Triunfo Arcinuegas
PERDIDO
28 de febrero de 2025
Ahí estoy, en ese ojo, más perdido que el putas.
Venecia es un laberinto.
A menudo se habla de la felicidad del viaje pero no de los contratiempos: la maleta extraviada, el vuelo perdido, la reserva cancelada, las esperas en los aeropuertos, las discusiones con la gente, el taxista que se aprovecha de la situación, el cansancio, el sueño atrasado, el alma que no llega, el descontrol en que caemos cuando se abandonan las pequeñas rutinas de la vida cotidiana.
Todo es nuevo y no hay tiempo de asimilar la información, y peor cuando se viaja en otro idioma. Los locales consideran que lo suyo es fácil y práctico y lo que pasa es que llevan haciéndolo toda la vida. Uno, como viajero, apenas empieza. No solo no hay direcciones fáciles sino palabras imposibles y costumbres absurdas.
Viajar es un duro ejercicio. Se requiere salud, en primer lugar. No se viaja con la nostalgia. El hogar se queda en casa. Si uno no deja amores pendientes, mucho mejor. Lo dijo el sabio: Amor de lejos, amor de pendejos.
Antes se viajaba preguntando, ahora se acude a Google Maps y otras herramientas. Todo se hace por el celular. Yo sigo preguntando. Me gusta tratar a la gente.
Vine a Venecia hace siete años con Claudia, y fue un viaje divertido y feliz. Llegamos en tren a la estación Santa Lucía y fuimos, siguiendo la señalización, hasta la piazza San Marcos. Sin las señales todavía la estaríamos buscando la famosa piazza. Llegamos de día y nos fuimos al atardecer a Bologna sin tropiezo alguno. Un viaje feliz y pare de contar. La felicidad no es materia narrativa.
En este viaje a Venecia, en cambio, he cometido todos los errores. Y los errores cuestan tiempo y dinero. Hace tres o cuatro días, aunque había ensayado todo el recorrido, perdí el viaje: los tiquetes de ida y vuelta. Pensaba que había dos transportes diferentes: uno hasta Mestre y otro hasta Tronchetto. Pensaba que en la estación Tiburtina debía ubicar el autobús con destino a Venecia, por supuesto, y en eso me concentré. Después de haber salido del apartamento a la Piazza di Genova para llegar a la Piazzale de Lido y tomar el Maremetro hasta Piramide, donde se debe buscar la línea B con destino Rebbia y bajarse en Tiburtina con dis horas de anticipación, después de todo eso dejé pasar un bus que decía Zagrebi o algo así. Era ese. Lo supe un minuto después. La hora de salida era a las 11: 59, y exactamente a la medianoche, cuando el Itabús 2792 abandonaba Triburtina, entendí la cosa: el maldito número. Ya no había nada que hacer. Volví a hacer el recorrido en sentido inverso pero con el agravante que a esa hora ya no funcionaba el Metromare. Mediante una videollamada, Jaime me orientó para tomar el bus de los borrachos. Volví a Ostia de pie, entre parranderos y el incómodo equipaje. Hora y media, el trayecto que el Metromare cubre en media. Cuando debía estar durmiendo acercándome a Venecia, me caía de cansancio entre borrachos alebrestados que hablan entre sí como si estuvieran a cientos de metros de distancia. Un estruendoso intercambio de risas y trivialidades que no le importan a los demás. Manada de estúpidos.
Los italianos no son como esperaba. Con semejante comida, con esos quesos y esos vinos, con esos bellísimos paisajes, la música, la pintura y otras maravilla de “la dulce vita”, los imaginaba más alegres y serviciales. Los encuentro cerrados, hoscos e incluso groseros. Hacen mercado de mal genio. No les sonríen a los extraños. Se tropiezan con uno y no se disculpan.
Se amargan muy pronto. Consentidos por sus madres, se quedan como niños y luego se amargan. Sobre todo las mujeres, que envejecen mal. Me he cruzado con infinidad de criaturas bellas, pero no con una sola señora como para caer rendido. Todos fuman como locos desde la adolescencia. Otra cosa: andan en manadas, sobre todo los hombres, desde niños.
Aunque esta vez logré tomar el autobús correcto, luego de cierta angustia porque venía con “ritardo”, me equivoqué con el punto de destino. Debí escoger Tronchetto en vez de Mestre. Lo supe cuando los tiquetes ya estaban comprados. En Mestre se bajaron casi todos, dije que iba a Tronchetto pero el conductor pidió que le enseñara el tiquete y tuve que bajarme. Era la una de la madrugada y hacía un frío espantoso. ¿Qué hacer? No era más que un pinche paradero, no una estación para refugiarse. Llevaba un saco de dormir pero no había sitio para acomodarme.
Tenía la equivocada idea de que Mestre y Tronchetto estaban cerca, y marqué la ruta en el celular. Salí rumbo a Venecia como si fuese Marco Polo y media hora después o algo así supe que me había salido de la ruta. Había seguido un camino paralelo y no encontraba la forma de saltar. Tuve que devolverme. Ya me dolían las manos de tanto frío y el equipaje se hacía pesado. Vi una bicicleta abandonada y pensé que haría mi gloriosa entrada como uno más de los poderosos ciclistas colombianos. Descubrí que era eléctrica y no había manera de usarla. Seguí caminando hasta que mi falso camino se unió con la ruta marcada del celular. Encontré un largo sendero de hojas secas que en otra oportunidad hubiera fotografiado con emoción de montañero. El sendero se acabó y corrí al otro lado de la carretera antes de que me atrapara alguno de los pocos pero veloces autos que circulaban a esa hora. Seguí la vía peatonal hasta que se acabó. Atravesé la carretera, exponiéndome a los autos, hasta que encontré otros cincuenta o cien metros de vía peatonal, y al final avancé entre el breve espacio entre dos muros de metal como un ladrón. No me crucé con nadie. Ni con la policía. En algún momento quise extender el saco y tratar de dormir hasta el amanecer. Por suerte continué. Vi un paradero. Y un joven. Lo saludé y me senté a esperar el autobús. Si alguien espera en un paradero, hay un autobús. Verdad de Perogrullo. El autobús que sea. Con tal de salir de allí. Demoró unos quince o veinte minutos. Y entonces supe la enorme distancia que me hacía falta por recorrer para llegar a Venecia. Me bajé en la Piazza Tronchetto, pero no en la estación. Compré una Coca-Cola y unas papas fritas con sabor a limón en un “Indian”, una pequeña tienda, una caseta, y le pregunté al hombre cómo podía llegar a la estación Tronchetto, con la intención de pasar al baño, recargar los celulares y tal vez dormir un par de horas. Entendí sus señas y, para más certeza, marqué el destino en el celular. Me puse en camino luego de la Coca-Cola y las papas. Llegué, puede decirse que llegué, pero no encontré la puerta. Una manera elegante de decir que seguía perdido tres horas después de llegar a Mestre.
Iluminado por el Espíritu Santo, reconocí que lo importante ahora no era la estación de Tronchetto sino la exploración de Venecia. Encontré las señales que conducen a la Piazza san Marco y me imaginé que estaría allí antes del amanecer. Luego, siguendo las señales, llegaría a la estación Santa Lucía. No fue así. Perdí las señales. En Venecia uno se extravía en menos de un minutos. Calles estrechas, numerosas calles estrechas que se entretejen como una obra del demonio, y que finalizan de súbito. Hay que retroceder, buscar un puente y pasar al otro lado. El pobre Espíritu Santo me reveló que me guiara por las aguas, que avanzara hasta encontrar los causes más gruesos y en algún momento de la vida el gran canal me acogería como un pobre náufrago latinoamericano. El milagro sucedió. Alabados sean los dioses por su infinita misericordia. Vi el canal y, al otro lado, la estación Santa Lucía. Crecé el puente y amanecí en la estación. Tomé las primeras fotos e hice un recorrido sin alejarme demasiado, sin perder el punto de partida. Pero estaba demasiado cansado para salvar el día. Encontré un supermercado y con la deliciosa privisión de queso, jugo y otras delicias fui a una banca de cemento. La temperatura mejoró. En algún momento vinieron a sentarse unos jóvenes mexicanos muy bien vestidos. Conversaron con esas floridas expresiones tan propias de su país hasta que apareció un par de mujeres. Me acomodé para recuperar fuerzas y dormí por unos instances, absolutamente molido. Hice lo que pude, remendé la situación en la media de lo posible.
Me equivoqué hasta de día. Esperaba fotografiar amantes desquisiados junto a un puente o lujuriosas damas desnudas en los portables del amanecer. Pero nada. Pocos disfraces. Debo volver para el remate de domenica, lunedì e martedì. El miércoles de ceniza comienzan el arrepentimiento y los cuarenta días de abstinencia. No hay problemas ni con lo uno ni lo otro. Remordimientos no tengo. Y en cuanto a pecar, no hay con quién.
Quedaba por resolver el asunto del regreso. ¿Para qué buscar la estación de Tronchetto si debía regresar a Roma desde Mestre? Si no permitieron seguir a Tronchetto de venida , tamoco me dejarán abordar desde Mestre. ¿Y cómo llegó desde la estación Santa Lucia? Había sucedido lo que temía: el celular de los datos, el celular con mi número italiano, se quedó sin carga. No encontré sitio para remediar el problema.
Iba a donde me guiaba la intuición, una de las manifestaciones del Espíritu Santo, pero el demonio me detuvo en el muelle de un vaporeto que tal vez podría llevarme a Mestre. Lo abordé como quien se lanza al abismo. Hice un recorrido loco, bordeando la isla, una estación tras otra, hasta llegar a Lido. A última hora, me había dicho, tomo el vaporeto en sentido contrario. Vi de pronto que el vaporeto giraba y que repetía las estaciones: estábamos de regreso. Me tranquilicé. Me bajé en la misma estación donde el demonio me interrumpió el iluminado sendero del Espíritu Santo.
El Espíritu tenía razón. Vi cinco o seis autobuses estacionados y uno de ellos decía: “Stazione Mestre f / s”. Estuve a punto de besar la tierra al estilo del papa. Como aún no estoy oficialmente canonizado, me abstuve. No falta el entrometido que vaya al Vaticano con el chisme de que me las estoy dando de santo. Ya tendré tempo para desquitarme. Voy a santificar hasta el guarapo. Abordé y me mantuve alerta. Después de las dos primeras paradas, le pregunté a un muchacho para asegurarme y me dijo “next”, girando mano como si enrollara una madeja. Agregó que era de Brasil, de Rio, cuando le conté de dónde venía. “¿Copacabana?”, pregunté. Sonrió y dijo en inglés algo que no entendí. Ya tenía que bajarme. Mil gracias y adiós.
O no encontré o no existe una estación de Itabús en Mestre. Si no hay una estación. ¿dónde me siento mientras llega la hora? ¿Dónde me resguardo del frío hasta el amanecer? Estaba exactamente frente a la elegante estación del tren. Arrojando el tiquete de Itabús a la basura, pregunté cuàl era el próximo tren con destino a Roma y una mujer muy querida me respindió que en quince minutos. La pantalla le informó que no quedaba un solo puesto dusponible. 127 euros. “Y el siguiente?” Quedaba un solo puesto. 110 euros, casi medio millón de pesos colombianos, la tercera parte del salaries mínimo actual en Colombia. Lo tomé, y menos de dos horas estaba acomodado en el tercer vagón del Italo 8925 de las 17: 17 con destino a Roma / Termini. No salió a tiempo y llegó a Roma con casi media hora de retraso, pero qué elegancia, qué esplendor. Una muchacha pasó tres veces ofreciendo bebidas, galletas y frutos secos. A mi lado se sentó una Italiana mayor que estuvo estudiando durante todo el trayecto y sólo recibió agua. Y devoró un banano con arustocrática elegancia. Tal vez su cena. A su lado soy el troglotica que surgió del páramo. En el puesto de adelante venía una joven pareja. La mujer, con traje de carnaval, se enrolló sobre su puesto de tal manera que su cabeza descansó en el regazo del hombre y sus pies desnudos se apoyaron contra la ventanilla. Un velo transparente cubría sus divinas piernas. Qué imagen tan perturbadora. No pude ver su rostro.
Le hice un par de breves preguntas a la mujer mayor. Tuvo la gentileza de responderme pero no se despidió en Roma. Se levantó sin mirarne y se alejó como si nada, como si no hubiéramos compartido un extenso kilometraje. No dio oportunidad de al menos una mínima conversación. Tal vez me vio como un migrante más. Tal vez sólo quería seguir leyendo y tomando apuntes. Tal vez preparaba una conferencia. Ya no tendremos una historia. Estoy seguro de que cuando recogió la maleta ya me había olvidado para siempre.
“Acá uno es solo”, dijo mi hermano. Abel, otro immigrante colombiano, me contó el otro día: “Uno sale a la calle y con quién habla?”
Los inmigrantes se mantienen en sus pequeños círculos, hablando su propio idioma. Los italianos no les abren las puertas de su casa. Ni siquiera responden una simple pregunta en la calle.
Tampoco aceptan los pequeños favores de la cortesía. No aceptan que uno les ceda el puesto o que paguen primero en el suoermercado cuando llevan un solo producto. “No nos quieren deber nada, no quieren rebajarse”, precisa mi hermano.
28 de febrero de 2025
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