Arturo Pérez-Reverte
Angélica de Alquézar
Fue entonces cuando vi la carroza. Sería mendaz por mi parte
negar que esperaba su paso, que tenía lugar por la calle de Toledo más o menos
a la misma hora dos o tres veces por semana. Era negra, forrada con cuero y
terciopelo rojo, y el cochero no iba en el pescante arreando el tiro de dos
mulas, sino que cabalgaba una de ellas, como era habitual en ese tipo de
carruajes. El coche tenía un aspecto sólido pero discreto, habitual en propietarios
que gozaban de buena posición pero no tenían derecho, o deseos, de mostrarse en
exceso. Algo propio de comerciantes ricos, o de altos funcionarios que sin
pertenecer a la nobleza desempeñaban puestos poderosos en la Corte.
A mí, sin embargo, no me importaba el continente, sino el
contenido. Aquella mano todavía infantil, blanca como papel de seda, que
asomaba discretamente apoyada en el marco de la ventanilla. Aquel reflejo
dorado de cabello largo y rubio peinado en tirabuzones. Y los ojos. A pesar del
tiempo transcurrido desde que los vi por primera vez, y de las muchas aventuras
y sinsabores que aquellos iris azules iban a introducir en mi vida durante los
años siguientes, todavía hoy sigo siendo incapaz de expresar por escrito el
efecto de esa mirada luminosa y purísima, tan engañosamente limpia, de un color
idéntico a los cielos de Madrid que, más tarde, supo pintar como nadie el
pintor favorito del rey nuestro señor, don Diego Velázquez.
Por esa época, Angélica Alquézar debía de tener once o doce
años, y ya era un prometedor anuncio de la espléndida belleza en que se
convertiría más tarde, y de la que dio buena cuenta el propio Velázquez en el
cuadro famoso para el que ella posaría tiempo después, hacia 1635. Peor más de
una década antes, en aquellas mañanas de marzo que precedieron a la aventura de
los ingleses, yo ignoraba la identidad de la jovencita, casi niña, que cada dos
o tres días recorría en carroza la calle de Toledo, en dirección a la Plaza
Mayor y el Palacio Real, donde ─supe más tarde─ asistía a la reina y las
princesas jóvenes como menina, merced a la posición de su tío el aragonés Luis
de Alquézar, a la sazón uno de los más influyentes secretarios del rey. Para mí,
la jovencita rubia de la carroza era sólo una visión celestial, maravillosa,
tan lejos de mi pobre condición mortal como podían estarlo el sol o la más
bella estrella de esa esquina de la calle de Toledo, donde las ruedas del
carruaje y las patas de las mulas salpicaban de barro, altaneras, a quienes se
cruzaban en su camino.
Arturo Pérez-Reverte
El capitán Alatriste
Madrid, Alfaguara, 2001, pp. 66-70
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