martes, 5 de enero de 2021

Tolstói / Guerra y paz / La apuesta


León Tolstói

LA APUESTA

Tolstoy / War and Peace / The Bet

Primera parte

XII


    Ya era después de la una de la madrugada cuando Pierre salió de casa de su amigo. Era una de esas noches blancas de junio en San Petersburgo. Pierre se sentó en el coche con la intención de irse a casa. Pero cuanto más se acercaba a ella más se daba cuenta de que le iba a resultar imposible conciliar el sueño con una noche tal, más parecida a una tarde o a una mañana. Se podía ver a lo lejos por las calles desiertas. Se le apareció el animado y hermoso rostro del príncipe Andréi y escuchó sus palabras —no las relativas a la relación con su esposa (cosa que no interesaba a Pierre)— sino sus palabras acerca de la guerra y sobre el futuro que podía esperar a su amigo. Pierre quería tan incondicionalmente a su amigo y le admiraba tanto, que no podía admitir que el príncipe Andréi, como pronto él mismo desearía, no fuera reconocido por todos como un admirable y gran hombre, que debiera mandar y no someterse. Pierre no podía imaginarse cómo podría, por ejemplo Kutúzov, tener la voluntad de darle órdenes a tal hombre, que era evidente que había nacido para dirigirlos a todos, así era como veía a su amigo. Se lo imaginaba al frente de ejércitos, sobre un caballo blanco, con un corto y fuerte discurso en los labios, se imaginaba su valentía, su éxito, su heroísmo y todo lo que se imaginan la mayoría de los jóvenes para sí mismos. Pierre recordó que ese día había prometido devolverle una pequeña deuda de naipes a Anatole, en cuya casa esa noche estarían reunidos los habituales compañeros de juego.

    —Vamos donde Kuraguin —le dijo al cochero pensando solamente en donde pasar el resto de la noche y habiendo olvidado la palabra dada al príncipe Andréi de no ir a casa de Kuraguin.
    Al llegar al soportal de la gran casa junto al cuartel de la guardia montada, en la que vivía el príncipe Anatole Kuraguin, recordó su promesa, pero he aquí que, como les ocurre a las personas llamadas sin carácter, le entraron tales ganas de echar un vistazo a la conocida mesa y a la vida libertina que ya le cansaba, que rápidamente le vino a la cabeza la idea de que la palabra dada no tenía significado alguno, dado que antes de al príncipe Andréi también le había dado su palabra a Anatole de devolverle lo que le debía; finalmente pensó que todas esas palabras de honor eran cosas convencionales, sin ningún sentido concreto, sobre todo teniendo en cuenta que es posible que uno muera mañana o que le suceda cualquier cosa tan inesperada que anule por completo el honor y el deshonor.
    Subió hacia el iluminado soportal por la escalera y atravesó la puerta abierta. En el lujoso vestíbulo no había nadie, solo botellas vacías rodando por el suelo, en el rincón había un montón de naipes doblados, capas, chanclos; olía a vino y se oían conversaciones y gritos lejanos.
    Era evidente que la cena y la partida ya habían terminado, pero los invitados aún no se habían ido. Pierre se quitó la capa y entró en la primera habitación en el medio de la cual había una estatua de un caballo de carreras de tamaño natural. De la tercera habitación llegaba claramente el alboroto y las familiares carcajadas y gritos de seis u ocho hombres. Entró en la tercera habitación en la que todavía estaban los restos de la cena. Ocho jóvenes, todos sin levita y la mayoría de ellos con pantalones militares de montar, se agolpaban junto a una ventana abierta y gritaban todos a un tiempo en un ruso y un francés ininteligible.
    —¡Apuesto cien por Chaplin! —gritaba uno.
    —¡Vigila que no se agarre! —gritaba otro.
    —¡Yo por Dólojov! —gritaba un tercero—. Sepáralos, Kuraguin.
    —¡Dejen libre al oso! —gritó el cuarto
. Se trata de una apuesta.
    —¡Yakov, trae una botella, Yakov! —dijo el propio anfitrión, un joven apuesto y de buena planta que se encontraba en medio del tumulto—. Un momento, señores. ¡Aquí está Pierre!
    —¡Oh! ¡Piotr! ¡Petrushka! ¡El Gran Piotr!
    —¡Piotr el gordo! —se pusieron a gritar desde todos los rincones, rodeándole.
    En todos los jóvenes rostros encendidos y con manchas rojas se reflejó la alegría al ver a Pierre, el cual habiéndose quitado las gafas y limpiándolas contemplaba a toda esta muchedumbre.
    —No entiendo nada. ¿De qué se trata? —dijo él sonriendo bondadosamente.
    —Esperad, no está borracho. Dame una botella —dijo Anatole y tomando un vaso de la mesa se acercó a Pierre.
    —Antes de nada, bebe.
    Pierre comenzó a beber vaso tras vaso en silencio mirando a través de las gafas a los beodos invitados, que de nuevo se agolpaban junto a la ventana discutiendo de algo que él no comprendía. Se bebió un vaso de un solo trago y Anatole, adoptando una significativa expresión, se lo llenó de nuevo. Pierre se lo bebió dócilmente aunque más despacio que el primero. Anatole le sirvió un tercero. Pierre también se bebió este aunque se detuvo un par de veces para tomar aire. Anatole no se apartaba de su lado, mirando con sus bellos y grandes ojos, seriamente y de forma alternativa, al vaso, a la botella y a Pierre. Anatole era guapo: alto, corpulento, de tez clara pero sonrosada; su pecho estaba tan desarrollado que la cabeza se echaba para atrás, lo que le daba una apariencia altiva. Tenía una hermosísima y fresca boca, una espesa cabellera color castaño claro, los ojos saltones y negros y en esencia expresaba la fuerza, salud y bondad de su lozana juventud. Pero sus preciosos ojos, con las encantadoras, rectas y negras cejas, era como si estuvieran hechos no solo para mirar sino para ser mirados. Sus ojos hacían gala de una total imposibilidad para cambiar de expresión. Se percibía que estaba borracho en el rubor de su rostro, pero aún más en la artificial hinchazón de su pecho y por lo abiertos que tenía los ojos. Sin tener en cuenta que estaba borracho y que en la parte superior de su poderoso cuerpo solo llevaba una camisa abierta sobre el pecho, por el suave aroma a jabón y a perfume que se mezclaba alrededor de él con el olor del vino ingerido, por el cuidado con el que le habían peinado con pomada aquella mañana, la elegante pulcritud de sus rollizas manos y la finura de su ropa, por esa ropa y la brillante suavidad de la piel, incluso en su estado actual tenía aspecto de aristócrata, en el sentido de tener el hábito aprendido desde la infancia de mantener un cuidado escrupuloso y lujoso de su persona.
    —¡Bueno, bébetelo todo!, ¿eh? —dijo él con seriedad dándole el último vaso a Pierre.
    —No, no quiero —dijo Pierre bebiendo hasta la mitad del vaso—. Bueno, ¿de qué se trata? —añadió con la actitud de una persona que ha cumplido con la obligación de prepararse y que ahora se considera con el derecho de participar en otra cosa.
    —Bébetelo todo, ¿eh? —repitió Anatole abriendo los ojos ampliamente y levantando en sus blancos brazos, desnudos hasta el codo, el vaso sin terminar de beber. Tenía aspecto de estar realizando una labor muy importante, porque toda su energía en este momento la estaba dedicando en sostener derecho el vaso y en decir exactamente lo que quería decir.
    —He dicho que no quiero —contestó Pierre, poniéndose las gafas y alejándose—. ¿Por qué gritáis? —preguntó en el tumulto que se reunía junto a la ventana.
    Anatole permaneció de pie, se lo pensó, le dio el vaso a un sirviente y sonriendo levemente con su hermosa boca fue también a la ventana.
    Los viernes Anatole Kuraguin recibía a todos en su casa, allí jugaban, cenaban y después pasaban gran parte de la noche en ella. Por entonces la partida de faraón se había convertido en algo enorme y continuado. Anatole perdía en pocas ocasiones a pesar de que no jugaba por interés, sino por costumbre, con lo que se levantaba pronto de la mesa. Un leib-húsar [1] muy rico perdía mucho y un oficial de la división Semiónov, Dólojov, les ganaba a todos. Después de la partida se sentaban tarde a cenar. Un inglés bastante serio, que se las daba de viajero, dijo que pensaba, por la información que tenía, que los rusos beben más que él, lo que pudo constatar en la realidad. Pero decía que en Rusia bebían solo champán y que si bebían ron se apostaba a que bebería más que cualquiera de los presentes. Dólojov, el oficial que más había ganado aquella noche, dijo que solo por una botella de ron no merecía la pena apostar y que él se arriesgaba a bebérsela sin quitársela de la boca y sentado en la ventana del tercer piso con las piernas colgando por fuera. El inglés aceptó la apuesta. Anatole apostó por Dólojov, es decir, porque se bebía la botella de ron en la ventana. Justo en el momento en el que había entrado Pierre, un criado quitaba las dobles ventanas para que fuera posible sentarse en el alféizar. La ventana del tercer piso se encontraba lo suficientemente alta para que si alguien se caía de ella, se matara. Desde todas las esquinas rostros bebidos y amistosos se lo contaban a Pierre como si pensaran que el hecho de que Pierre lo conociera fuera de una vital trascendencia. Dólojov era un oficial del regimiento de infantería, de estatura media, musculoso, como si fuera completamente macizo, con un ancho y henchido pecho, el pelo extraordinariamente rizado y los ojos azul claro. Tenía unos veinticinco años. No llevaba bigote como ningún oficial de infantería, y su boca, el rasgo más característico de su rostro, era totalmente visible. Su boca era sumamente agradable, a pesar de que casi nunca sonriera. La línea de sus labios estaba finamente curvada. En el centro, su labio superior descendía enérgicamente sobre el inferior, firme; por este triángulo agudo se formaban una especie de dos sonrisas constantes, una sonrisa a cada lado, y todo en conjunto con la mirada directa, un poco atrevida, pero fulminante e inteligente, componía una imagen tal. que al pasar al lado de ese rostro era imposible no reparar en él y no preguntar quién era el dueño de esa cara tan bella y tan extraña.
    Gustaba a las mujeres y estaba sinceramente persuadido de que no existían mujeres de reputación intachable. Dólojov era el hijo pequeño de una buena familia, pero no era rico; a pesar de eso vivía lujosamente y jugaba con asiduidad. Ganaba casi siempre, pero nadie, incluso en su ausencia, se permitía atribuir su constante éxito a otra causa que no fuera la suerte, la claridad mental y la inquebrantable fuerza de voluntad. En el espíritu de todos los que con él jugaban había la suposición de que era un tahúr, aunque nadie se atreviera a decirlo. Ahora, cuando había emprendido su extraña apuesta, el grupo de borrachos había aceptado con una felicidad especialmente viva su intención. Y precisamente porque los que le conocían sabían que iba a cumplir con lo que había dicho. Pierre también lo sabía y por ello lo único que hacía era saludarse con Dólojov sin esforzarse en hacerle cambiar de idea.
    El resto del grupo estaba compuesto por tres oficiales, el inglés al que se podía ver en San Petersburgo en las más variadas compañías, un jugador moscovita, un casado bastante gordo que era mucho mayor que los demás, pero al que sin embargo todos estos jóvenes llamaban de tú.
    Se trajo la botella de ron; dos criados, con botas y caftán, arrancaban el marco de la ventana que impedía sentarse en el alféizar. Estaban visiblemente aturdidos y apremiados por las órdenes y los gritos de los señores que les rodeaban.
    Anatole, con su hinchado pecho, sin cambiar de expresión, sin rodear y sin pedir que le dejaran sitio, dirigió su fornido cuerpo hacia la ventana, llegó al marco y enrollando sus dos blancas manos en la levita que estaba tirada en el diván golpeó el cristal y lo rompió.
    —Pero, su merced —dijo un criado—, así solo molesta y además se cortará las manos.
    —Lárgate, estúpido, ¿eh...? —dijo Anatole, se agarró al marco fijo y comenzó a tirar de él. Muchas manos se pusieron también a la tarea, estiraron y el marco se desencajó de la ventana con estruendo, de forma que los que tiraban de él por poco se caen.
    —Quitadlo todo, que si no pensarán que me estoy sujetando —dijo Dólojov.
    —Escucha —dijo Anatole a Pierre—. ¿Comprendes? El inglés se vanagloria... ¿eh?... nacionalismo... ¿eh? ¿De acuerdo?...
    —De acuerdo —dijo Pierre mirando con el alma en vilo a Dólojov que, llevando en la mano la botella de ron, se dirigía a la ventana por la que se veía la luz del cielo en el que se habían fundido el crepúsculo matutino y vespertino. Dólojov, habiéndose remangado las mangas de la camisa, subió con habilidad a la ventana, con la botella de ron en la mano.
    —¡Escuchad! —gritó de pie sobre el alféizar y dirigiéndose a los que estaban en la habitación.
    Todos guardaron silencio.
    —Apuesto —utilizaba el francés para que el inglés le entendiera, pero no lo hablaba demasiado bien—, apuesto cincuenta imperiales... ¿O quiere apostar cien? —añadió dirigiéndose al inglés.
    —No, cincuenta —dijo el inglés.
    —Bien, entonces cincuenta imperiales a que me beberé toda la botella de ron sin retirarla de la boca, me la beberé sentado en la ventana, en este sitio —se agachó y mostró el saliente inclinado fuera de la ventana—, y sin sujetarme a nada... ¿De acuerdo?...
    —Muy bien —dijo el inglés.
    Anatole se volvió hacia el inglés y tomándole de un botón del frac y mirándole desde arriba (el inglés era de corta estatura), comenzó a relatarle en inglés lo que ya todos habían entendido.
    —¡Espera! —gritó Dólojov golpeando con la botella la ventana para llamar la atención—. Espera, Kuraguin, escuchen. Si alguien hace lo mismo yo le pago cien imperiales. ¿Entendido?
    El inglés meneó la cabeza sin dar a entender si tenía o no intención de aceptar la nueva apuesta. Anatole no soltaba al inglés y por más que este, asintiendo, le daba a entender que había comprendido todo, Anatole no dejaba de traducirle las palabras de Dólojov. Un joven y delgado leib-húsar que aquella noche había perdido se encaramó a la ventana, se asomó y miró hacia abajo.
    —Uy... —dijo mirando las piedras de la acera.
    —¡Estate quieto! —gritó Dólojov y apartó de la ventana al oficial, que tropezando con las espuelas saltó torpemente a la habitación.
    Dejando la botella en el alféizar, para poder alcanzarla con más facilidad, Dólojov, cuidadosamente y en silencio, se encaramó a la ventana. Bajó las piernas apoyándose con ambas manos en el marco de la ventana, tanteando se sentó, se soltó de manos, se balanceó a derecha e izquierda y cogió la botella. Anatole trajo dos bujías y las colocó en el alféizar, a pesar de que ya había luz. La espalda de Dólojov, con su camisa blanca y la ensortijada cabeza, aparecía iluminada por ambos lados. Todos se agolparon junto a la ventana. El inglés estaba delante. Pierre sonreía y no decía nada. De pronto el maduro caballero moscovita se adelantó con rostro asustado y enfadado y quiso sujetar a Dólojov de la camisa.
    —Señores, esto es una locura, se va a matar —dijo él.
    Anatole le detuvo.
    —No lo toques, le asustaría y se mataría. ¿Eh? ¿Y entonces? ¿Eh?
    Dólojov se volvió, acomodándose y apoyando de nuevo las manos. Su cara no estaba ni pálida ni encendida, sino fría y enfadada.
    —Si alguno más se mete en mis asuntos —dijo él, dejando escapar espaciosamente las palabras a través de sus labios finos y apretados—, le tiraré ahí abajo. Esto ya está de por sí resbaladizo, me estoy deslizando hacia abajo y encima me viene con tonterías. ¡Venga!
    Habiendo dicho «venga» se volvió de nuevo, soltando las manos tomó la botella y se la llevó a la boca, echó hacia atrás la cabeza y levantó el brazo libre para hacer de contrapeso. Uno de los criados, que comenzaba a recoger los cristales, se detuvo en posición encorvada sin retirar los ojos de la ventana y de la espalda de Dólojov. Anatole estaba de pie, abriendo mucho los ojos. El inglés sacaba los labios hacia delante, mirando de lado. El maduro caballero moscovita había huido a un rincón de la habitación y estaba tumbado en el diván con la cara hacia la pared. Alguno esperaba con la boca abierta y otro con los brazos levantados. Pierre se cubrió la cara con las manos y una débil sonrisa olvidada permaneció en su cara a pesar de que ahora expresara horror y pánico. Todos guardaron silencio. Pierre retiró las manos de los ojos; Dólojov estaba sentado en la misma postura, pero la cabeza estaba tan echada hacia atrás que los rizados cabellos de su nuca rozaban el cuello de la camisa y la mano en la que sostenía la botella se levantaba más y más estremecida por el esfuerzo. La botella se vaciaba sensiblemente y la cabeza se echaba cada vez más hacia atrás. «¿Por qué tarda tanto?», pensó Pierre. Le parecía que había pasado más de media hora. De pronto, Dólojov echó la espalda hacia atrás y su mano tembló nerviosamente; este temblor era suficiente para desequilibrar todo el cuerpo, sentado en una superficie inclinada. Todo él se estremeció y su cabeza y su mano temblaron aún más intensamente por el esfuerzo. Alzó una mano para agarrarse al alféizar, pero volvió a bajarla. Pierre volvió a cerrar los ojos y se dijo a sí mismo que ya no volvería a abrirlos. De pronto notó que todo a su alrededor comenzaba a agitarse. Miró: Dólojov estaba de pie en el alféizar, su rostro estaba pálido y alegre.
    —¡Vacía!
    Le lanzó la botella al inglés, que la atrapó hábilmente. Dólojov saltó de la ventana. Exhalaba un fuerte olor a ron.
    —¿Eh? ¿Qué tal? ¿Eh?... —preguntaba a todos Anatole—. ¡Buena broma!
    —¡Que el diablo te lleve! —dijo el caballero moscovita. El inglés sacó la bolsa y contó el dinero. Dólojov estaba ceñudo y silencioso. Pierre, con aspecto desconcertado, recorría la habitación respirando pesadamente.
    —Señores, ¿quién quiere apostar conmigo? Haré lo mismo —dijo de pronto—. Y ni siquiera necesito apostar. Que me traigan una botella. Lo haré... que me la traigan.
    —¿Qué dices? ¿Te has vuelto loco? ¿Crees que te lo van a permitir? Si con solo subirte a una escalera te da vueltas la cabeza —gritaron desde varios lados.
    —Es muy mezquino que permitamos solo a Dólojov que sacrifique su vida. ¡Me la beberé, traedme una botella de ron! —gritó Pierre, y con un gesto decidido de borracho golpeó la mesa y se encaramó a la ventana. Le cogieron de los brazos y le llevaron a otra habitación. Pero Dólojov no podía caminar, le llevaron al diván y le echaron agua fría por la cabeza.
    Alguien quiso irse a casa, otro propuso no ir a casa, sino dirigirse todos juntos a otro sitio: Pierre insistió más que nadie en lo segundo. Se pusieron los abrigos y salieron con el oso. El inglés se fue a casa y un medio muerto Dólojov quedó yaciendo sin sentido en el diván en casa de Anatole.

Leon Tolstói
Guerra y paz
Primera parte, capítulo XII


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