Al cesar la
alarma, las gentes, a diferencia de lo que había sido hasta entonces su costumbre, se precipitaron fuera de la galería, querían
ver con sus propios ojos lo que había ocurrido. Sin embargo,
cuando estuvimos al aire libre, no vimos nada distinto de otras
veces, creímos que otra vez había sido un rumor el que la ciudad hubiera sido bombardeada, y dudamos enseguida del hecho e hicimos inmediatamente otra vez nuestro el pensamiento
de que aquella ciudad, a la que se califica de una de las más hermosas del mundo, no sería bombardeada, lo que, realmente,
muchos creían en esa ciudad. El cielo era claro, gris azul, y no
vimos ni oímos prueba alguna de un bombardeo. De pronto,
sin embargo, se dijo que la ciudad vieja, es decir, la parte de la
ciudad que está en la orilla opuesta del Salzach, había sido destruida, que todo había sido allí destruido. Nos habíamos imaginado un bombardeo de otro modo, hubiera tenido que temblar
toda la tierra y demás, y bajamos corriendo por la Linzergasse.
Ahora oíamos todas las señales y alarmas posibles de coches de
bomberos y ambulancias y, después de pasar corriendo por detrás de la cervecería Gabler y de atravesar la Bergstrasse, llegando a la Marktplatz, vimos de pronto los primeros indicios de la destrucción: las calles estaban llenas de cascotes de vidrio y pared, y el aire tenía ese olor peculiar de la guerra total. Un impacto de lleno había convertido la llamada Casa de Mozart en
un montón de escombros humeantes y dañado gravemente,
como vimos enseguida, los edificios de alrededor. Por horrible
que fuera ese espectáculo, las gentes no se quedaron allí, sino
que, esperando una devastación mucho mayor aún, siguieron
corriendo hasta la ciudad vieja, donde se suponía que estaba el
centro de la destrucción y en donde todos los ruidos posibles y
olores hasta entonces desconocidos para nosotros indicaban
una mayor desolación. Hasta atravesar el llamado Staatsbrücke
no pude apreciar ninguna clase de cambios en la situación que
conocía, pero en el mercado viejo, como se podía ver ya desde
lejos, la conocida y apreciada tienda de confecciones para caballeros de Slama, un comercio en el que, cuando tenía dinero y
oportunidad, compraba mi abuelo, había resultado duramente
afectada, todos los escaparates del comercio, los cristales de las
vitrinas y las prendas expuestas detrás, que aunque eran de calidad inferior, como correspondía a la época de guerra, resultaban sin embargo apetecibles, estaban hechos pedazos y jirones,
y me sorprendió que las personas que había visto en el mercado
viejo, haciendo caso apenas de la destrucción de las confecciones para caballeros Slama, corrieran en dirección de la Residenzplatz, y enseguida, cuando, con otros internos, doblé la esquina
de Slama, supe qué era lo que hacía que aquellas personas no se
quedaran allí sino que continuaran apresurándose: una de las,
así llamadas, minas aéreas había alcanzado la catedral, y la cúpula se había precipitado en la nave, y llegamos a la Residenzplatz en el momento exacto: una gigantesca nube de polvo flotaba sobre la catedral, que estaba horriblemente abierta, y donde
había estado la cúpula había ahora un agujero del mismo tamaño y, ya desde la esquina de Slama, pudimos ver directamente
las grandes pinturas, en parte brutalmente arrancadas, de las
paredes de la cúpula: ahora se destacaban, iluminadas por el sol de la tarde, contra el claro cielo azul; parecía como si al gigantesco edificio, que dominaba la parte baja de la ciudad, le hubieran hecho en la espalda una herida espantosamente sangrante. Toda la plaza, bajo la catedral, estaba llena de cascotes, y la
gente, que había acudido como nosotros de todas partes, contemplaba asombrada aquel cuadro ejemplar, sin duda alguna
monstruosamente fascinante, que para mí era una monstruosidad como belleza y no me producía ningún terror, de repente
me enfrentaba con la absoluta brutalidad de la guerra, y al mismo tiempo me fascinaba esa monstruosidad, y me quedé contemplando durante unos minutos, sin decir palabra, aquel cuadro que todavía tenía el movimiento de la destrucción, y que
formaban para mí la plaza con la catedral poco antes alcanzada
y la cúpula salvajemente abierta, como algo poderoso e incomprensible.
Thomas Bernhard
Relatos autobiográficos / El origen
Anagrama, Barcelona, 2009, p. 19
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