Triunfo Arciniegas
EL ALMA Y LOS VUELOS
10 de mayo de 2022
Volando de nuevo, y en primera clase. Una equivocación de la aerolínea. Se me va ampollar el rabo. En México casi me trepo en un vuelo a Paris, tan embebido andaba con un libro, qué susto. Imaginé mis maletas en Colombia mientras trataba de hablar un francés que apenas leo.
¿Una equivocación de la aerolínea o una cortesía? ¿Un premio a una vida de abnegación y sacrificios? Oigo risas al fondo. Estoy tan santo que hago milagros. Más risas burlonas. En el Vaticano ya estarán tramitando los papeles de la canonización. No demoran en pedirme el número de cédula y una foto de tres por cuatro con fondo blanco. Ya dejarán de reírse cuando vean a San Triunfo l, patrono de las desesperadas, experto en preñeces y maridos descarriados, con las manos juntas y mirando al cielo, y esa mano de mujeres haciendo cola para que les haga el milagrito.
Hace unos diez años tomé el vuelo que no era por culpa de un libro. Leer perjudica. Desde el principio la cosa pintaba rara. Me preguntaron si iba para Leticia, donde no se había perdido nada. Una vez pasados los controles busqué la sala que decía “Cúcuta” y me senté a seguir leyendo. No levanté la mirada para nada. Cuando la gente empezó a abordar, me levanté y presenté mis documentos, sin despegarme de la lectura. Ubiqué mi silla en el avión, 16 A o algo así. Apareció otra señora con el mismo número y renegamos del desordenen de estos bandidos de las aerolíneas. Ajusté el cinturón y seguí con lo mío hasta que el piloto dijo por los parlantes: “Bienvenidos al vuelo con destino a Valledupar”. Me vi atormentado por el calor, los zancudos y el vallenato. Me vi en el mismo infierno mientras mi equipaje daba infinitas vueltas en la banda del aeropuerto. Me desaté el cinturón y di un grito: “Voy para Cúcuta”. Detuvieron el avión y, según entiendo, los pasajeros perdieron una hora por la torpeza de un lector. El que lee se distrae, y el que se distrae se pierde. Sabio consejo: no lea.
Pero como no acostumbro seguir mis propios y sabios consejos, aseguro el cinturón, enciendo una luz de primera clase y me sumerjo en la última novela de Octavio Escobar, "Cada oscura tumba”. Nada más importa. Muertes infames, pero una prosa deliciosa. La fotografía de la tapa, unas botas usadas, embarradas, con los cordones desatados, y repletas de flores, habla de estos muertos. Seis líneas bastan para precisar el conflicto: “A veces estaban tan confiados en la impunidad con la que actuaban, que no cuidaban los detalles. Vestían a sus víctimas después de matarlas, y entonces los uniformes tenían manchas de sangre pero ningún agujero provocado por los impactos de bala. O les ponían los zapatos al revés”. Pobres muchachos inocentes, asesinados por el ejército para hacerlos pasar por guerrilleros y así cumplir una cuota siniestra y obtener bonificaciones.
Pobre alma mía, que siempre se retrasa y no sabe dónde encontrarme. A veces llega al amanecer, cansada, cuando ya me he levantado. A veces no llega. Pobre alma en pena, borracha y sin un zapato, en tierra de nadie. Me da pesar saberla así. Tan perdida.
Dicen que los desalmados viven mejor. Dicen. Al menos sienten con más profundidad la insoportable levedad del ser.
Viajar no arregla las cosas. Tan solo las suspende. Veinte días por fuera, y aún no voy a casa. Tengo asuntos pendientes. Que el solitario que siempre he sido, el señor en su castillo de diez mil libros, gato y perro, aguante el burro. Tengo mis vuelos, a la vez droga y sostén. Soy adicto y ahora con síndrome de abstinencia. El encierro de la pandemia fue de veintisiete meses. Tengo retroactivos por cobrar. Tengo que remendar el mapa amoroso, entre otras cosas.
De manera que, si se cruzan con mi alma, le pueden decir que vaya casa y me espere, después que tanto la he esperado, y así se evita el cansancio de seguirme el rastro.
La reconocerán fácilmente: maltrecha, lastimada, remendada, como si viniera de una batalla perdida. Las hemos perdido todas.
Algún día llegaré, alma mía.
O como dice Rulfo, “algún día llegará la noche”.
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