por el camino. Vimos la luna pero no la comentamos. Pateamos una tapa de cerveza hasta que desapareció por la rejilla de un desagüe. Ya habíamos llegado cuando citó una línea de una canción: "La luna es testigo de mi enfermedad". La esperé en la cama mientras iba al baño. ¿Todas van al baño antes de hacer el amor? Se desvistió y vino a mi lado.
No nos volvimos a ver. No fue una gran noche. Sólo nos sirvió para acabar la ilusión y darnos a conocer un mutuo desamparo. Me dormí mientras Lorena contaba la película que explicaba su vida: siempre hay una tragedia a punto de saltarle a uno a la cara. A medianoche, tal vez más tarde, cuando su mano de algodón me recorría, la penetré con cierta violencia. Sólo cuando besé sus senos sin pezones supe que la había estado confundiendo. Lorena, por su parte, me llamó con otro nombre. En la mañana, después de los huevos y el café, cuando nada más ansiaba su ausencia, en vez de resolver los secretos se quedó mirando uno de mis paisajes, una laguna con patos, unos en el aire y otros con el pico en el agua, y dijo que le gustaba. Lo apretó contra su pecho cuando le dije que se lo quedara.
Acudí a la biblioteca pública de Lejanías y al principio creí equivocarme de libro porque no encontré a Melissa Walter. La novela comienza con la vida disparatada y feliz de la abuela entre lunas y pájaros dorados, las cartas de Melissa, las visitas del jardinero, que habla de una novia que vende pájaros en San Fernando del Chorro. La vida de las ardillas, el verano que pudre las hojas, la ceguera de un médico que se retira del oficio, el amor otoñal al borde de la piscina entre la abuela y Abelardo Cabeza de Piedra. Un caballo sin dueño se desboca al abismo. Todos hablan de Melissa, todos la esperan. Pero el verano ya acaba y ella no aparece. Todos alimentan la certeza de que vendrá. Sorpresivamente, la novela concluye sin ahogados.
Devolví el libro como un plato que las horas han echado a perder y volví a casa con un profundo malestar. Sin Melissa, delicioso hilo vertebral, el mundo de la novela era un caos. No tuve el coraje para intentar otra lectura. ¿Dónde estaba Melissa Walter? Le comenté la desaparición a Felisberto y no hizo más que reírse. Parecía muy entretenido y feliz, no quise saber por qué, con quién. Con Felisberto se extraviaban los límites de la realidad. Nunca le creí el cuento de la negra que preñó en Pinar del Río, una tal Juliana Hamilton. ¿Cuándo? “Hace años”, decía siempre, pero no tenía ni una foto de la negra ni una carta ni nada. Nos despedimos pronto. Me encargaron un par de paisajes y casi no puedo acabarlos. Los colores habían perdido el brillo y hasta me fallaba la perspectiva. Victorio, preocupado, me aconsejó que visitara al médico. Mi dolor estaba más allá de los huesos. Le pregunté a Victorio cómo explicaba tantas contradicciones y replicó que si no se contradecía no había conversación. Quise saber de Silvio y dijo que nadie lo volvió a ver desde que leía a Proust. Tampoco supo darme razón del misterioso Felisberto. Sólo dijo que lo había visto muy bien acompañado por una rubia de largas piernas. Rubia o pelirroja, dudó, todavía hechizado por el esplendor de las piernas. "¿De ojos claros?", dije sin pensar. "Como que azules", dijo Victorio y añadió con malicia: "Felisberto encontró el lunar". Cambió de tema, ignorando mi ansiedad: quería comprar un gato para Adriana. Caí al vacío, no pude dormir. En casa de Felisberto, al otro día, me dijeron que se había ido a un largo viaje con una amiga. La hermana y la madre no coincidieron en el retrato de la muchacha, pero aseguraron que Felisberto tardaría en regresar. Los esperé, siempre pregunté por ellos. Victorio hablaba del gato y la preñez de Adriana, y Silvio andaba un poco loco, escribiendo un tratado de metafísica para publicar en fascículos y hacerse rico. Cuando lo visité con Madame Bovary bajo el brazo, en un caserón que había sido de su abuela y que se estaba cayendo a pedazos, podría decirse que no me reconoció, aún entretenido con la mosca invisible. Por todas partes había botellas transparentes vacías. No le pregunté la razón porque temí que dijera que las usaba para guardar los pensamientos. "Buena suerte, Silvio", le dije y desaparecí con la novela. La última vez que vi a Victorio estaba demasiado ocupado como para conversar de esto y lo otro. Llenaba un camión con sus chécheres porque se trasladaba a Bogotá por un trabajo mejor, ahora que tenía tantas responsabilidades, y miró hacia la puerta, donde Adriana sostenía un gato y se soplaba el mechón de la frente. Así, frágil y adormecida, con sus pequeños pechos y un hombro descubierto por la imprudencia del gato, parecía pintada por Balthus. Aún no se había desvanecido el polvo que la vio brincar la tángara en la calle. Pregunté por Felisberto, y Victorio sólo dijo: "¿No lo has visto?" Le ayudé a acomodar el televisor. "Trae la caja del gato", dijo a su mujer, tal vez para alejarla de la puerta. "Anselmo, puedes quedarte con Nabokov", añadió sin mirarme. Me sorprendió. Me había prestado Lolita un par de años atrás y creía que no se acordaba. Como todos, enriquecía la biblioteca personal con el olvido y los descuidos de los amigos. Victorio dijo Nabokov en vez de Lolita. La niña perversa siempre había sido suya. Entonces me di cuenta cómo se parecían Adriana y el personaje de Nabokov. En cierta forma, Victorio viajaba para llevarse consigo el escándalo que significaba la preñez de Adriana, apenas una adolescente. En Bogotá, entre siete millones de desesperados, no se notaban estas delicias. Victorio no sabía con exactitud su nueva dirección pero prometió enviarla. A Lejanías nunca llegó.
Tropecé con la madre de Felisberto en una tienda de artesanías y dijo que su hijo bien amado había escrito. Al día siguiente, cuando pasé por su casa, no pudo localizar la carta y tampoco estaba segura de haberla leído. “¿Venía de Cartagena, Teresita?”, le preguntó a la hija. La visité varias veces y bebí un chocolate que me revolvía el estómago, empeñado en una cacería de datos que el tiempo movía como piezas de ajedrez. La madre de Felisberto ya no recordaba mis borracheras con su hijo, el amado florero de la tía Ágata que hicimos pedazos, el vómito en la alfombra, las serenatas destempladas. Luego se confundía de hijo y siempre que le pedía noticias de Felisberto me hablaba del menor de sus muchachos, en el ejército desde el año anterior: "Ya va para veinte meses, cómo vuela el tiempo, Teresita". La última vez que la visité, la anciana masticaba pétalos de rosa en un rincón de la cocina, con esa mirada de vaca que siempre la acompañó. Ni siquiera me ofreció chocolate. La hermana de Felisberto, por su parte, se encerró en la soledad y el hastío luego de una desilusión amorosa. Esa última vez me arrinconó para preguntarme si la pintaría desnuda.
─Sólo pinto paisajes ─dije, asustado.
Se desgarró la blusa y soltó una carcajada.
─¿Te gusta este paisaje, niño Anselmo?
Ya no quise preguntar más. La memoria de Felisberto se desvaneció. Lo imaginé tocando el piano en el bar de una ciudad donde nadie lo conocía. Una mujer hermosa, que se iba con cualquiera, bailaba en el escenario. La visión de sus piernas, largas y pálidas, como un cuchillo que nos desgarra sin piedad. La visión de sus brazos, de sus manos, de sus dedos, que asoman desde unos guantes negros, largos, arrancados como una piel, con dolorosa lentitud. La falda, negra o roja, que se abre como un telón. El espectáculo del origen del mundo: la cálida, húmeda y vegetal cueva de los deseos, los chillidos de gata en la oreja, la materia del tormento derramándose en su cuerpo, en cualquier parte de su divino cuerpo. Felisberto esperaba a su Melissa junto al piano y el amanecer, tal vez colgado del hilo de humo del cigarro. A veces regresaban juntos a casa, zizagueando por calles mal iluminadas, ella embriagada y riéndose, y él, pálido y cansado. Se detenían a manosearse en cualquier esquina. Él le acariciaba la cara como un ciego que ansía recorrer a una antigua amada, y ella le chupaba los dedos con hambre de niña, hasta que lo obligaba a arrodillarse para que le oliera en su entrepierna el aroma de otros hombres. Pero no era más que mi imaginación, que cada vez me pasaba un film distinto.
Fernanda volvió a Lejanías de un día para otro y se llevó sus cosas. No me buscó ni me dejó los libros. Supe, no por su madre sino por una vecina, que ya tenía marido en Sacramento.
Pintaba peor, debo reconocerlo. Aprendí algo de ebanistería. Si bien ocupaba las manos con un juego de sillas de dudoso estilo, la mente divagaba. Me acostaba rendido, con la espalda hecha pedazos, y la mente daba vueltas como un perro que se persigue la cola. ¿En qué parajes, acosados por la sed, fornicarían hasta morir?
Quedaba una posibilidad: el traductor, un tal R. H. Fonseca. Como mi inglés nunca fue bueno, y en las pocas páginas de Playboy que pretendí entender nunca me liberé de la muleta del diccionario, ni siquiera contemplé la posibilidad de esculcar la novela en su idioma original. Desde la infidelidad del título, pues Moonhouse se había tergiversado en Verano en la casa de las lunas, el tal Fonseca me molestaba como una mosca que no se deja atrapar. Acudí al directorio de la capital y solicité sus datos en Ediciones Mandrágora. No tenían el teléfono ni la dirección, sólo sabían que Fonseca vivía en Pamplona. Decidí viajar de inmediato. Podía tomar el autobús a Sacramento y de ahí el tren o el avión hasta Pamplona. O acercarme a Málaga y cambiar de autobús para atravesar el páramo. Lejanías, lejos de todo. Fui a Málaga, saludé casi corriendo a Teodora y Anita, mis tías, que me hicieron un par de encargos que olvidé de inmediato, y siete horas después, por una carretera destartalada y con las nalgas planas, entré a la niebla de Pamplona. El Norteño, el periódico local, se regocijaba con el hallazgo, en un bosque cercano, de una mano de hombre con una uña pintada. Me registré en un hotel modesto y comencé las averiguaciones. Nadie, nadie sabía de Fonseca. Dos días después, cuando me retiraba del Hotel Victoria para tomar el autobús de regreso, alguien me dio una pista. "Hable con el profesor Helio Buitrago", y me indicaron la casa. En una hoja que arrancó de su libreta, con una sonrisa de picardía, el profesor Buitrago dibujó a lápiz un mapa. "Raimundo Humberto Fonseca fue profesor de filosofía hasta el día que se paseó desnudo por los corredores de la universidad", me dijo. "Tuvo su cuarto de hora de gloria nacional cuando publicó en Imágenes un cuento erótico sobre la Virgen María. " Mojó la punta del lápiz en la lengua y una flecha señaló el sitio de la casa, en las afueras de Pamplona, como a dos kilómetros, por una carretera maltratada, bordeada de pinos empolvados. Atravesé un puente de madera sostenido por suspiros y alguien me señaló la casa con el dedo. Aún más frágil que el puente y más empolvada que el camino, parecía a punto de rodar montaña abajo. Oí un grito en la lejanía: alguien reclamaba una cometa. Miré a todas partes pero no vi a nadie. Empujé un portal que no atajaba las vacas, pues debí espantar una, y trepé por unas escaleras de tierra que habían perdido su nombre, evitando los excrementos antiguos y recientes que las adornaban. Toqué y nadie acudió. Entreabrí la puerta, llamé varias veces y seguí. Entonces lo vi, borracho, sentado al borde de la cama, alumbrado por una vela ensartada en el pico de una botella verde. Me miró sin asombro, tal vez confundiéndome con uno de sus antiguos alumnos, y me ofreció una copa a medio llenar. La acepté. Le oí hablar de su hija, casada con un militar detestable que la golpeaba, y de un nieto que nunca quiso ver. Pasé saliva ante la foto de la muchacha en la mesita de noche, junto a la botella que sostenía la vela. Melissa, pensé. Ojos azules. Rubia. A ese rostro resultaba fácil adivinarle un cuerpo blanco y largo. Pero no era. "Mi hija, la misma cara de su madre a los diecisiete años", explicó Fonseca. "¿Por qué las mujeres siempre se van con el peor?" En una pausa le lancé la pregunta del tormento. "¿Quieres saber de Melissa Walter?", me dijo con dolor. "Melissa Walter no existió." Se quedó mirándome, como armando la frase antes de decírmela. "Yo inventé a Melissa Walter, desde los pies hasta el lunar de la teta izquierda, toda", dijo. "¿Viste sus pies? Todos quieren besar los pies de Melissa. Alguna vez tuve el placer." Atolondrado, le pregunté si no se trataba de una traducción fiel y se rio a trancazos. "La traducción de un infiel. La traición, como se dice. En asuntos de traducción, amigo, las fieles son feas, y las bonitas, infieles. Todo lo inventé, desde el título. Pinté todas esas lunas en las paredes. Primero sólo había una luna de aluminio a la entrada de la finca. Pero no importa, nada tiene importancia en esta vida, el escritor murió y ya fue olvidado, nadie lee esa novela, no se vendió mucho. ¿Cómo la conseguiste?" Fonseca no conservaba ningún ejemplar y el manuscrito de su traducción se extravió en la editorial. Lo oí un largo rato, quemando mi garganta con el aguardiente que insistía en ofrecerme. "Melissa es mi mujer: nunca supe quién era." No quise hablarle de nuestras lecturas y él tampoco preguntó. Le bastaba con su propia desgracia. Se recostó y se quedó dormido. Apagué la lumbre y dejé la casa de prisa.
Fue un largo regreso. Como si viniera en otro hombre, me miraba las manos y me revisaba los huesos de la cara. A mi dolor se sumaba el dolor de otro. Melissa, tan hermosa y feliz, nacida del espanto y la soledad, aún me habitaba. Era como saber los pecados de la mujer amada, cuando el hombre maldice pero no renuncia y reacomoda con dolor sus principios porque sabe que sin ella la vida es imposible. El autobús, que se quejaba como cama de amantes, se detenía con frecuencia para dejar y recoger pasajeros. En el puesto siguiente, adelante, perturbándonos a todos, incluso al chofer, que balanceaba un palillo entre los dientes y de cuando en cuando espiaba por el espejo, una pareja se acariciaba con el descaro habitual de los enamorados. El hombre hundía su cara entre el pelo de la mujer para olerla y ella ocupaba en algo sus manos. Suspiramos aliviados cuando se bajaron en uno de esos pueblos polvorientos y entonces vi la preñez, que conducían como un cáliz. No era ella. No era él. Me acomodé junto a la ventanilla y me adormecí durante el resto del viaje. Ya era de noche cuando llegamos a Málaga y mis tías se acostaban temprano. Bebí un café horrible y en una banca del terminal me acomodé a esperar el siguiente autobús, junto a un viejo ciego, que me preguntó la hora y me habló de caballos.
Sigo leyendo, no me he detenido en el ejercicio de la única pasión de mi vida. A veces, en la biblioteca, cualquier tarde me detengo frente al ejemplar de la novela y contemplo su lomo. A veces lo toco con la punta del índice. Quisiera saber de mi amigo, ahora que soy el único que lo recuerda, quisiera saber de Melissa Walter, de quien sigo enamorado, pero no sé si soportaría saberlos tan felices en la casa de las lunas.
Bogotá, 1990
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